Si venís desde los Remedios, hacia el Parque de María Luisa, por el llamado
Puente del Generalísimo, encontraréis, en la Glorieta de los Marineros Voluntarios,
en la esquina que forman el Paseo de las Delicias y la Avenida de María Luisa, un
pequeño edificio, cuyos cuerpos son redondeados como cubos de muralla, coronado
de minúsculas y graciosas almenas, y pintado a rayas horizontales color ladrillo y
color amarillento. Es un curioso, original y anacrónico pabelloncito, donde hoy está
montada la oficina municipal de Información del Turismo, pero que tiene más de un
siglo de antigüedad, y está enriquecido por una bella, romántica y nostálgica leyenda.
En los años de 1850 habían llegado a Sevilla para instalarse a vivir en nuestra
ciudad, los Duques-Infantes de Montpensier, don Antonio de Orleáns, y doña María
Luisa de Borbón. Adquirieron para su residencia un gran caserón, que había sido
Escuela de Náutica de San Telmo, en la época en que España tenía un imperio
colosal, el mayor imperio que jamás haya existido en el mundo, y que llegaba desde
el Mississippi hasta la Patagonia, abarcando todo el Continente de América, más las
Islas Filipinas, las Marianas, las Carolinas, las Palaos, una buena parte de la
Indochina, llamada la Cochinchina, que después se ha llamado el Vietnam, y todo el
Norte de África, desde Orán hasta Tánger. Habían sido tiempos en que España
mantenía sobre los mares una numerosísima flota, y para ella hacían falta miles de
marinos, por lo que se había creado en Sevilla la Real Escuela de Mareantes y Pilotos
de la Carrera de Indias, que es como se llamó la Escuela de Náutica de San Telmo.
Pero al perderse en 1825 nuestro imperio del Nuevo Mundo, ya no era necesario tal
número de marinos, y la Escuela se cerró, quedando abandonado el Palacio de San
Telmo, hermosísima obra arquitectónica del estilo churrigueresco, que no había
llegado a terminarse.
Compraron pues, ese edificio los duques de Montpensier, quienes lo
embellecieron y enriquecieron, añadiéndole en su fachada que da hacia la Fábrica de
Tabacos (hoy Universidad), una hilera de estatuas, colocadas sobre la balaustrada de
su terraza, que fueron hechas por el artista escultor Antonio Susillo, quien después
cerró el romanticismo suicidándose de un pistoletazo, tal como años antes lo había
abierto, también de un pistoletazo, Mariano José de Larra, por amores de una
sevillana.
El Palacio de San Telmo, fue completado por los duques de Montpensier, con un
hermosísimo jardín, de casi un kilómetro de largo, que es lo que llamamos el Parque
de María Luisa. Pero ese jardín no era, como hoy una serie de arriates con flores, a la
manera francesa, sino más bien un parque de grandes árboles, y avenidas flanqueadas
por arbustos, semi incultos, adoptando más bien un aspecto nórdico, que tal era la
moda del romanticismo. Debió ser muy parecido, a lo que en Alemania hemos visto,
en el llamado Parque del Teresianstein, o el parque del Sloschtein en la ciudad de
Konigsberg hoy llamada Kaliningrado.
El bosque o parque del palacio de San Telmo, estaba rodeado de un muro o tapia,
casi una muralla, y una de sus esquinas, era precisamente en el lugar de la glorieta
actual de Marineros Voluntarios, mirando hacia Tablada, porque en aquel entonces, el
río no iba por donde ahora, sino que doblaba, desde el Paseo de las Delicias, hacia
San Juan de Aznalfarache, cruzando lo que ahora son Los Remedios.
En la esquina, pues, del muro del Parque de San Telmo, mirando hacia Tablada,
había una puerta o mejor portón, por donde entraban los carros que traían de Tablada
las frutas y hortalizas para la despensa de los duques de Montpensier. Por ese portón,
salían asimismo el duque y sus acompañantes, a caballo, para sus cacerías en las
dehesas de Tablada y Tabladilla, y en fin era la salida para el embarcadero del
Guadalquivir, en el muelle que había en lo que entonces se llamaba el Paseo de la
Bella Flor.
Por ser tan importante esa puerta, se construyó junto a ella un pabellón que servía
como Cuerpo de Guardia, cuando había guardia militar, en épocas en que venía a
Sevilla la reina doña Isabel II, prima de los Montpensier, o su madre la anciana doña
María Cristina, quien años atrás había sido reina regente. Cuando no había guardia
militar, el pabelloncito servía para estancia de los guardabosques.
El costurero de la Reina, pabelloncito que aún existe en el Parque de María Luisa.
Los duques de Montpensier tuvieron un hijo que se llamó Felipe, el cual murió de
corta edad, y una hija, Merceditas, que a los quince años se criaba bella y dulce como
una flor, en los jardines de San Telmo.
Merceditas era muy débil, y muy pálida, como una figurita de porcelana. El
médico de Palacio, que era el doctor Azopardo, con solemne chistera, bigotes y
perilla, meneaba la cabeza con preocupación cada vez que la niña cogía un catarro.
Luego, en la Facultad, comentaba con sus compañeros, los doctores Serrano, Ribera,
Marsella y Gómez:
—Me parece que la infanta no se va a lograr.
Para darle colores a su carita blanca, el doctor Azopardo recetaba potingues de
pésimo sabor, que hacían que Merceditas protestase, y cuando se quedaba sola con su
aya, en venganza, le llamaba al doctor Azopardo, el doctor Gato Pardo.
También mandaba el doctor Azopardo que la niña tomase mucho el sol, así que le
pusieron en la parte alta del pabelloncito del guardabosque, una pequeña salita de
costura, y allí se iba con su aya, en las mañanitas de invierno, a tomar el sol mientras
daba puntadas en sus labores de aguja.
El duque de Montpensier, adoraba a su hija, y soñaba para ella con una corona de
reina. Así que cuando la agitación política de los años 65 comenzó a hacer
tambalearse el trono de Isabel II, hizo lo posible por hacerse dueño de la situación, y
ser nombrado rey, al destronamiento de su prima. Sin embargo, sus sueños se
desvanecieron en humo. Don Antonio de Orleáns, duque de Montpensier, el más
aparente candidato al trono de España, malogró sus aspiraciones a causa de un
desafío que tuvo con su primo. Un desafío a pistola, en el que en realidad se ventilaba
un puntillo de honor caballeresco. Al estilo de la época romántica. Ninguno de los
dos primos tenía intención de herir al otro, sino darse por satisfechos con el simulacro
del duelo, disparando hacia lo alto. Pero por un azar desgraciado don Antonio de
Orleáns tropezó en el momento de apuntar caminando hacia su primo, y la bala salió
más baja de lo que él quería, dando a su primo en la frente.
Este fatal suceso incapacitaba a don Antonio de Orleáns para ser rey de España,
porque al haber matado en duelo a su primo, había quedado excomulgado, y el Papa
no podía reconocer como rey católico, a un excomulgado. Así que los generales del
triunvirato militar que gobernaba provisionalmente el país, tras el destronamiento de
Isabel II, los ilustres Prim, Serrano y Topete, no pudieron ofrecer la corona al duque
de Montpensier, y tuvieron que buscar un nuevo rey para España, fuera de nuestras
fronteras, en la persona de Amadeo de Saboya.
El duque de Montpensier, no se dejó abrumar por el desaliento, sino que en su
salón del Palacio de San Telmo, dijo estas palabras con acento profético.
—Yo no seré rey, pero de todas formas, mi hija sí será reina.
Y desde ese mismo día, don Antonio empezó a conspirar para conseguir echar del
trono a don Amadeo I de Saboya, el cual hubo de abdicar al año justo de su reinado.
Entonces don Antonio alentó al general Martínez Campos para que restaurase la
dinastía de Borbón, poniendo en el trono al joven don Alfonso XII. Y después de ese
paso, doña María Luisa se encargaría de que el joven rey tomase por esposa a
Merceditas de Montpensier.
Todo salió tal como los duques lo habían preparado. Alfonso XII fue rey, vino a
Sevilla en primavera, y el perfume de los claveles, el rumor del río, las alegres
mañanas de excursión, las emotivas procesiones de la Semana Santa, con olor a
incienso y a azucenas, todo se conjuró bajo el clarísimo cielo de Sevilla, para que el
joven Alfonso XII se enamorase de su prima, y decidiera casarse con ella.
Alfonso XII, vivía en el Alcázar. Por la mañana, los días que no estaba previsto ir
a San Telmo, oficialmente, se quedaba en su despacho del Alcázar recibiendo
comisiones oficiales, o estudiando negocios del Estado con sus ministros. Pero
invariablemente a las doce menos cuarto interrumpía el trabajo, porque era la hora de
su ejercicio de equitación.
Montaba un caballo, y se salía por el postigo del Alcázar, que daba a la Huerta del
Retiro, y al Prado de San Sebastián. Pero en vez de pasear por el terreno que su
profesor de equitación le había señalado, el joven rey metía espuelas, y dando la
vuelta por las tapias de San Telmo, iba a acercarse al pabellón de guardabosques,
donde Merceditas estaba cosiendo. Alfonso echaba pie a tierra y pasaba cuatro o
cinco minutos nada más al lado de su prima, sentados en la salita de costura, bajo la
mirada siempre desconfiada y autoritaria de la vieja aya, que tosía impertinente, si el
rey se atrevía a propasarse cogiendo una de las blancas manos de su prima.
Inmediatamente Alfonso tenía que montar otra vez a caballo y regresar al Alcázar
porque el cuarto de hora de equitación había terminado y a las doce ya tenía citada
audiencia oficial en el salón de embajadores.
Merceditas, ilusionadísima y enamorada, en ese pabelloncito de guardabosques se
cosió gran parte de su propio ajuar como cualquier mocita casadera de su época.
Y por fin se casaron. Pero duró poco la felicidad de la luna de miel, porque
Merceditas, a poco tiempo de llegar a Madrid empezó a toser y toser. Los médicos se
alarmaron, y para quitarla del frío del vetusto Palacio de Oriente, la mandaron a
reponerse a Sevilla. Aquí estuvo una temporada, intentando que el sol de Andalucía
templase el frío de la muerte que poco a poco se le iba metiendo en los huesos.
Alfonso XII y Merceditas Montpensier, cuando eran novios en Sevilla.
Merceditas salía del Palacio en las mañanitas de sol, apoyada en el brazo de su
aya, y se iba al pabelloncito, al costurero, y allí intentaba distraerse cosiendo. Pero en
vano, porque su corazón estaba lleno de tristeza, pensando en que pronto iba a dejar
solo a su amado Alfonso. Cuando él, desesperado Alfonso XII, ve que su esposa no
mejora en Sevilla, la lleva a Sanlúcar de Barrameda, pero lo que no había logrado el
sol sevillano tampoco lo consigue la brisa del mar.
Merceditas, más pálida que nunca, arrebujada en una manta de piel, tiritando,
regresa a Madrid, donde tiene ya fijada su cita con la muerte.
El último lugar de Sevilla que quiso ver, al paso hacia Madrid, fue su casita del
guardabosque, el rincón donde desde niña se había sentido más dueña de su
intimidad, donde había soñado, y donde había amado. Ese pabelloncito de los
jardines, donde termina San Telmo y empieza el Parque de María Luisa, que desde
entonces se llama «El Costurero de la Reina».
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