Habían prendido por la justicia a cierto bandido que tenía cometidos en Sevilla
numerosos delitos, y tras juzgarle en la Casa Cuadra o Audiencia de la Plaza de San
Francisco, le condenaron a morir ahorcado, así que le sacaron de la cárcel, que estaba
en la calle Sierpes, esquina a calle Bruna (donde hoy está el edificio del «Banco
Hispano Americano»), y le conducían hacia Tablada donde estaba la horca pública.
Al llegar el reo a la Puerta Jerez, comenzó a dar grandísimos gritos diciendo:
—No podéis ahorcarme, porque el rey me había perdonado. No podéis ahorcarme
porque el rey me había perdonado.
Ante semejante novedad, se detuvo la comitiva, y el juez acudió al Alcázar a dar
parte a don Pedro I de lo que sucedía.
El rey dijo que él ni conocía a aquel reo, ni le había jamás dado el perdón, y
mandó que siguiese adelante el cumplimiento de la sentencia.
Pero no bien había salido el juez de las habitaciones del rey, cuando éste
reflexionó, y mandó que le llamasen nuevamente antes de que saliera del Alcázar.
Regresó el juez a su presencia, y el rey don Pedro dijo:
—Aunque yo no había concedido el indulto, ni siquiera me lo habían pedido, es
mejor que no se cumpla la sentencia, porque habiéndolo gritado en público, no quiero
que pueda quedar en el ánimo del pueblo de Sevilla, que yo le había indultado y que
después he faltado a mi palabra Real.
Y así, el reo fue devuelto a la cárcel y se libró de la horca, por el respeto que el
rey tenía a su pueblo, y a su palabra.
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