sábado, 30 de marzo de 2019

EL TESORO OCULTO DE MEDINA AZAHARA

A la muerte del caudillo Almanzor, su hijo Abd al-Malik le sucedió en el poder sobre
los fundamentos políticos heredados de su padre. Por una parte, mantuvo en su trono
simbólico al débil califa Hixam II, recluido en Medina Azahara y sin ascendencia
ninguna sobre el gobierno, y, por otra, continuó sus campañas militares contra los
reinos cristianos con su potente ejército mantenido sobre fuerzas mercenarias. Abd
al-Malik gobernó desde 1002 hasta 1008, en el que murió repentinamente cuando
encabezaba una nueva razzia militar contra los reinos del norte. Muchos en Córdoba
pensaron que había sido envenenado por su hermano Sanchuelo, hijo también de
Almanzor, que tomó el relevo en el poder. El nuevo dictador, que tendría un reinado
efímero, sería conocido con ese nombre porque su madre era hija del rey de Navarra
Sancho Abarca. Con fama de depravado, borracho y libertino, irritó profundamente a
los cordobeses al exigir al califa Hixam II que le nombrara legítimo sucesor. Este y
otros abusos permitieron que uno de los parientes omeyas se alzara contra él y lo
mandara ejecutar el 5 de marzo de 2009. La fitna, o guerra civil cordobesa había
comenzado y se extendería hasta 1031, fecha en la que se dio por abolido el califato.
Una vez muerto el Sanchuelo, la inestabilidad política se acentuó, y aunque varios
golpes de estado se sucedieron, ningún poder logró asentarse, y todo fueron
incertidumbres, inseguridades y luchas. Hixam, que seguía aislado en Medina
Azahara, apenas si tenía conocimiento de estas luchas, rehén de su propia debilidad y
estulticia. Unos y otros utilizaban el nombre del califa y su legitimidad a su antojo,
mientras que la ciudad palatina, casi abandonada de sirvientes y soldados, apenas era
una sombra de los que llegó a ser apenas unas décadas antes. Hixam II incluso tuvo
que dejar el ostentar temporalmente el califato, aunque volvió a recuperarlo, en
apariencia al menos, desde 1010 hasta 1013, año en el que el aspirante Suleymán, con
su ejército de bereberes y la ayuda del rey Sancho de Castilla, se dispuso a atacar la
ciudad de Córdoba.
Comenzaba el mes florido, cuando el calor llegaba hasta el corazón de Al
Ándalus y las flores alcanzaban su máximo esplendor y belleza. Pero ni siquiera esa
explosión de primavera y vida logró alegrar el ánimo de la esclava Nuih, también
llamada el Jilguero por su carácter alegre y risueño y su excepcional talento para la
música y el baile. Almanzor, conocedor del carácter débil, enfermizo y depresivo de
Hixam, se la había regalado como esclava para alegrarle su reclusión en Medina
Azahara. Hixam, que no gustaba en demasía de la compañía íntima de mujeres, le
tomó cariño. Nuih llegaría a ser una especie de confidente del califa y siempre
permanecería a su lado, compadecida de la desdicha de su amo y señor. Mientras que
el resto de la corte lo mantenía apartado de la realidad, ella procuraba, aunque
suavizando los mensajes, comentarle lo que acontecía en la ciudad. Hixam, no
lograba comprender la gravedad de la situación. Su pariente Suleymán, al frente de
un poderoso ejército, se disponía a atacar Córdoba y, según decían los mentideros, a
destruir toda evidencia del antiguo poder califal.
Nuih intuía que Medina Azahara llegaba a su fin. La más hermosas de las
ciudades de occidente, la joya regalada por Abderramán, la perla de Al Ándalus, la
ciudad que nació para ser inmortal, tenía sus días contados. Y quiso advertir al califa
del fatal destino que le aguardaba.
—Señor, la situación es cada día más grave, Suleymán parece dispuesto a entrar
en Córdoba a sangre y fuego.
—No te preocupes, Nuih —le respondió indolente Hixam, tumbado sobre unos
cojines—. Ala nos ayudará. Nuestros generales defenderán la causa de los califas
legítimos.
—¿Nuestros generales? ¿Acaso creéis que os quedan hombres fieles? Los
militares se venderán al mejor postor, su voluntad girará al favor del más fuerte en
cada momento y vos no lo sois en estos momentos.
Nuih no quería ir más allá, decirle la verdad, contarle que los generales veían al
califa como un ser débil, como un pelele indigno heredero del gran Abderramán: lo
consideraban amortizado, una reliquia estéril, un trasto viejo que molestaba y que
había que retirar. ¿Acaso quedaba ni un solo de esos generales en Medina Azahara,
cuando la única presencia militar eran unos guardias de escasa graduación?
—Pero —insistió el califa, no queriendo reconocer lo desesperado de su situación
—, ¿y Córdoba? ¿Dejarán, acaso, los cordobeses caer su gran ciudad califal? Seguro
que no lo permiten y vendrán en masa a proteger estos muros.
—Sabéis que Córdoba jamás aceptó a Medina Azahara. Nunca la amó, la odió
desde el primer día, como una mujer a su rival. Abderramán abandonó el viejo
Alcázar para irse a su nuevo palacio en las afueras y eso Córdoba nunca podrá
perdonarlo. Ni un solo cordobés moverá ni siquiera el dedo meñique para salvarnos.
—Los califas somos también el poder religioso. Los rezos de las mezquitas se
hacen en nuestro nombre. Los religiosos nos defenderán, no permitirán que nos
ataquen a los representantes de Alá en la tierra.
—Los religiosos tampoco quisieron nunca a Medina Azahara, fueron sus
enemigos declarados desde el primer día. La consideraron un pecado de soberbia y
vanidad. Y vuestro abuelo, Abderramán, los despreciaba. Y los religiosos no pararon
hasta que consiguieron que Almanzor, por contentarlos, quemara los libros más
valiosos de la gran biblioteca que logró atesorar vuestro padre. Los ulemas no pararán
hasta ver la ciudad convertida en cenizas.
—¿Qué quieres decir con todo esto?
—Que estamos solos, perdidos, y que nadie nos salvará. Nuestro mundo ya se ha
acabado. Entre los guardias y sirvientes del palacio circulan viejas y extrañas
leyendas. Una de ellas versa sobre el maleficio de los cervatillos proferido por los
enemigos de Abderramán. La ciudad será destruida pronto, y la estirpe de los Omeyas
desaparecerá de Al Ándalus.
—¿Los cervatillos? Son preciosos e inofensivos. ¿Quién podría utilizarlos para
hacer el mal?
—Señor, dejemos las leyendas y los cuentos para las gentes del pueblo. No nos
queda mucho tiempo, debemos prepararnos para lo peor.
—No digas eso, no creo que nunca nos pase nada malo.
—Debemos huir a un país amigo, que cubra nuestro exilio. Quizás a algún reino
cristiano del norte. Y debemos poner a buen recaudo parte de los tesoros y el dinero
que aún atesoramos. Nos hará falta sin duda en el futuro.
—No pienso huir, Nuih. ¿Dónde iríamos? En ningún sitio estaremos mejor que
aquí. Nuih comprendió que insistir sería inútil. Hixam carecía del vigor físico y
psíquico preciso para plantear una huida. Pero algo tenía que hacer. El palacio se
despoblaba día a día mientras adquiría un aspecto fantasmal. Las ratas eran las
primeras en huir del barco que se hundía y ya quedaban muy pocos fieles. Pero el
palacio todavía albergaba algunas de las joyas y tesoros que Abderramán y Al Hakam
habían logrado atesorar. Aunque mermado frente a sus años de apogeo, el tesoro
califal era aún riquísimo. Nuih pensó que debía esconder parte de esas riquezas antes
de que los mercenarios bereberes de Suleymán las profanaran y expoliaran.
—Señor, he pensado que quizás debería ocultar parte de su tesoro, como medida
prudente, en precaución de que puedan robárselo. Si lo escondemos, siempre
podremos regresar y utilizarlo.
—Nuih, ¿dónde está tu optimismo? Hoy todo lo que me dices son signos de mal
presagio. ¿Quién va a osar a robar el tesoro del califato?
—Señor, os lo ruego, permitidme que salve parte de vuestras riquezas, quizás
algún día sean vuestra tabla de salvación.
—Pero si sales con el tesoro, todo el mundo lo sabrá, te seguirán y lo
desenterrarán para robarlo. Aunque te diera el permiso, no conseguirías ocultarlo.
—Puedo conseguirlo. Uno de los guardias es familiar mío. Aprovecharé sus
turnos de noche para ir sacando lo que yo misma pueda acarrear. En esta tarea no
puedo confiar en nadie.
—¿Y dónde lo ocultarás?
—Durante estas últimas semanas he paseado mucho por la sierra que nos rodea.
Cerca de aquí, encontré una antigua mina romana abandonada. Tiene una boca de
entrada muy pequeña, aunque después se ensancha en una sala. Se encuentra oculta
tras unas espesas zarzas y nadie pasa por allí. Daré varios viajes y cuando finalice,
tapiaré la entrada con piedras y barro. Ya tengo acumuladas bastantes. Una vez
sellada la mina, nadie podrá encontrarlo nunca, sólo vos y yo, señor. Os daré un mapa
que debéis guardar y que os permitirá en su caso localizar el tesoro.
—¿Estás segura de que realmente quieres hacer todo es? Podrían descubrirte y
acusarte de ladrona, y, entonces, ni siquiera yo mismo podría salvar tu cabeza.
—Señor, correré el riesgo. Haré cualquier cosa antes de permitir que todo se
desmorone. Al menos, el tesoro, no caerá en manos de esos salvajes.
—Estoy muy orgulloso de ti, Nuih. Toma la llave que abre todos los cofres de mi
tesoro personal. Haz como dices.
Durante unos días, Nuih preparó minuciosamente la operación. Esperó a que le
tocara el turno de guardia a su pariente, al que había prometido un brazalete de oro
por colaborar. Calculó que podría hacer, con suerte, tres viajes por noche desde
Medina Azahara hasta el escondite, cargada con un saco que ella pudiera acarrear.
Para salir de la ciudad, usaría los viejos pasadizos secretos, prácticamente
inutilizados, que conducían hasta una fuente oculta en la sierra.
Durante esos días de espera y preparación, la situación en Córdoba siguió
empeorando. Suleymán se acercaba a la ciudad, envalentonado por la superioridad de
sus fuerzas. Circulaban terribles historias de la ferocidad y salvajismo de sus huestes
bereberes y de su deseo expreso de asaltar Medina Azahara. Nuih era consciente de
que debía llevar a cabo su plan cuanto antes o de otra manera todo se perdería.
La noche acordada, Nuih se acercó sigilosa hasta la sala del tesoro, donde su
pariente custodiaba la puerta. A la señal convenida, y una vez comprobado que no
había nadie por los alrededores, Nuih entró en la sala, apenas iluminada por un candil
de aceite. Nerviosa, con los latidos del corazón amenazando con romper su pecho,
Nuih se dirigió a uno de los primeros cofres, que encontró repleto de monedas de oro
y joyas. Intentando serenarse, comenzó a rellenar el saco a dos manos. La luz de la
lucerna hacía refulgir el oro del tesoro y confería un aspecto fantasmal a la sala.
Sopesó el saco y determinó que ya tenía carga suficiente, no podía sobrecargarse si
quería dar los tres viajes previstos.
Caminó acelerada hacia la puerta, con la valiosa mercancía a sus espaldas, asomó
la cabeza y esperó a que el guardián le diera la señal de salida. Nadie la vio
desplazarse, sigilosa como la brisa del aire, hasta la entrada de los pasadizos que la
conducirían hasta las afueras de la ciudad. Cada ruido de aquel tenebroso pasillo
subterráneo, la atemorizaba. Una rata enorme le salió desde sus mismos pies y el
susto hizo que casi se le cayera la lucerna de la mano, lo que la hubiera dejado en la
más absoluta oscuridad. Pensó en regresar y en abandonar su arriesgado plan, pero
supo que si lo hacía, se arrepentiría el resto de sus días. Con paso inseguro continuó
atravesando aquellos lúgubres pasadizos hasta que logró salir por el otro extremo al
campo. Respiró tranquila; una gran luna llena iluminaba la sierra y su luz plateada le
permitió seguir sin dificultad la estrecha vereda que la llevaría hasta la mina
abandonada. Apenas se detuvo en ella, dejó el saco sobre una de las paredes y regresó
deprisa hacia la ciudad porque aún le quedaban dos viajes más antes del amanecer. En
su segundo saco portó más monedas, joyas relucientes y algunas piezas de marfil
ricamente tallado. En el tercero, ya muy cansada, apenas si pudo cargar con el saco
repleto con las piedras preciosas y collares de perlas que había recogido de otro de los
cofres. Tras descargarlo, tapó la entrada de la mina con ramas y regresó a la ciudad
justo cuando las primeras luces del alba comenzaban a colorear el horizonte del este.
Llegó tan cansada, que se tumbó vestida y dormitó hasta mediodía. Al levantarse se
arregló y procuró hacer su rutina diaria para que nadie sospechara de ella. La
precaución era ya a esas alturas innecesaria, porque el ánimo de las escasas personas
que aún se mantenían en palacio estaba tan revuelto e inquieto que difícilmente se
hubieran fijado en ella. Las primeras escaramuzas entre los soldados de Suleymán y
los defensores de Córdoba ya se habían producido en las mismas puertas de la ciudad
y el ataque final parecía inminente. En la noche segunda, Nuih volvió a repetir los
tres viajes hasta la mina, que dejó de nuevo cerrada con ramas. Al día siguiente, una
noticia inquietante corrió entre los servidores de palacio. Al parecer, las tropas de
Suleymán ya habían logrado penetrar en algunos de los arrabales orientales de la
ciudad donde estaban masacrando a la población e incendiando casas y mezquitas.
Pero entre todas las malas noticias que llegaban, una le inquietó especialmente.
—Se han visto soldados de Suleymán en los alrededores de Medina Azahara,
como si estuvieran calibrando sus defensas —le comentó una de las esclavas viejas
—. ¡A estas horas ya sabrán que está desprotegida! ¡Y dicen que han apostado
guardianes en lo alto de la sierra, para que nadie pueda entrar ni salir!
Nuih dudó sobre su salida en la tercera noche. Corría el riesgo de que la
prendieran los soldados de Suleymán. ¿Qué haría? Al final, decidió que repetiría sus
viajes y que clausuraría la mina. Quizás nunca más tuviera la oportunidad de salvar el
tesoro y no podía dejar pasarla.
—Nuih —le avisó su pariente el guardián cuando a la noche se disponía a entrar
en la sala del tesoro—. Ten mucho cuidado. Los enemigos están a las mismas puertas
de la ciudad, pueden sorprenderte.
—No lo harán. A última hora, te entregaré lo convenido.
—Hoy es mi último día de guardia, mañana me relevan. ¿Me lo puedes dar
ahora? No quiero que te pillen y quedarme sin nada.
Su primo la daba por muerta y quería cobrar el botín por adelantado. Nuih no
discutió. Entró en la sala, abrió varios arcones de los que llenó su saco de joyas y
eligió una gruesa pulsera de oro y rubíes. Pensó que sólo con la venta de aquella
pieza, podría vivir su primo y su familia toda una vida. Añadió media docena de
monedas de oro y se las entregó al salir.
—Muchas gracias, prima —le sonrió agradecido—. ¡Y ten mucho cuidado!
Nuih redobló su vigilancia al salir a la sierra. Procuraba andar sin hacer el más
mínimo ruido bajo los árboles, evitando los claros en los que la luna pudiera
delatarla. Tuvo suerte y no sufrió ningún contratiempo ni en el primer viaje ni en el
segundo. Al salir por última vez de la sala del tesoro, se despidió de su primo con un
fuerte abrazo, como si no fuera a volver a verlo nunca más. Hizo su tercer viaje hasta
la mina, y depositó dentro el noveno de los sacos. Los alumbró con el candil y supo
que, aunque se trataba tan sólo de una parte pequeña de los restos del tesoro califal,
se trataba de una grandísima fortuna. Pero no tenía tiempo que perder, debía sellar la
entrada antes que el día comenzara. Trabajó con ahínco superponiendo una piedra
sobre otra y sellándolas con barro. Cuando terminó, sonrió satisfecha. En unas
semanas estaría cubierta de hierba y nadie podría encontrarla jamás. Fue entonces
cuando le pareció escuchar un extraño sonido. Aguzó el oído y pudo reconocer los
pasos de varias personas que se acercaban. Por el metal de su suelas y el ritmo de su
caminar, supo que se trataba de soldados. A buen seguro sería uno de los
destacamentos de Suleyman que rondaban la ciudad. Se dirigían hacia donde ella se
encontraba. No supo que hacer. Aterrorizada, no se le ocurrió otra cosa que hacerse
un ovillo y tirarse al suelo, tras las zarzas que ocultaban la boca de la mina.
Afortunadamente, la lucerna estaba apagada, y la oscuridad fue su mejor aliada. Los
hombres se pararon al otro lado de las zarzas, tan cerca que podía oír sus
respiraciones primero, y su conversación, después.
—Cuando amanezca asaltaremos Medina Azahara —tomó la palabra el que
parecía dirigirlos—. No nos harán falta muchos hombres, la ciudad está
prácticamente desguarnecida, todos parecen haber abandonado a ese inútil del califa.
—Ya estoy deseando entrar en sus murallas. Mi espada está sedienta de sangre.
—Tenemos órdenes muy estrictas de Suleymán. Tenemos que llevarle vivo a
Hixam y trasladar lo que quede de tesoro hasta Córdoba.
—Hixam en un cobarde —se rió otro de los hombres— se cagará de miedo
durante el traslado. ¿Qué hará Suleymán con él?
—No lo sé. Matarlo, probablemente.
Nuih no daba crédito a lo que escuchaba, sus peores temores parecían
confirmarse. Los soldados siguieron su marcha, con sus pasos cadenciosos y
marcados. Nuih aguantó todavía un buen rato escondida, temerosa de ser descubierta
al salir. Pero no podía dilatarse demasiado, tenía que avisar a Hixam. Quizás, con
suerte, todavía pudiera escapar. Al rato, salió de su escondite y corrió de regreso al
pasadizo. La luz del amanecer permitía seguir la senda que tan bien conocía. Las
prisas y los nervios la hicieron caer dos veces al suelo y las ramas arañaron su rostro
hasta hacerlo sangrar. Con el vestido rasgado llegó a la entrada del pasadizo.
Encendió la lucerna que había dejado guardada y se adentró en la oscuridad hacia el
palacio. Todavía tenía tarea que hacer antes de devolverle la llave de los cofres al
califa. No se cruzó con nadie en el camino hasta sus aposentos. Un denso y extraño
silencio, una calma quieta y transparente, parecía presagiar la tragedia que se
avecinaba. Sin asearse ni cambiarse siquiera, cogió él un viejo pergamino alisado que
contenía el plano hasta la mina. Lo había dibujado días atrás con detalle suficiente
como para que Hixan pudiera localizarlo si algún día le hiciera falta. Se lavó como
pudo la sangre de la cara y salió con sus andrajos en busca del califa; no tenía tiempo
que perder.
—Ha bajado al Salón del Trono —le indicó uno de los guardianes de su palacio.
Nuih aceleró su paso. Tenía que llegar cuanto antes hasta él. Justo cuando pasaba
delante del Palacio de los Visires, le pareció escuchar gritos junto a la puerta de los
Nogales. No tardó en comprobar que eran los avisos de alarma. El ataque a Medina
Azahara había comenzado. Rompió a correr, cruzándose en el camino con otros
residentes de la ciudad que corrían aterrados sin destino ni sentido. Todos gritaban y
pedían clemencia a un Alá que en aquellos momentos parecía remoto y ajeno.
Jadeando, llegó hasta el Salón del Trono de Abderramán, el salón ricamente decorado
en el que el abuelo del califa recibiera un día las grandes embajadas que llegaban
hasta Córdoba. Los guardias del edificio habían corrido hasta la zona donde se
libraba la batalla, dejándolo desguarnecido. Nuih entró en las penumbras del Salón,
que no tenía ninguna lámpara encendida. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la
tenue oscuridad del Salón. Avanzó unos pasos y entonces lo vio. Hixam II, vestido
con sus mejores galas, se encontraba sentado sobre el trono califal, conformando la
patética imagen de un rey sin gobierno ni poder. Nuih se acercó hasta él.
—Señor, debemos huir, los hombres de Suleymán han comenzado el asalto.
Podemos utilizar los viejos pasadizos, conozco bien la sierra y quizás podamos
ocultarnos en el bosque.
Hixam, con la mirada perdida en el vacío, abstraído y absorto, tardó en responder.
—¿Sabes, Nuih? Eres la única persona fiel que me queda. Tenías razón cuando
me advertiste de que todo me dejarían solo. Me han abandonado como un perro, se
han reído de mí, me han humillado, han utilizado mi nombre.
—Señor, no tenemos tiempo de lamentaciones. Tenemos que huir.
—No huiré. Por primera vez en mi vida, me portaré como un valiente. Por eso
espero a los invasores con mi dignidad de califa. Moriré, pero moriré como un rey.
Hixam, al gritar las últimas palabras se levantó con energía y alzó su puño al aire.
Enseguida se desinfló y se dejó caer de nuevo sobre el sillón del trono.
—¿Tú también me has considerado como un pelele, Nuih?
—Siempre os he tenido en gran estima señor. Sois una víctima de políticos
malvados y ambiciosos como Almanzor, que se aprovechó de que apenas erais un
niño cuando se os nombró califa. Si escapamos, todavía podréis retomar el poder y
ejercerlo con autoridad y justicia. Pero no tenemos tiempo que perder, señor. Si os
quedáis aquí os matarán y vuestro sacrificio será en vano.
—No huiré Nuih. Moriré aquí, como hubiera hecho mi abuelo Abderramán.
Al comprobar que de nada valdrían sus súplicas, Nuih se acercó hasta él para
entregarle lo que portaba bajo sus ajadas vestimentas.
—Señor, os devuelvo la llave del tesoro. He sacado piezas de algunos cofres, sin
vaciar ninguno por completo. Si los de Suleymán llegan a saquearlo, nunca
averiguarán que hemos sustraído una parte de las riquezas. He escondido el tesoro en
una mina tapiada. Aquí os entrego el pergamino de su localización.
—Dame la llave de los cofres. El mapa no puedo aceptártelo, si lo encuentran
conmigo tu esfuerzo no habrá servido de nada.
Nuih, con las lágrimas saltadas, le entregó las llaves y volvió a esconder el
pergamino bajo su vestido. Hixam tenía razón. Si lo capturaban, los de Suleymán
encontrarían la llave con la que abrirían el tesoro. Lo verían todo normal, y no
sospecharían de la sustracción. Pero si descubrían el mapa, todo se habría perdido.
Unos gritos llegaron hasta ellos. Ya se luchaba dentro del recinto de Medina Azahara,
los invasores habían logrado violar la muralla y enseguida llegarían hasta el Salón del
Trono.
—Nuih, retírate, quiero aguardarlos solo. Sálvate tú, ahora que puedes.
—Señor, me quedaré con vos.
—Vete, por favor.
—Por vez primera os voy a desobedecer, señor.
Guardaron silencio. Los gritos y los choques de espadas se acercaban con rapidez.
Sin duda, los asaltantes ya sabían que el califa se encontraba en el Salón Rico y
venían en su busca. Todo tocaba a su fin.
Cuando los primeros soldados hicieron su aparición en las puertas del salón,
Hixam se levantó con dignidad y mirando a los ojos a Nuih, le dijo:
—Quiero que te sientas orgullosa de mí. Demostraré que no soy el cobarde que
todos creen. Muchas gracias por todo, Nuih.
—¡Allí hay alguien, está de pie delante del trono! —gritó el primero de los
asaltantes—. ¡Vamos a por él!
Varios soldados, con las espadas manchadas de sangre, se acercaron cautelosos
hacia el trono. Temían ser víctimas de una emboscada o de un engaño. Ninguno había
visto nunca al califa, por lo que no podrían reconocerlo.
—¿Quién eres? —preguntó con voz amenazante el capitán.
—Soy vuestro señor, el califa de Al Ándalus —exclamó con voz serena y altiva
Hixam—. Os ordenó que depongáis las armas de inmediato.
El capitán, ante la autoridad que emanaba la respuesta del califa, pareció dudar
por unos segundos. Nuih, que observaba la escena, no pudo evitar experimentar un
hondo sentimiento de satisfacción. El gran Abderramán, quizás por vez primera en su
vida, se hubiera sentido orgulloso de Hixam.
—Capitán, aquí tenemos a esta mujer, ¿qué hacemos con ella?
—Expulsarla de aquí, que no moleste. No estamos para pedigüeñas ahora. ¿No
habéis visto sus ropas? Una princesa, desde luego, no es.
Empujaron a Nuih hacia el exterior, mientras se escuchaba la fuerte voz del
mando militar que se dirigía a Hixam.
—Estáis acusado de traición. Debo prenderos y conduciros ante mi señor
Suleymán.
—Suleymán no es más que un impostor. Yo soy el único y verdadero poder de
Córdoba.
No lo dejaron hablar más. Lo rodearon y lo empujaron con suavidad hacia la
puerta. El califa no se resistió y los siguió con paso altivo y seguro. Nuih, que estaba
fuera, lo vio salir, soberbio, rodeado de soldados que no se atrevían ni siquiera a
tocarlo. El capitán lo cacheó y le retiró una pequeña daga y la llave del tesoro real. Al
retomar el camino, Hixam alzó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de Nuih, que
se estremeció al verlo. El orgulloso brillo de los ojos del califa mostraba una radiante
felicidad: por primera y única vez había sabido comportarse como un califa.
A partir de ese momento, todo se precipitó. Los soldados mataron y degollaron a
todo el que se les opuso, saquearon las riquezas de palacio y lo incendiaron. Nuih,
que había logrado salir ilesa por los viejos pasadizos, no podía apartar la mirada de la
gran hoguera en la que se había convertido Medina Azahara. Al atardecer, los rojos
rescoldos apenas si destacaban entre el rojo encendido del crepúsculo. Entonces
Nuih, rompió a llorar sin consuelo. Había sido testigo de la destrucción fatal de las
más hermosas de las ciudades sin poder hacer nada para salvarla. Con cautela, bajó
hasta Medina Azahara y arrojó el pergamino del mapa sobre uno de los muchos
fuegos que aún quedaban vivos. Salvo ella, nadie podría saber jamás dónde había
ocultado el tesoro.
Al día siguiente, hambrienta, sucia y envuelta en harapos, Niuh se desplazó a
Córdoba en busca de noticias sobre Hixam. Tras cruzar la puerta de Almodóvar, se
dirigió rauda hacia el Alcázar califal. Había escuchado que Suleymán tenía a su señor
apresado allí. La matanza en la ciudad también había sido terrible, muchas casas aún
humeaban y las mujeres buscaban desconsoladas a sus maridos e hijos entre las pilas
de cadáveres que se amontaban en las calles. Nuih pasó como un fantasma entre
ellos, sin detenerse a contemplar los dramas con los que se tropezaba. Cuando llegó
hasta las murallas del Alcázar, rompió a cantar. Tenía la esperanza de que su voz
llegara hasta Hixam y pudiera llevarle algo de felicidad a su corazón desdichado.
Cantó con todas sus fuerzas, dejando jirones de su alma en cada verso, en cada
estrofa. Desgraciadamente, Hixam nunca llegaría a escuchar la dulce voz de Nuih, su
jilguero. Al amanecer, unos verdugos le habían cortado la cabeza y lo estaban
enterrado con precipitación bajo un gran álamo junto al río. Pero eso, Nuih no lo
podía saber. Y cantó y cantó con más fuerza, con más emoción, con mayor amor. Un
coro de curiosos la fueron rodeando. ¿Quién podía ser esa pordiosera con esa voz de
artista consumada? Al llegar la tarde, Nuih seguía cantando, agotada, casi sin voz.
Llevaba dos días sin comer, pero ni se le pasó la cabeza por la cabeza abandonar la
muralla del Alcázar. Hixam le había demostrado en última instancia como se
comportaba un califa, ahora le tocaba a ella corresponderle como una reina. Agotada,
se sentó, pero siguió cantando hasta desfallecer. Murió junto a la muralla, susurrando
melodías ininteligibles, cuando Hixam ya llevaba enterrado dos días. Unos
funcionarios recogieron su cadáver y confundiéndola con una pordiosera sin casa ni
familia, decidieron enterrarla bajo un gran álamo junto al río. El destino quiso que
Hixam y Nuih reposaran juntos bajo tierra, él convertido en verdadero califa, ella en
reina y señora.
A su muerte, comenzó a extenderse una extraña leyenda que ha llegado hasta
nuestros días y que habla de un tesoro califal oculto en una cueva cercana a Medina
Azahara. Y dice la leyenda que sólo una niña enamorada podrá encontrar las riquezas
enterradas. Será en el mes de las flores, una vez pasados más de mil años, cuando un
liviano y colorido jilguero conducirá con sus vuelos primaverales a la muchacha
hasta su puerta tapiada. El mundo entero se asombrará, entonces, de la riqueza de
aquellos omeyas cordobeses que soñaron audaces con una ciudad imposible.

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