Cierto caballero de la poderosa familia de los Guzmanes, enemigos de la rama
legítima reinante, a la que aspiraban a destronar para suplantarla por los bastardos
Trastámara-Guzmán, como al fin lo consiguieron, se dedicó a propalar por Sevilla
algunas murmuraciones y sátiras contra el rey, cuya gravedad llegaba a constituir
delito de lesa majestad. Don Pedro podía haber hecho prender y condenar a muerte al
autor de tales rumores, pero por un lado no le convenía provocar a los Guzmanes,
para evitar que se precipitase la situación a una auténtica guerra civil, y por otra parte
su temperamento caballeresco y valeroso se resistía a valerse de la máquina judicial
para castigar a un difamador de su honra, considerándose él como caballero, el
obligado a castigar personalmente al culpable. Así que se propuso darle muerte, en
duelo y por su propia mano.
Aguardó, pues, don Pedro una ocasión propicia, y sabiendo que cierta noche el
caballero Guzmán había de salir solo por la ciudad, le esperó en una calle solitaria
que se llamaba calle de Los Cuatro Cantillos, y allí, espada en mano, le pidió cuenta
de sus palabras ofensivas, dándole oportunidad de defenderse. La noche era oscura,
inverniza, y no transitaba un alma, por lo que se acuchillaron ambos sin testigos y a
su sabor.
Estaban en plena pelea, cuando en una de las casas se abrió sigilosamente una
ventanuca del piso alto, y se asomó una vieja con un candil en la mano, intentando
curiosear a la amarillenta luz del candil quiénes eran los que reñían. Siguieron los dos
combatiendo sin enterarse de que los miraban, obcecados ambos en el ardor de la
reyerta. Por fin don Pedro, más hábil esgrimidor que Guzmán, dio a éste una estocada
en el pecho y le derribó muerto en tierra. La vieja, horrorizada de lo que había visto
dejó caer de su mano temblorosa el candil con que había iluminado la sangrienta
escena, cerró el postigo de la ventana, y rezando entre dientes se volvió a su
habitación, pero no sin que le diese tiempo de oír que el matador volvía la espada a su
vaina y se alejaba otra vez, embozado en la capa, sonándole al andar las choquezuelas
de las rodillas.
La vieja había oído alguna vez decir que el rey don Pedro, a consecuencia de
cierta caída de caballo, se resentía de las rodillas, que le sonaban cuando andaba de
prisa. Al día siguiente la vieja mostró tal excitación y medrosidad, que su hijo Juan, el
carbonero, única persona que vivía con ella, se apercibió de que algo le ocurría y tras
instarle mucho a que le explicase la causa, la vieja le contestó temblorosa:
—Anoche han matado a un hombre ante nuestra casa, y por mis pecados he
tenido la desgracia de ser yo la única persona que lo ha visto.
—Pero madre, eso no es una tal desgracia. Con no decirlo a la justicia nadie sabrá
que presenciasteis el suceso.
—¡Ay, hijo mío! Lo sabrán, porque cuando estaba asomada a la ventana, se me
cayó el candil a la calle. Lo encontrarán y estaré perdida, pues la justicia para
averiguar lo sucedido me darán tormento, y quizá te culpen a ti de la muerte.
Juan el carbonero no era hombre que se asustase de nada, así que abrió la puerta
de la casa, y salió a buscar el candil. Pero aunque aún no había amanecido, ni el
muerto estaba allí ni tampoco el candil. Sin duda quienes recogieron el cadáver se lo
habían llevado como prueba del delito.
Juan el carbonero intentó tranquilizar a su vieja madre, y cuando la vio más
sosegada bajó a la cuadra, aparejó el borrico, le echó su carga de carbón encima y se
marchó como solía a vender por las calles. A poco de amanecer, y cuando ya
empezaban a bullir plazuelas y mercados, se extendió por la ciudad la noticia de que
aquella noche habían dado muerte a un caballero del poderoso linaje de los
Guzmanes, lo que hacía temer en Sevilla ruidos y asonadas.
En efecto, los Guzmanes habían recogido el cuerpo de su deudo y el candil, y tras
depositarlo en su palacio de la calle Jesús (donde ahora está el colegio de monjas del
Servicio Doméstico), acudieron los nobles Guzmanes, presididos por don Tello de
Guzmán, conde de Niebla, a pedir audiencia al rey don Pedro en el Alcázar,
reclamando con trémulas y airadas voces justicia, contra los matadores de su hijo.
—¿Y decís que le han asesinado? —contestó calmosamente el rey—. Pues las
noticias que yo tengo por mis informadores son muy otras. Me han dicho que cuando
le recogieron muerto, se vio que tenía la espada en la mano, y la herida que le dio la
muerte estaba en el pecho. Así, más bien parece tratarse de un duelo entre caballeros,
cara a cara, y no un asesinato como vos decís.
Se mordió los labios contrariado y enfurecido don Tello viendo que el rey sabía
también la verdad, aunque él no imaginaba cómo.
—Aún hay más. Junto al cuerpo de mi hijo fue encontrado un candil…
—Otra razón para que no penséis que le asesinaron —atajó vivamente el rey.
—¿Por qué, señor?
—Porque eso demuestra que no hubo sorpresa ni el matador se amparó en la
oscuridad, sino que por el contrario riñeron a la luz del candil, para no acuchillarse a
oscuras.
—De todos modos, señor, pido justicia contra el matador de mi hijo…, si es que
hay justicia en estos reinos.
—Larga tenéis la lengua, señor conde. Pero os disculpo por la gran pena que
tenéis en estos momentos. Pero para que veáis que sí hay justicia, os prometo
solemnemente, y delante de estos caballeros, que si el matador de vuestro hijo es
descubierto, mandaré poner su cabeza en un nicho, en la pared, en el mismo lugar
donde hizo esta muerte.
Marcháronse los Guzmanes, y en seguida, el rey mandó echar un pregón por toda
Sevilla diciendo que se premiaría con cien doblas de oro, a quien denunciase ante el
rey quién había sido el matador del hijo del conde de Niebla. Y el pregón añadía: «Y
el rey don Pedro manda, que si fuese hallado el matador, sea su cabeza puesta en un
nicho en la misma calle donde le dio muerte».
Oyó este pregón Juan el carbonero, y dijo a su madre:
—Albricias, madre, que hoy se nos ha entrado la fortuna por las puertas. Vamos a
ser ricos y saldremos de estas estrecheces.
Y como era agudo, valeroso, y confiaba en su buena estrella, acudió, apenas se
lavó la cara y se vistió de limpio, a presentarse en el Alcázar, donde pidió ser recibido
por el rey.
—Señor, he oído el pregón que habéis mandado echar, sobre dar un premio a
quien denuncie al hombre que mató al caballero Guzmán en los Cuatro Cantillos. Yo
vengo a denunciarle.
—¿Qué decís? Si estáis mintiendo haré que os encierren y os entregaré al
verdugo.
—No señor, que no miento. Pero os lo diré a vos a solas, puesto que es una
persona de calidad, y no debo decirlo en presencia de guardias y criados, ni siquiera
en presencia de ministros y consejeros.
El rey don Pedro, tan preocupado por el inesperado denunciador, como curioso
por saber qué era lo que éste había podido conocer del lance, se apartó a un lado del
salón con él.
—Hablad pues, y explicadme lo que sea en voz baja.
—Señor: mi anciana madre que se asomó a una ventana vio el suceso, y pudo
conocer al matador.
—Decidme su nombre.
—Oh, eso no, porque es nombre tan alto que no se puede pronunciar. Pero os lo
mostraré en persona. Mirad por aquella ventana y le veréis enfrente.
Y diciendo estas palabras, Juan el carbonero le señalaba, no a una ventana, sino a
un espejo, que él sabía que estaba en aquel salón, pues tiempo atrás había venido a
colocarlo él mismo en la pared, ayudando a un cuñado suyo que era vidriero de
espejos.
Don Pedro al oír estas palabras miró hacia el espejo, se puso frente a él, se
contempló despacio, y seguidamente se volvió hacia el carbonero y le dijo en voz
baja: —Lleváis razón. Ese hombre que se ve por esa ventana, como vos le llamáis, es
quien mató al caballero Guzmán. Pero de ahora en adelante os prohíbo que lo digáis a
nadie más, so pena de mandaros ahorcar.
Y después añadió, ya en voz alta para que lo oyeran todos:
—Verdaderamente, este buen hombre me ha denunciado al verdadero matador del
hijo del conde de Niebla, por lo que mando que mi mayordomo le entregue de
presente las cien doblas de oro prometidas, y vaya muy en paz.
Acudieron los Guzmanes, con don Tello de Guzmán por mayoral, a ver al rey y a
exigirle que cumpliera lo que había prometido por pregón, de poner la cabeza del
homicida en un nicho en la calle de los Cuatro Cantillos, y el rey aseguró:
—Podéis ir allí esta misma tarde, que la cabeza quedará puesta en su lugar tal
como he prometido.
Aquella tarde, no sólo los Guzmanes sino toda Sevilla estaba en los alrededores
de los Cuatro Cantillos, esperando a que el verdugo cortase la cabeza al matador del
caballero Guzmán. Pero cuando aguardaban que llegaría el verdugo con el reo
montado en una burra, o arrastrándole metido en un serón, según era costumbre, llegó
el verdugo, acompañado de fuerte guardia de soldados, y portando en un carretón un
cajón de recias tablas de roble.
El pregonero que iba con la guardia echó su redoble de tambor, mandó callar a
todos y leyó su pregón:
«Manda el muy alto y poderoso rey don Pedro, que la cabeza del hombre que
mató al hijo del conde de Niebla sea puesta en un nicho en la pared de este lugar,
donde cometió su homicidio. Pero por tratarse de persona muy principal, y por
importar a la tranquilidad, sosiego y paz de esta ciudad, el que no se conozca quién
fue el dicho matador, ya que entre las familias del matador y el muerto se podría
hacer bandos y luchas ordena el rey que la cabeza se ponga en el nicho, tal como está
metida dentro de este cajón, sin que nadie sea osado a abrirlo para reconocerla. Y
pónganse por delante fuertes rejas de hierro, para que nadie pueda robarlo».
Así se hizo, y tras subir con gran trabajo el cajón al nicho que los albañiles habían
dispuesto, un herrero empotró en la pared una gruesa reja de hierro, tras lo cual
permanecieron allí durante bastantes meses los soldados dando guardia.
La cabeza del rey Don Pedro, en la calle donde ocurrió este suceso.
El vulgo, empezó a llamar al lugar de los Cuatro Cantillos con el nombre de Calle
del Candilejo, por la curiosidad de que aunque en Sevilla había frecuentes duelos
entre caballeros que acababan con muertes a cuchilladas, nunca se había visto que
dos personas para batirse llevasen consigo un candil, que era lo que creían las gentes,
pues nadie imaginaba que el candil había caído de las manos de la vieja desde el
ventano.
Pasaron años. Se suscitó la guerra entre don Pedro y su hermano bastardo don
Enrique de Trastámara. Pusiéronse los Guzmanes en contra de don Pedro, y tras la
muerte de éste, asesinado en Montiel, los Guzmanes volvieron a Sevilla, dueños ya
del mando de la ciudad, pues el nuevo rey nunca quiso venir a esta ciudad.
Don Tello Guzmán, tan pronto como se vio gobernador de Sevilla mandó que
quitasen aquella reja, y que abriesen el cajón de roble, en el que pensaba encontrar la
cabeza, o calavera, del matador de su hijo, y que clavaría en un garfio para público
espectáculo.
Pero he aquí que al romper las tablas del cajón el carpintero, el público que
presenciaba este acto, lanzó una exclamación de sorpresa. La cabeza que había en el
nicho, era la cabeza de piedra de una estatua del rey don Pedro I. Para cumplir su
palabra de poner allí la cabeza del homicida, había hecho descabezar una estatua suya
del Alcázar, y meter la cabeza en aquel cajón; así que verdaderamente su cabeza era
la que estaba en el lugar prometido.
No se atrevió don Tello a destrozarla como habría sido su gusto, pues aunque
vencido y muerto don Pedro había sido rey, y el nuevo monarca, don Enrique, no
habría consentido una afrenta y agravio contra la efigie de su hermano. Por lo que se
dejaron las cosas así, y solamente se le puso a la cabeza cortada un añadido para
convertirla en busto, y se dejó en la hornacina o nicho donde aún está y puedes verla,
lector. Y la calle, esquina a la del Candilejo se llamó desde entonces, y se sigue hoy
llamando, Calle de la cabeza del rey don Pedro.
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