sábado, 30 de marzo de 2019

La torre de don Fadrique (Leyenda)

El muy alto y poderoso rey don Fernando III llamado el Santo, había estado
casado en su mocedad, con la reina doña Beatriz de Suabia, de ilustre estirpe europea,
emparentada con las principales casas reinantes de su época. Fue doña Beatriz de
Suabia modelo de prudencia y virtud, y dio al rey varios hijos, siendo el primero de
ellos el príncipe don Alfonso, llamado el Sabio, y que después de la muerte de san
Femando ocuparía el trono de Castilla y León con el nombre de Alfonso X el Sabio, y
el menor el infante don Fadrique.
Pero ocurrió que doña Beatriz de Suabia había muerto, y el rey san Fernando, por
consejo de sus ministros y prelados contrajo nuevo matrimonio, encontrándose ya en
edad mayor, con casi cincuenta años. Esta segunda boda tenía principalmente
finalidad política, pues se trataba de entablar relaciones de amistad con Francia, a
cuya familia real pertenecía doña Juana de Ponthieu, que así se llamaba la dama
elegida para desposar con Fernando III.
La diferencia de edad entre el rey y su nueva esposa era demasiado grande, pues
ella apenas contaba diecisiete años. Vino a Castilla con gran acompañamiento, que se
despidió y volvió para Francia tan pronto como dejaron a la bella, rubia, y
jovencísima Juana, casada con el monarca español, en Toledo.
Poco después el rey ponía en marcha sus tropas para conquistar Córdoba, y más
tarde Sevilla.
Las campañas tuvieron al rey alejado de la reina, y más aún sus continuos
ejercicios de piedad, pues no en vano se le apellidaba con el sobrenombre de «El Rey
Santo» aún mucho antes de su muerte y canonización. Y aunque por cumplir como
caballero y cristiano se acercó a ella algunas veces, fue solamente por obligación de
débito conyugal, así que la joven reina tuvo unos hijos, más como austero deber que
como placer matrimonial, y sin haber llegado a gustar las verdaderas mieles del
matrimonio.

Así las cosas, el rey san Fernando la trajo a Sevilla, terminada la campaña y se
aposentaron a vivir en el Alcázar, donde entre las preocupaciones del gobierno, las
continuas ejercitaciones piadosas, la enfermedad que había contraído al pasar el
Guadalquivir por Lora del Río, y de la que nunca se repuso, tampoco prestó
demasiada atención a la reina. De ella apenas sabemos más sino que recibió rica dote
de las ganancias del repartimiento de Sevilla, y que asistió a los últimos momentos
del rey cuando éste murió cuatro años después, tal como la vemos con el rostro
cubierto con un velo, en el célebre cuadro titulado La comunión de San Fernando, en
que se ve al rey moribundo recibiendo el Viático, pintado por Virgilio Mattoni, en el
Museo Provincial de Bellas Artes.

Las postrimerías de San Fernando, expuesta en el Alcazar de Sevilla. (Obra de
Virgilio Mattoni).

Así pues, doña Juana de Ponthieu quedó viuda, joven, bella, lozana, sin haber
sabido realmente lo que es tener un marido. Y tras los funerales de san Fernando se
encontró viuda, sola en el Alcázar, sin más compañía que sus doncellas y sus pájaros
de cetrería, halcones peregrinos, gavilanes y neblíes, con los que se distraía en cazar,
echándolos a volar desde su guante de cuero, al azul cielo sevillano, paseando por los
jardines del Alcázar, y por la Huerta del Retiro que daba adonde hoy están los
Jardines de Murillo.
Poca compañía para una viuda, joven y bella, que no tenía parientes en Sevilla,
porque su única familia eran los senescales de Borgoña, y sus hermanas y primas que
estaban en la corte de Francia.

Para acentuar su soledad, sus hijos aún pequeños, tenían que estar separados de
ella, educándose con arreglo al uso castellano, en manos de ayos y amas, sin más
relación con la madre que darle un beso cada noche a la hora de irse a acostar.
Ocurrió que cierto día vino al Alcázar el infante don Fadrique, hijo de san
Fernando, y por tanto hijastro de doña Juana. Este don Fadrique tenía la misma edad
que ella, pues debía andar por entre los veinticinco y veintiséis años. Nunca había
residido en Sevilla porque andaba mandando tropas por la frontera de los moros de
Málaga y Granada. Había llegado a Sevilla, y se consideró obligado por el protocolo,
a acudir a presentar sus respetos a la reina viuda.
La encontró en el jardín, dedicada ella como solía, a cazar palomas con su halcón
favorito. Don Fadrique elogió al bello halcón:
—Estos pájaros son más hidalgos que muchos ministros de los que gobiernan el
reino con mi hermano el rey Don Alfonso.
—No digáis esas cosas, infante. Pueden oíros y se disgustaría el rey.
—No hablo en broma, señora. ¿No sabéis que en Castilla los halcones son
considerados como hidalgos? ¿No habéis oído nunca el refrán: «Más hidalgo que un
halcón»? Estas aves ¿no habéis notado con qué honor cazan?
Doña Juana rió:
—No os entiendo, infante. No sé qué queréis decir con esas palabras de «cazar
con honor». No sé diferenciar esos matices en la caza.
—Pues si queréis, señora, os invitaré a cazar, pero no aquí en la ciudad, porque la
verdadera caza no consiste en matar los palomos de las azoteas de los vecinos con
vuestro halcón. Hay que salir a campo abierto, y mejor cerca del río, donde se posan a
beber las aves.
Al día siguiente, la reina viuda salió con el infante don Fadrique a cazar junto al
Guadalquivir. La sorpresa cundió en el Alcázar porque no era costumbre que una
reina viuda se entregase a paseos sino solamente a rezar.
Pero las salidas, a pesar de las mal disimuladas críticas, continuaron.
Empezó el invierno, que aquel año 1253 fue muy riguroso, y la caza en la orilla
del río se hacía difícil por lo frío y desapacible del clima.
—Pues bien, construiré una torre asomada al río, donde podréis cazar a vuestro
sabor, y teniendo cerca un fuego —dijo el infante.
Y mandó inmediatamente poner manos a la obra. A quienes preguntaban, les
respondía invariablemente:
—Es una torre para la defensa del lado norte de la ciudad. Es el único sitio
vulnerable de Sevilla, porque los otros costados están el Tagarete, el Guadaira y el
Guadalquivir, pero en el frente Norte queda el campo más abierto.
No fue muy convincente esta afirmación del Infante para quienes entendían de
estrategia militar, y así sus otros hermanos don Fernando y don Enrique acudieron a
quejarse al rey don Alfonso X.
—Nuestro hermano está construyendo una torre defensiva. ¿Qué defensa cabe
con una torre que está situada dentro de murallas? Si se hiciera más allá en la esquina
de la Almenilla, o afuera de la Macarena sería cosa de creer. Pero donde la hace no
tiene utilidad ninguna para la defensa. Y, ¿sabéis lo que susurran los escuderos y
camaristas del Alcázar…?
Pero el rey don Alfonso X, como Sabio, les mandó callar.
—Prohíbo que nadie ose hablar otra vez de esta cuestión. Don Fadrique es
vuestro hermano, y solamente yo puedo juzgarle, como rey y como hermano mayor.
Y si no lo he hecho, no podéis vosotros ni entrar ni salir en esto.
Sin embargo el rey, que era comprensivo y no ignoraba que aquellas cacerías eran
paseos amorosos, y aquella torre un nido de amor, aunque lo disimulaba, con el fin de
no autorizar con su presencia aquellos amores, y evitar las murmuraciones de sus
nobles, optó por trasladar la Corte a Toledo, donde estableció en el Alcázar viejo,
situado en lo que hoy es el Paseo del Miradero de aquella imperial ciudad, el
observatorio astronómico donde personalmente y con ayuda de los sabios Rabí Ben
Zagut, y Rabí Zag, verificó las observaciones que le sirvieron para escribir y diseñar
sus famosísimas Tablas Alfonsíes y Libro del Saber de Astronomía.
Pero aunque la mayor parte de la nobleza se trasladó a Toledo, una gran hostilidad
seguía entre la nobleza que había quedado aquí, contra la reina y el infante, pues la
severa y piadosa nobleza sevillana no podía admitir ni que la reina viuda se volviera a
casar, ni tampoco, que tuviera amores secretamente. Y formando causa común con
los grandes señores, el pueblo bajo se sumó a una guerra sorda contra los amantes.
Cuando la reina, acompañada del infante don Fadrique, o sola con sus criadas y
escuderos salía del Alcázar, para dirigirse a la Torre de don Fadrique, a su paso por la
calle de Placentines, o por la de Mercaderes o Francos y por la calle de los Monteros
(después se llamó Colcheros y hoy calle Tetuán) para enfilar la calle del Amor de
Dios, como obedeciendo a una orden se cerraban las puertas y las ventanas de todas
las casas antes de que llegase a su altura la reina, con el más ostensible desaire.
Pero todavía fue más grave lo que sucedió el día 24 de junio de 1255 en que con
motivo de celebrarse el día del santo de la reina, que era el día de san Juan, se
enviaron desde el Alcázar invitaciones para más de doscientos convidados, caballeros
y maestres de las órdenes, priores de los conventos, y cuanto de nobleza o de
representación había en Sevilla. Pero ni uno solo de los convidados acudió al
banquete. La reina doña Juana, pálida de ira aguardó en el salón del banquete, ante la
larga mesa repleta de viandas durante más de una hora. Al fin, abandonó el salón, se
dirigió a sus habitaciones, y ordenó a su camarista:
—Recoged todas mis ropas y mis joyas y guardadlas en los cofres. Dad mis
órdenes a las ayas para que preparen mis hijos para un viaje. Nos vamos a Francia.
En vano intentó consolarla el infante don Fadrique con desesperación de
enamorado.
—No, don Fadrique. Ni la religión ni la sociedad consienten nuestro amor. Ni
autorizan que nos casemos, ni que nos amemos sin casarnos. Ante lo imposible y lo
irremediable no hay más remedio que darse por vencidos.
Aquella misma tarde, doña Juana, sin apenas escolta ni séquito, se dirigió desde el
Alcázar a la Barqueta, en donde en aquel entonces estaba el embarcadero real, al pie
del convento de San Clemente, en donde se encontraba atracada la falúa o barco de la
familia real. La falúa ya estaba preparada con sus remeros y cómitre, para dirigirse,
con vela y remos, hacia Cádiz, donde doña Juana embarcaría para Francia.
Al surcar la falúa el río, aguas abajo, la reina doña Juana dirigió una última
mirada con los ojos llenos de lágrimas, hacia la torre de don Fadrique, la torre que
durante tres años había sido el nido de sus amores. Llorando amargamente hizo una
señal con su pañuelo en dirección a la torre, en cuyas almenas don Fadrique, también
con los ojos anegados en llanto, le hacía una señal de adiós con la mano.
Parece ser que éste fue el motivo de que poco después el rey don Alfonso X el
Sabio, obligado por el clero y la nobleza, autorizó un proceso contra don Fadrique,
acusado de haber ofendido el decoro real, al tener amores ilícitos con la viuda del rey
san Fernando. De resultas del cual don Fadrique fue sentenciado a muerte, y
ejecutado en Toledo.

Desde entonces la Torre de don Fadrique no volvió a ser usada, ni como defensa
militar, que nunca lo fue, ni con ninguna otra finalidad. Y ahí está, en la calle Santa
Clara, hermosísima muestra del arte románico y el gótico, sin que al cabo de
setecientos años se la haya vuelto a utilizar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario