sábado, 30 de marzo de 2019

La inquisición de Sevilla

Si camináis por la calle Castilla en dirección hacia el Altozano, antes de llegar al
mercado de Triana, os encontraréis a mano izquierda con un estrecho callejón,
cerrado con una cancela de hierro y sobre el que hay un rótulo que dice: «Callejón de
la Inquisición».
Si marchamos por el Puente de Isabel II hacia Triana, os asomáis por la barandilla
de vuestra derecha, veréis al pie del mercado trianero, y de las casas que le siguen,
algunos arcos labrados en el muro, cuya sólida factura da a entender una gran
antigüedad y el haber servido en tiempos pasados para algún castillo o fortaleza. Son
los vestigios del castillo de la Inquisición.
El Callejón de la Inquisición, recuerdo de la prisión que en el Castillo de Triana tuvo
el siniestro tribunal.
¿Qué fue la Inquisición? Mucho se ha escrito sobre ese tribunal, mitad religioso y
mitad político, que existió en España, desde 1482 hasta los primeros años del siglo
XIX. Se ha escrito muchas veces en contra, pintándolo como un organismo siniestro y
tenebroso; y otras veces se ha escrito en su defensa, presentándolo como un benéfico
instrumento al servicio de la religión y de la patria. Procuremos no pecar en más ni en
menos, y describir los hechos lo más escuetamente posible, sin ninguna parcialidad.
El tribunal de la Inquisición, o Consejo de la Suprema, como se le llamó también,
fue fundado el 11 de febrero de 1482 por los Reyes Católicos, quienes habían
obtenido para ello una bula del Papa Sixto IV, con el nombre eclesiástico de Santo
Oficio.
Sin embargo, como los Reyes Católicos no estaban en muy buenas relaciones con
la jerarquía eclesiástica, y pretendían imponer la autoridad real sobre la autoridad
espiritual de los obispos y prelados, cometieron un funesto error. Pidieron y
obtuvieron del Papa el privilegio de que el Tribunal de la Inquisición fuera totalmente
independiente de la jurisdicción episcopal. Esto significaba nada menos que crear una
Iglesia dentro de la Iglesia. Los inquisidores, sin tener que depender de los prelados,
eran una autoridad sin freno, puesto que como al mismo tiempo su misión era de tipo
religioso, tampoco obedecían a las autoridades civiles de la nación. Así, por el error
de los Reyes Católicos, vino a encontrarse España con el sorprendente hecho de un
tribunal que estaba fuera de la jurisdicción real porque era religioso, pero que
también estaba fuera de la jurisdicción de la jerarquía de la Iglesia, pues aunque
teóricamente dependía del Papa y sólo del Papa, en aquella época Roma estaba muy
lejos, y la Inquisición podía impedir que llegasen hasta el Papa cualquier clase de
reclamaciones. Los inquisidores, alambicando sus privilegios, llegaron a decir que
cada uno de ellos disfrutaba la condición de «legado del Papa» y como tales se hacían
tratar.
Es bien sabido que cuando alguien obedece a su propia autoridad, sin tener que
dar explicaciones a nadie, y sin ningún organismo ante el que responder
públicamente, suele caer en el pecado de abusar de su autoridad. Esto fue
exactamente lo que ocurrió con la inquisición. Y si en algún momento la jerarquía
eclesiástica quiso irle a la mano, la Inquisición, usando de sus privilegios, consiguió
aniquilarle. Así, por ejemplo, cuando el arzobispo primado de España, titular de
Toledo, fray Bartolomé Carranza, se atrevió a enfrentarse con el inquisidor general,
don Fernando de Valdés, éste le mandó prender, y le retuvo diecisiete años en
prisiones. Cuando Carranza consiguió que el Papa tuviera noticia de lo que ocurría y
se substanció el proceso, el Papa dictó sentencia declarando al arzobispo de Toledo
«sospechoso de herejía», nada más que sospechoso, pero no hereje probado. Tras una
declaración de Carranza sobre diecisiete puntos dogmáticos el Papa le declaró
absuelto de todas las censuras, y por evitar nuevas complicaciones le separó del
arzobispado toledano, pero dándole en indemnización una renta de mil escudos de
oro mensuales, renta que jamás se señaló a nadie.
Recogemos este suceso, por ser el inquisidor general don Fernando Valdés
inquisidor de Sevilla.
En nuestra ciudad, la Inquisición, con diversas y no muy claras habilidades,
procuró desacreditar a la Catedral, acusando al canónigo magistral doctor Egidio,
nombre latinizado del suyo, Juan Gil, de que profesaba ideas luteranas, por lo que se
le tuvo preso, se le penitenció y se le condenó después a otro año de prisión en el
Castillo de Triana.
Sucedió al doctor Egidio, en el cargo de canónigo magistral, el doctor don
Constantino Ponce de la Fuente, insigne teólogo y predicador, que dominaba las
lenguas latina, griega y hebreo, siendo asombrosa su erudición. El doctor Constantino
había sido capellán personal del rey Carlos I, durante varios años. La Inquisición
temió que su valimento y su amistad con el rey pudiera influir en que Carlos I
intentase disminuir los abusos de los inquisidores, máxime cuando estaba ocupando
en aquellos momentos el Pontificado el Papa Adriano, también amigo del rey.
Entonces los inquisidores, con el pretexto de que el magistral de la Catedral
simpatizaba con los protestantes, le mandaron detener y conducirle a las cárceles del
Castillo de Triana donde se le dio tormento, hasta la muerte. Más tarde, y para
explicar su muerte, se comunicó al rey que el canónigo se había suicidado con los
trozos de un vaso de vidrio, explicación que nadie creyó en Sevilla.
Seguidamente la Inquisición prendió a cuantos sevillanos tenían la menor relación
con el magistral de la Catedral, incluso a sabios religiosos de probada piedad, lo
mismo que a gentes modestas y pobres. Así fueron conducidos al Castillo de Triana
el Padre Maestro García Arias, de la Orden de San Jerónimo, prior del monasterio de
San Isidoro del Campo, de Santiponce, y hasta nueve frailes del mismo; el rector del
Colegio de la Doctrina Cristiana, don Fernando de San Juan; sor Francisca Chaves,
monja franciscana; el arriero Julián Hernández, llamado en los procesos Julianillo
Hernández, y señoras principales como doña María y doña Juana Bohórquez,
hermanas, de familia ilustre de Sevilla, doña María de Virués y doña Isabel de Baena.
Los delitos de que se acusó a estas personas variaban según el gusto de los
inquisidores. Unas veces, cuando se trataba de religiosos, se decía que «habían tenido
conversaciones en las que se hablaba con sabor de luteranismo». A las señoras se les
acusó de que en las tertulias de casa de doña Isabel de Baena se habían expresado
ideas simpatizando con los protestantes, y, en fin, al arriero se le acusó de que en sus
viajes como arriero, había traído del extranjero libros del Nuevo Testamento,
traducidos por el doctor Juan Pérez, que no tenían notas.
En la mayor parte de estos procesos, la falta de pruebas era suplida con una
diligencia en la que se decía que los papeles y cartas luteranos, no estaban en el poder
del interesado porque temiendo ser preso los había mandado a Alemania.
Dos historiadores que se han ocupado de la Inquisición en Sevilla ofrecen cifras
realmente impresionantes: Zurita da la cifra da 4000 condenados. Zúñiga, padre de la
investigación histórica sevillana, da la cifra de 1000 quemados en el período que va
desde 1481 a 1524, o sea en cuarenta años.
Don Joaquín Guichot, en su Historia de la ciudad de Sevilla, dice: «Los
inquisidores dispusieron la celebración de un auto de fe el 24 de setiembre de 1559 en
la Plaza de San Francisco», y detalla a continuación lo siguiente:
Doña Isabel de Baena: mandóse arrasar su casa y poner en ella un padrón de
infamia.
Don Juan Ponce de León, murió agarrotado.
Fueron quemados vivos: Juan González, prior de San Isidoro; fray García Arias,
fray Cristóbal de Arellano, fray Juan Crisóstomo, fray Juan de León, fray Casiodoro,
el médico don Cristóbal de Losada, y el rector del Colegio de la Doctrina, don
Fernando Sanjuán.
Fueron agarrotadas doña María de Virués, doña María Coronel, doña María
Bohórquez. (La doña María Coronel pertenece al mismo linaje que la famosa doña
María Coronel del siglo XIII).
También fue agarrotado el Padre Morcillo.
En total, en este auto de fe se ejecutaron veintiuna penas de muerte, y salieron
penitenciados ochenta, con diversas penas.
Un año más tarde, el 22 de diciembre de 1560, hubo otro auto de fe en la Plaza de
San Francisco, del que Joaquín Guichot nos da también puntual cuenta, y dice que
salieron tres en estatua (porque habían muerto anteriormente). El doctor Egidio, el
doctor Constantino y el doctor Juan Pérez.
Además, catorce condenados a muerte en la hoguera y treinta y cuatro
penitenciados con diversas penas.
Entre los relatados que murieron en la hoguera figuraban doña Francisca Chaves,
monja franciscana del convento de Santa Isabel, y persona de familia ilustre
sevillana; Ana de Rivera; Francisca Ruiz, esposa del alguacil Durán; María Gómez,
viuda de un boticario de Lepe; su hermana Leonor y sus tres hijas, Elvira, Teresa y
Lucía, y el arriero Julianillo Hernández y un mercader inglés llamado Nicolás Burton.
Entre los penitenciados a diversas penas figuraban doña Catalina Sarmiento,
viuda de don Fernando Ponce de León; doña María y doña Luisa Manuel; fray Diego
López, fray Bernardino Valdés, fray Domingo Churruca, fray Gaspar de Porres y fray
Bernardo, lodos ellos monjes de San Isidoro del Campo.
Como un detalle sarcástico, en este auto de fe se declaraba absuelta y sin culpa a
doña Juana Bohórquez, «la cual desdichadamente había perecido en el tormento que
se le dio cuando estaba recién parida». Estas palabras entrecomilladas están tomadas
de la Historia de los heterodoxos españoles, de don Marcelino Menéndez y Pelayo,
autor nada sospechoso de fomentar la Leyenda Negra.
Aunque los suplicios se ejecutaban muchas veces en el propio Castillo de la
Inquisición, como en el caso de doña Juana Bohórquez, a veces se hacían estos
públicos, y solemnes autos de fe, en los que había una ceremonia en la Plaza de San
Francisco. A los reos se les vestía con ropas nuevas, y a las mujeres incluso con
bordados y encajes a fin de que lucieran más en el recorrido. A algunos, por
sentencias especiales, se les vestía con túnicas blancas, que llevaban aplicados trozos
de tela roja cortados en forma de llamas, para significar con ello su destino de fuego.
El traslado desde el Castillo de Triana a la Plaza de San Francisco se hacía con
gran pompa llevando los reos con gran acompañamiento, y con música, y en la plaza
se disponía un tablao con alfombras, dosel y otros ricos exornos. Una vez que
terminaba el desfile de los reos, y se leían las sentencias, se les trasladaba al
«quemadero», que en principio estuvo situado en Tablada, según Guichot, y más
tarde, ya entrada la segunda mitad del siglo XVI, se hizo un quemadero nuevo en el
Prado de San Sebastián, quemadero que aparece en todos los planos y estampas
antiguas de Sevilla a partir de mediados del siglo XVI, y que existió hasta el año 1809.
Veamos la descripción que hace del quemadero el libro Historia crítica de las riadas
o grandes avenidas del Guadalquivir, escrito por Francisco de Borja Palomo, uno de
los mejores historiadores sevillanos. Dice así:
«Era éste una mesa cuadrada como de treinta varas, y dos de altura, cóncava en el
centro, donde se encendía la hoguera. Había cuatro columnas de diez pies de alto
empotradas en postes de ladrillo, y puestas sobre ellas otras tantas grandes estatuas de
barro cocido de notable mérito artístico, afianzadas con un espigón de hierro».
Rodrigo Caro nos da noticia de la procedencia de estas columnas, que no estará de
más en este lugar. «El rey don Pedro edificó unos palacios para dormir y posar
cuando venía a cazar a la Marisma, de donde le quedó el nombre de Los Palacios a
las primeras casas, y poco a poco el lugar fue creciendo, y Los Palacios y Villafranca,
que es lugar del rey y está allí junto sola una calle por medio, es población de
setecientos habitantes». Una de estas torres, junto al sitio de Las Alcantarillas, estaba
adornada con cuatro columnas de mármol, en las esquinas, que se quitaron de allí y
están en las cuatro esquinas del Quemadero, junto a las murallas de Sevilla.
Don Justino Matute, otro respetable historiador, nos da cuenta de cómo se verificó
el derribo del Quemadero en 1809, y que sus cimientos se cubrieron con tierra al
hacerse el rellenado por frente a la muralla, en el lado este de la Fábrica de Tabacos.
No es difícil, con todos los datos y estampas, situar con rigurosa exactitud el lugar
donde todavía hoy están los cimientos del Quemadero.
Para tratar este asunto con la debida ponderación, conviene resaltar que de la
Inquisición, y especialmente de la de Sevilla, se han ocupado historiadores tan graves
y dignos de crédito como Hernando del Pulgar, el Padre Andrés Bernáldez, Cura de
los Palacios, Pedro Mártir de Anglería, Lucio Marineo Sículo, Jerónimo de Zurita, el
Padre Juan de Mariana, y otros muchos, en su mayoría adictos a la Inquisición, pero
que no pudieron menos de reconocer su crueldad y dureza, y a la despiadada
actuación especialmente de la Inquisición de Sevilla. El Cura de los Palacios, que
vivía en la época y fue cronista de los Reyes Católicos, afirma que en los primeros
siete años en Sevilla se quemaron más de 700 reos, y salieron 5000 penitenciados.
Jerónimo Zurita dice que para el año 1520 iban ya quemados 4000. El Padre Mariana
cita en sólo un año 2000 ejecutados en la hoguera, en Sevilla.
Las matanzas de los hugonotes en Francia, la de los puritanos en Inglaterra, los
progromos contra los judíos en Polonia y Rusia en los siglos XVII y XIX, los horrores
de los campos de concentración ingleses en la guerra de los bóers a principios del
siglo XX, y de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, son sin duda episodios
sangrientos de la barbarie humana, que podemos presentar como testimonio de que
las otras naciones en distintas épocas han hecho lo mismo. Sin embargo, no debemos
nunca tratar de silenciar ni de negar la evidencia de que también nosotros, en una
etapa de nuestra historia, tuvimos en nuestra patria un organismo tan sangriento como
pudiera serlo la Cámara Ardiente, la Gestapo o la GPU, que se llamó la Inquisición y
que nos ha dejado en el Archivo Histórico de Simancas abundante documentación de
sus innumerables ejecuciones, y en Sevilla el recuerdo siniestro de las cárceles del
Castillo de Triana y del Quemadero tétrico del Prado de San Sebastián

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