domingo, 31 de marzo de 2019

Las «vapulaciones» o penitencias sangrientas en las procesiones del siglo XVIII

Tanto en nuestra capital como en Fuentes de Andalucía, La Campana, Arahal,
Marchena, Montilla y otros pueblos andaluces, existía la costumbre de que los
penitentes e incluso los simples nazarenos de las cofradías, se azotasen en público,
durante las procesiones. Unas veces la flagelación la hacían por sí mismos, llevando
unas disciplinas hechas con cuerdas de cáñamo, en cuyas puntas se habían fijado
abrojos de hierro, o bien azotes hechos de hilo blanco, finamente trenzado, que por su
finura fácilmente rasgaba la piel de la espalda, arrancando sangre. También usaban la
«almeta», que era una especie de raqueta de madera revestida de pez en una de sus
caras y a cuya pez se fijaban menudos trozos de vidrio puntiagudos.
Algunos penitentes, en vez de azotarse por su propia mano eran azotados por un
compañero.
También se usó la llamada «cerote» o pelota de cera amarrada con una cuerda de
hilo. Esta pelota de cera llevaba clavadas unas puntas de hierro, y el disciplinante la
volteaba con la cuerda y la dejaba chocar contra su espalda una y otra vez.
Muchos disciplinantes iban en la procesión con la espalda descubierta y la cara
tapada con un lienzo blanco.
Habiéndose mezclado a la devoción y penitencia cierta vanidad y jactancia de
demostrar mayor hombría haciéndose más sangre, los disciplinantes recurrían a
arbitrios sorprendentes y muchas veces brutales. Cuenta Eduardo Caballero Calderón
en su libro Ancha es Castilla, que los antiguos disciplinantes estudiaban la manera de
salpicar la sangre en la dirección que deseaban, y cuando pasaban por la calle en la
procesión, si veían a su novia o a su cortejada, procuraban hacer ante ella cierta
gallardía que consistía en azotarse de lado, a fin de que le salpicase a ella alguna gota
de sangre en el vestido, lo que se estimaba como una exquisita y gallarda galantería.
En la disertación del doctor don Valentín Nicomedes González y Centeno ante la
Real Academia de Medicina el 21 de marzo de 1776, publicada con el título de «Los
graves perjuicios que inducen a la salud corporal las vapulaciones sangrientas», dijo
el citado médico que él mismo fue testigo de ver saltar alguna vez fragmentos de piel
y músculo; en otras ocasiones asistió a pérdidas cuantiosas de sangre. Algunos, para
dar más sangre, se comprimían con una faja angosta la cintura, y a este artefacto
llamaban la «pritina» del azote.
La curación de las heridas provocadas por el azote se hacían en algunos lugares
en las casas, y en otros, como en Marchena, en medio de la callé, donde habían
preparado un caldero de vino caliente con cocimiento de romero. Se exprimían las
heridas para extraer de ellas los trozos de vidrio que se hubieran quedado y se ponían
fomentaciones de aquel vino caliente, y encima se aplicaban unos lienzos empapados
de aceite.
La disertación del doctor Nicomedes Centeno fue acogida con gran reprobación y
dos personalidades ilustres sevillanas, el presbítero y médico don Francisco de
Buendía Ponce, contestó criticando dicha disertación, extrañándose de que tales
disciplinas sean perjudiciales, estimándolas como un acto de piedad con grandes
efectos espirituales y edificantes. El padre Hipólito, rector del Colegio de San Acasio
y religioso agustino, también respondió defendiendo las vapulaciones sangrientas
como una práctica útil y piadosa.
Todavía un año después, el padre Hipólito volvió a presentar un escrito crítico en
la Academia de Medicina, insistiendo en que las vapulaciones sangrientas «se deben
permitir, ya sean públicas u ocultas».
Sin embargo, estas ideas ya estaban evolucionando, y la Iglesia, que siempre ha
sabido perfeccionar sus prácticas y ponerlas al ritmo de los tiempos en cada época,
como ahora hemos visto en el Concilio Vaticano, prohibió poco después aquellas
flagelaciones públicas, de los que llamaron «hermanos de sangre» de nuestras
cofradías
Cerraremos este capítulo, remitiendo al curioso lector que desee conocer más por
extenso este curioso tema, el artículo publicado en el número 100 del «Boletín de las
Cofradías», mucho más detallado y erudito, y escrito por el ilustre médico sevillano
don Antonio Hermosilla Molina.

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