Durante un año entero resistió Mérida a los ataques de los musulmanes. Ya éstos
se habían quitado la careta, y habían expresado rotundamente que aunque los de
Witiza creyeran que habían venido a ayudarles, en realidad habían venido a
conquistar España para hacerla dominio del califa de Damasco.
Los hijos de Witiza, que intentaron obligar a Tarik a retirarse a Marruecos,
pagándole el estipulado precio por su intervención, fueron presos y ejecutados, y el
conde don Julián, gobernador de Tánger, que era quien había facilitado a los moros
sus buques para pasar el Estrecho, viendo que la presunta ayuda se había convertido
en invasión y usurpación, huyó a Sevilla, y se dirigió hacia el Norte, intentando huir a
Francia, pero fue muerto por los moros cuando iba a pasar los Pirineos. Murió
empalado.
Los musulmanes venían al mando de dos jefes: Musa Ben Nasair, a quien
vulgarmente se suele llamar Muza, y Tarik. Muza era el gobernador o walí de todo el
Mogreb, mientras Tarik era solamente jefe militar. Entre los dos había roces,
rivalidades, y una sorda lucha. Tarik aspiraba a desbancar a Muza, y ocupar su cargo.
Muza ordenó que el ejército musulmán se dividiera en dos, enviando uno al
mando de Tarik a conquistar Toledo, y el otro al mando de su hijo Ab-del-Azziz Ben
Musa, a conquistar Mérida.
Por fin, tras el larguísimo asedio, Mérida capituló, y Egilona, viuda de don
Rodrigo, y sus nobles y prelados, fueron conducidos a Sevilla. Pero Egilona era joven
y bellísima, y no le fue difícil atraer la admiración y el amor de Ab-del-Azziz, el cual
la hizo su esposa, en vez de su prisionera.
Mientras tanto, Don Pelayo, de quien ya sabemos que había estado enamorado de
doña Egilona, y el cual ignoraba que ella se había casado con Ab-del-Azziz,
maduraba en Asturias sus planes. Vendría al Sur, sublevaría a los andaluces, cortaría
la retirada del ejército árabe, y atacando por sorpresa en varios puntos, exterminaría a
los invasores antes de que pudieran rehacerse, y así podría reconstruir el imperio
visigodo, reponer a doña Egilona en el trono de su difunto esposo don Rodrigo, y
quizá casarse con ella.
Pero todas sus ilusionadas esperanzas se vinieron abajo, cuando al llegar a Sevilla
comprobó que doña Egilona se había casado con el príncipe árabe, y había tomado el
nombre arábigo de Ommalissan.
Don Pelayo, que hasta entonces se había considerado a sí mismo como un simple
conde y cuyas aspiraciones al trono eran simples ilusiones fundadas sobre un amor y
un posible enlace matrimonial, ahora al ver que Egilona había traicionado a la noble
estirpe de los godos, decidió ser rey, pero no por matrimonio sino por su propio
esfuerzo, y sin esperar más emprendió el regreso a Asturias, donde poco después se
reunía con sus partidarios, y se hacía reconocer por ellos como rey, iniciando la
Reconquista.
Egilona, o mejor dicho Ommalissan, aunque casada con el príncipe Ab-del-Azziz,
no estaba satisfecha, pues al fin y al cabo él, aun siendo príncipe de la sangre de los
Omeyas, no era rey, ni siquiera tenía probabilidades de serlo, pues España era una
simple colonia del Califato de Damasco, igual a otras colonias como Marruecos,
Túnez, Argelia o Libia. Entre más de treinta nietos del califa de Damasco,
Ab-del-Azziz no tenía ni remotas posibilidades de ocupar aquel trono. Lo más que
podría pretender, y aun esto con dificultades, sería heredar pasando el tiempo, el
cargo de gobernador que ejercía su padre.
Para Egilona, acostumbrada a ser reina del imperio visigodo, que abarcaba
España, Portugal y el sur de Francia, era demasiado poco su actual puesto, así que
empezó a maquinar el que su esposo Ab-del-Azziz se atreviera a más altas
ambiciones. Cierta noche, en el apartado salón del Alcázar, que les servía de alcoba,
Egilona, Ommalissan la de los lindos collares, al desnudarse y quitarse sus joyas,
cogió un collar de oro, y jugando hizo que su esposo se arrodillase ante ella, y le puso
alrededor de la frente el collar, como una corona, diciéndole: «No seas más un oscuro
príncipe, y un simple alcaide de Sevilla, a las órdenes del emir de Córdoba, y del walí
de Mogreb, y del califa de Damasco. Atrévete a ser rey. Si tú quieres, yo hablaré a mi
pueblo, y tú serás el rey de los visigodos».
Los historiadores al llegar a este punto, coinciden en que una criada que lo oyó,
fue a denunciar el hecho ante Tarik, el cual enemigo como era de la familia Muza,
envió una denuncia formal al califa de Damasco, acusando a Ab-del-Azziz de
maquinar, junto con Ommalissan, una traición contra el califa, y una sublevación para
hacer independiente España del Califato.
El califa, temeroso de estas novedades, que si se realizaban podían disolver el
gran imperio árabe en pequeños reinos, envió a Sevilla urgentemente a dos príncipes
omeyas, primos de Ab-del-Azziz, con órdenes severísimas de darle muerte sin que
pudiera hablar con nadie, por si tenía partidarios, que no pudiera alertarlos.
Los dos primos llegaron de noche a Sevilla, y se dirigieron a la mezquita, donde
el alcaide Ab-del-Azziz, tenía que hacer sus oraciones al amanecer. Ocultos detrás de
las columnas esperaron su entrada, y en el momento en que Ab-del-Azziz se
arrodillaba para hacer la oración, salieron de su escondite, y le atravesaron con sus
espadas. (No aclaran las crónicas si este suceso sangriento ocurriría en la mezquita
situada en lo que hoy es la iglesia del Salvador, o en otra mezquita, fuera de murallas,
en la calle Oriente, quizá donde está el templete de la Cruz del Campo).
Seguidamente los dos príncipes omeyas publicaron en Sevilla la noticia de la
muerte de Ab-del-Azziz, y la amenaza de muerte contra todo el que intentase
desobedecer la autoridad del califa de Damasco.
La cabeza de Ab-del-Azziz fue embalsamada con alcanfor, y envuelta en un paño,
enviada al califa de Damasco.
Respecto a Ommalissan la de los lindos collares, fue detenida en el Alcázar, y los
mismos primos de su esposo le dieron muerte estrangulándola. Su cadáver, arrojado
al muladar de la ciudad, junto a la actual calle Arjona, fue devorado por los perros.
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