A la muerte de Abul Kasim Abbas, ministro y gran visir, su hijo Almotahdi Abbas
dirigió a los sevillanos un mensaje diciendo que Hixen II había muerto sin sucesor, y
que él, el hijo del visir y a quien pertenecía el cargo de primer ministro, al faltar el
califa, había sido designado por éste para sucederle en el trono. Usando con habilidad
el oro y el temor consiguió que ningún personaje se opusiera a su designio, así que se
convirtió Almotahdi en rey de Sevilla y Califa de los Creyentes.
En aquella época, vivían los reinos musulmanes en constantes guerras con
Castilla y León, y Almotahdi demostró una gran prudencia y sagacidad políticas,
pues entabló negociaciones con el rey Fernando I, obligando a los otros reinos
andaluces a mantener la paz con los cristianos. Almotahdi impuso su autoridad a los
demás reinos musulmanes, con energía, colocando a Sevilla en cabeza de toda la
España mahometana.
Para consolidar sus buenas relaciones con Fernando I, Almotahdi le envió ricos
presentes, entre ellos telas de sedas vistosísimas, y cueros finísimos de color rojo,
azul y verde; las primeras llamadas damascos, y los segundos guadamecíes. La corte
de León y Castilla era entonces pobre y austera a causa de las guerras, y los regalos
del rey de Sevilla causaron tal sensación, que los reyes, reinas y príncipes vistieron
trajes hechos con aquellas telas, y se calzaron con zapatos hechos de aquellas ricas
marroquinerías. Esto no lo sabemos por la leyenda ni la tradición, sino porque en el
panteón real del Monasterio de las Huelgas, en Burgos, donde están enterrados los
reyes y familias reales de aquella época, al abrirse los sepulcros por la Dirección
General de Bellas Artes en ocasión de unas obras de restauración efectuadas en 1948
a 1950, aparecieron los cadáveres embalsamados, ataviados con estas ricas telas
sevillanas, algunas de las cuales fueron recogidas y llevadas a Madrid donde se ha
constituido una sección de ricas telas, en el Museo Nacional.
Consolidadas las buenas relaciones entre Almotahdi de Sevilla y Fernando I, éste
manifestó al monarca sevillano, que desearía recuperar para la España cristiana las
reliquias de las santas mártires Justa y Rufina, y llevárselas a León. Accedió
Almotahdi de buen grado a la petición del cristiano, pero contestó a su embajada
diciéndole, que por haber pasado tantos siglos, los musulmanes ignoraban dónde
estarían esas reliquias, pero que si él, Fernando, tenía alguna noticia, con mucho
gusto se las entregaría. Contestó entonces Fernando que según algunos antiquísimos
escritos, los cristianos, al producirse la invasión árabe, habían escondido las reliquias
de sus santos en el suelo de las iglesias, y que probablemente estarían en el subsuelo
de algún antiguo templo visigodo. Entonces Almotahdi contestó de nuevo diciendo a
Fernando I: «Lo mejor será que me envíes gentes de las tuyas cristianas que
entiendan de estas cosas, y que ellos mismos busquen, que yo les dejaré examinar y
excavar cuanto sea necesario».
Fernando I, envió entonces a Sevilla a un piadoso varón, tan santo como sabio,
llamado Alvito, obispo de León, acompañado de un séquito de caballeros, y de
monjes versados en el conocimiento de idiomas antiguos, para que pudieran
interpretar cualquier inscripción que apareciera. Y con este séquito llegó a Sevilla,
siendo alojados según parece en uno de los palacios del rey de Sevilla, probablemente
el de la Barqueta, hoy convento de San Clemente.
Empezaron, pues, los cristianos a examinar los edificios que habían sido templos
visigodos, sin que tuvieran la fortuna de encontrar las reliquias que buscaban. Así
pasaron todo un año, y por fin desalentados decidieron regresar a León.
Pero he aquí que, la víspera precisamente del día en que iban a emprender su
viaje de regreso, se le apareció en sueños al obispo Alvito, un hombre vestido con
blanquísima túnica, y que llevaba en la cabeza una mitra de obispo, y le dijo: «Yo soy
el bienaventurado Isidoro, obispo de Sevilla, y Dios ha querido dar como premio a tu
piedad, el gozo de que encuentres mi cuerpo y puedas enviarlo a León. Pero no
concluirás tu misión, porque Dios ha dispuesto que mueras en plazo de tres días, al
cabo de los cuales me acompañarás en el cielo». Seguidamente la aparición le indicó
dónde estaba el enterramiento donde debía buscar el cuerpo de Isidoro, y desapareció.
A la mañana siguiente, el obispo Alvito informó de lo sucedido a sus
acompañantes, y al rey Almotahdi, y todos juntos fueron al lugar que la aparición
había indicado, excavaron, y en efecto a poca profundidad encontraron una losa, y
bajo ella un ataúd en el que al abrirlo, apareció incorrupto, limpio como si acabase de
morir, el cuerpo de san Isidoro, amortajado con sus ropajes litúrgicos, que
precisamente por haber muerto en día de cierta fiesta, eran ropajes de color blanco.
Sacaron el ataúd y lo condujeron al palacio, donde rápidamente unos carpinteros
y artesanos hicieron un nuevo arcón, de ricas maderas, y lo forraron con terciopelo de
color rojo con valiosísimos festones de oro, disponiendo asimismo de una litera o
parihuela, transportable por dos caballos, para emprender el viaje a León.
Y cumpliéndose lo profetizado por la celestial aparición, de allí a tres días, murió
el obispo Alvito, al cual igualmente pusieron en un ataúd para transportarlo a su
diócesis.
El rey Almotahdi Ben Abbas, estaba maravillado de todo ello, pensando que
verdaderamente había una fuerza superior y un designio de Dios en todo lo que
estaba sucediendo. Así que asistió al funeral por el obispo Alvito, que se hizo en el
Hospital de los Mozárabes, de la calle San Eloy, esquina a Bailén, que era el único
edificio cristiano que quedaba en Sevilla con capilla abierta al culto. Y en seguida los
monjes y caballeros leoneses, dispusieron la salida de Sevilla hacia León.
La salida se hizo, por deseo expreso de Almotahdi, en manera solemnísima, pues
desde San Eloy que en aquel entonces estaba fuera de murallas, se entró en la ciudad
por la puerta que había en la actual calle Laraña, y desde allí siguió por el centro
hasta la actual calle San Luis, para salir por la Puerta de la Macarena que los árabes
llamaban Bab el Makrina.
En la explanada interior de la Puerta de la Macarena, el rey Almotahdi despidió a
los monjes y caballeros con gran cortesía, y saludó con una reverencia o zalema el
ataúd en el que iba el recién fallecido obispo Alvito. Pero con gran emoción y estupor
de todos los circunstantes, cristianos y moros, Almotahdi se dirigió por último hacia
la parihuela donde iba el arcón que contenía los restos de san Isidoro, y echándole
ambos brazos por encima, besó el terciopelo que lo cubría, después se arrodilló en el
suelo y le hizo con ambas manos una zalema llevando la frente hasta la tierra, y con
vivas muestras de sentimiento dijo estas palabras que la historia nos ha conservado:
«Ah, gran varón, santo ilustre. Te vas lejos, y desde hoy Sevilla vale menos que
cuando tú estabas».
Dichas estas palabras, Almotahdi se levantó, subió a su caballo, y regresó
pensativo hacia el Alcázar entre el silencio de sus acompañantes, mientras la comitiva
cristiana salía por el arco de la Macarena y tomaba el camino hacia León.
¿Dónde fue el milagroso hallazgo del cuerpo de san Isidoro? He aquí un enigma
sobre el que los historiadores y cronistas no están de acuerdo. Algunos opinan que
fue en el vecino pueblo de Santiponce, y que por este motivo se constituyó allí luego
el monasterio llamado San Isidoro del Campo. Otros creen que fue en la antigua
catedral, terrenos que ocupa hoy la iglesia de San Julián, y sus anejos. Para otros sería
en lo que hoy es la iglesia de San Vicente. Sea como fuere, el venerable cuerpo de san
Isidoro, reposa hoy en la catedral, construida para su sepulcro, en la ciudad de León.
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