sábado, 30 de marzo de 2019

LA BIBLIOTECA DE AL HAKAM

El príncipe Al Hakam nació en 915 y su madre fue Maryan, la navarra. Desde muy
niño, le gustaba acompañarla cuando algunas de sus doncellas les leían hermosas
historias acontecidas en lejanos países, en aquellos tiempos remotos en los que
cualquier prodigio parecía posible. Cuando el relato finalizaba, el príncipe se
acercaba hasta el libro y acariciaba sus lomos de pergamino, asombrándose de la
enorme cantidad de aventuras, personajes, genios y viajes que podían atesorar
aquellas páginas. Sus tapas eran las puertas del reino mágico que habitaba en su
interior. Su amor hacia los libros le acompañaría el resto de su vida.
La primera lengua que aprendió a hablar el futuro califa Al Hakam fue el
romance, ya que era la lengua que hablaba el pueblo, así como su madre, que era
cristiana del norte, y como su abuela y muchos de sus familiares. Tanto Al Hakam
como su padre, Abderramán y su hijo, Hisham fueron rubios con los ojos azules,
herencia de su mucha sangre norteña. Se decían que los califas omeyas contaban sus
chistes y bromas en romance, pero firmaban sus decretos en árabe, algo así como los
sacerdotes cristianos, que hablaban con sus fieles en el romance de la calle, pero
decían misa en latín. Tanto el árabe como el latín eran las lenguas cultas y de
prestigio del momento, aunque el uso del árabe se extendía entre los cordobeses
mientras que el latín se extinguía sin remedio.
Desde su infancia el príncipe dominó el romance y el árabe, esforzándose ya en la
adolescencia por adquirir ciertos conocimientos del latín, preciso para bucear y
entender alguno de los textos clásicos que comenzaban a abundar en su biblioteca
creciente.
Mientras que a sus hermanos y primos les encantaba correr, jugar a soldados y
guerrear, Al Hakam prefería escuchar historias y observar las ilustraciones y
miniaturas de aquellos volúmenes de embeleso que encontraba en la biblioteca del
Alcázar. Nombrado príncipe heredero desde joven, acompañó a su padre en
numerosos actos oficiales y en alguna de sus muchas campañas militares, aunque
nunca amó la guerra. Tenía buen carácter y era paciente, por lo que soportaba
estoicamente las largas y aburridas recepciones que su padre prodigaba. Discreto e
inteligente, fue aprendiendo el arte de gobernar a la sombra del gran califa. Pero
nunca se obsesionó con el poder, y otorgó a la ciencia y la sabiduría un papel
protagonista en su vida.
—El oficio más poderoso es el de escritor —repetía ante los que le adulaban—.
Escribir es crear. Dios creó al mundo con su escritura. El escritor hace también un
acto de creación, humilde, pero creación al fin y al cabo.
Si Abderramán y Al Hakam se encontraban en la cima del poder, en el último
extremo de la escala social de Palacio se situaban los esclavos. Lubna nació hija de
una de las muchas esclavas que pululaban en el Alcázar califal. Sin llegar nunca, ni
en su infancia ni en su adolescencia a ser una niña que destacara por su hermosura,
estaba adornada por una natural elegancia que la hacía distinguirse entre la
chiquillería que jugaba en los patios ante la atenta mirada de sus madres esclavas o
sirvientas. Quizás su falta de belleza física le salvara del destino más frecuente que
conocieran sus amigas y compañeras de infancia, el de terminar como concubina o
sirviente de algún principal de la corte.
Lubna sentía una intensa atracción por las historias y los libros que las contenían,
pero tenían completamente vedado el acceso a ellos. Los libros eran bienes muy
preciados y las esclavas jamás podrían aspirar a poseer ni el más humilde de ellos.
Al Hakam II pasó su adolescencia en el Alcázar, pegado a su madre y a sus libros
y observado de cerca por su padre, que no le permitía salir salvo en su compañía.
Algunas tardes, el príncipe solía ir a uno de los patios abiertos al oeste, hacia donde el
sol poniente ensangrentaba de crepúsculo el horizonte por Almodóvar del Río: Allí se
sentaba sobre mullidos cojines y leía hasta el anochecer. La placidez de la tarde, la
fresca brisa, el susurro de las fuentes y el cantar de algunos pajarillos le
proporcionaban la serenidad que precisaba para adentrarse en las profundidades de
aquellos sabios textos.
Lubna, todavía niña, observaba desde una esquina apartada, como el príncipe
pasaba horas sumergido en aquellos libros, de los que apenas levantaba la cabeza.
—Mamá, ¿por qué le gustan tanto los libros?
—No lo sé, el príncipe heredero es extraño, no juega con los otros niños, ni sale
de caza, ni todavía persigue a las muchachas, como ya hacen sus hermanos y primos.
—¿Y por qué es tan extraño?
—No lo sé, algunos dicen que porque algún mago lo embrujó y lo condenó a leer
y leer sin fin…
—¿Podré yo algún día leer uno de esos libros?
—Me temo que no, cariño…
Una tarde, Lubna rompió un pequeño cántaro de barro al que su madre tenía gran
aprecio. Al ver el tiesto hecho pedazos, la niña se asustó: cuando su madre llegara le
reñiría y le daría un par de pellizcos de esos que tanto le dolían. Salió de sus
habitaciones y corrió entre patios y jardines, sin prestar demasiada atención hacia
dónde se dirigía ni darse cuenta que se había adentrado en la zona privada de la
familia real. De repente, al adentrarse en una especie de mirador orientado a la puesta
de sol, la niña tropezó y cayó al suelo. Al levantarse, comprobó con espanto que
estaba tumbada sobre el mismísimo príncipe Al Hakam. Lubna apenas tendría diez
años, y Al Hakam ya estaría rondando los dieciocho. La niña, aterrorizada, rompió a
llorar, temiéndose el peor de los castigos: los niños de los esclavos jamás debían
molestar a los grandes señores.
—Tranquila —Al Hakam la ayudó a incorporarse con suavidad mientras trataba
de serenarla—. No me ha pasado nada. ¿Estás bien?
—Sí, señor —respondió comiéndose las lágrimas—, lo siento mucho.
—Siéntate aquí —Al Hakam le dejó un lado de su cojín—. ¿Cómo te llamas?
—Lubna —le respondió con temor.
—Lubna, ¿por qué me espías? Me he dado cuenta que muchas tardes, cuando leo,
te quedas quieta, mirándome desde la distancia.
—Señor… yo, lo siento mucho…
—No pasa nada, Lubna, no me importa que me mires, sólo tengo curiosidad en
saber por qué lo haces.
—Me gustan los libros…
—¿Te gustan los libros? ¿De verdad?
—De verdad. Pero no puedo tenerlos. Somos pobres, mi madre es esclava y…
Al Hakam se compadeció de la chiquilla. Se puso en su lugar, y comprendió lo
horrorosa que hubiera sido su infancia sin la ayuda de esos libros maravillosos que
siempre frecuentó.
—Vuelve aquí dentro de dos días a la misma hora. Te tendré preparada una
sorpresa.
—Señor, aquí está prohibido entrar y…
—No te preocupes, yo hablaré con la guardia para que te dejen entrar. Ah, no se
lo digas a nadie, esto debe quedar entre tú y yo…
Cuando regresó a su dormitorio, su madre ya había descubierto el desaguisado de
la cerámica rota.
—Lubna, ¿dónde estabas? No te encontraba y me tenías preocupada.
—Siento mucho lo del tiesto, se me cayó sin querer y…
—¡No te preocupes! —la besó mientras la abrazaba—. Lo importante es que ya
estás de vuelta… ¿Dónde has estado?
—Salí corriendo, asustada, y me perdí. No sabía que el palacio era tan grande y
tenía tantos patios y jardines…
—¿No habrás entrado en la zona de los señores, verdad?
—No, no, por supuesto… Mamá, los esclavos no tienen libertad, ¿verdad?
—No —respondió su madre elevando la mirada al cielo con melancolía—. No
tenemos libertad, nos debemos a nuestros amos.
—Entonces… ¿los amos son malos?
—Vamos a dejar este asunto…
—¡Pues yo creo que los nuestros son buenos!
—¡No hay amo bueno!
—¿Por qué dices eso?
—Niña, vamos a dejar esta conversación, que no es cosa de niños. Anda, vete a
jugar con tus amigas y no te alejes más.
Esas dos noches, Lubna durmió mal. No le había contado la verdad a su madre
sobre su encuentro con el príncipe. Al Hakam le había pedido que guardara secreto y
ella había cumplido su palabra. ¿Estaría haciendo mal? Además, su madre le había
advertido contra los dueños de esclavos. ¿Debía ir en su busca? ¿Le haría daño?
Cuando llegó el día convenido Lubna era un auténtico manojo de nervios. A
punto estuvo de sincerarse con su madre, pero sabía que si se lo comentaba, le
prohibiría la visita. Y ella no soportaría quedarse sin conocer la sorpresa que le tenía
reservada en príncipe.
Salió de su casa en silencio, con un intenso sentimiento de culpa, para dirigirse
hacia la zona prohibida. Cuando llegó hasta los dos fieros soldados que la
custodiaban se asustó y a punto estuvo de regresar a casa, aunque, al final, la audacia
infantil la empujó a acercarse hasta los guardianes. Pensaba decirles que la dejaran
pasar porque tenía que visitar al príncipe sin ser consciente de las posibles
consecuencias que podría tener tamaña osadía.
Sin pensarlo dos veces, se dirigió a los soldados con la naturalidad de quién va a
saludar a unos viejos conocidos.
—¡Alto! —le gritó uno de los guardianes poniéndole la lanza en su pecho—.
¿Adónde crees que vas, renacuajo?
—Voy a ver a… —comenzó a responder compungida la niña aterrorizada.
En ese instante, llegó apresurado otro soldado que parecía de mayor rango.
—¿Qué haces, idiota? —le recriminó al soldado de la lanza—. ¿No ves que se
trata de una invitada muy especial? Es Lubna, y el príncipe Al Hakam la espera.
Con expresión de asombro, los fieros guardianes se transmutaron en corderillos
consternados, levantaron sus lanzas y la dejaron pasar, mientras resistían la tentación
de inclinar la cabeza ante la niña. ¡Bien importante tenía que ser para obtener un
visado especial del mismísimo heredero, que no parecía interesarse en otra cosa que
no fueran sus libros! Miraron a Lubna de reojo, sin llegar a comprender cómo una
niña tan joven y con unas vestimentas tan pobres podía tener relación con el hijo
predilecto de uno de los monarcas más poderosos del mundo. Encogieron los
hombros, pues al fin y al cabo no les incumbía lo que deseaban o dejaban de desear
sus caprichosos monarcas; su único deber era cumplir fielmente sus órdenes y en eso
dejarían la vida, si falta hiciere.
El oficial acompañó con respeto a Lubna hasta una gran sala, iluminada con unos
amplios ventanales orientados al poniente. La niña, observó con ojos asombrados
aquella gran biblioteca repleta de libros tanto en las estanterías de las paredes como
en mesas bajas distribuidas por toda su superficie. Jamás había sospechado que
pudieran existir tantos libros en el mundo. Y de repente, una idea se le pasó por la
cabeza: así debía ser el paraíso del que tanto hablaban los adultos en sus rezos y
plegarias.
—Lubna, ven hasta aquí —la llamó el príncipe—. Quiero enseñarte el regalo que
te prometí.
La niña se acercó sintiendo en su interior tanto temor como curiosidad hacia aquel
joven al que todos obedecían con inmediata sumisión.
—Hola —alcanzó a decirle con su voz infantil.
—¡Hola! —le respondió con sincero afecto Al Hakam mientras le entregaba un
paquete envuelto en un tejido tan suave como la seda—. Toma, es para ti. Ábrelo.
Lubna, nerviosa, no lograba abrir el paquete, por lo que el propio heredero hubo
de ayudarle. Al abrir la seda que lo envolvía, apareció como por ensalmo un libro
encuadernado en piel. Con la boca abierta, Lubna abrió sus páginas y se encontró
unas maravillosas ilustraciones de vivos colores bajo las que se insertaban unos
textos ininteligibles para ella. ¡Se trataba del mejor regalo que le hubieran hecho
jamás! Intentaba darle las gracias cuando Al Hakam tomó la palabra.
—Aunque el libro es para ti, no es este el mejor regalo que quiero hacerte. Aún te
aguarda una sorpresa mayor que no podrás olvidar ya en el resto de tus días. Sobre
este texto aprenderás a leer. Ya he dado instrucciones a uno de mis mejores
preceptores para que mañana mismo comiencen tus clases. Las recibirás aquí, en la
biblioteca, así te acostumbrarás a la compañía de los únicos amigos que no te
abandonan jamás, los libros.
Así fue como Lubna comenzó a recibir una esmerada educación. Desde sus
primeros pasos evidenció su gran talento y capacidad de aprendizaje. Pronto destacó
entre todos los estudiantes de palacio y ni siquiera su condición de mujer,
minusvalorada en aquellas fechas, impidieron que lograra culminar un exigente plan
de estudios que le llevaría a dominar la gramática, la retórica y la poesía. Observando
su facilidad para la caligrafía Al Hakam le pidió que le ayudase a formar a un grupo
de mujeres copistas. Trabajaron en las cercanías de la mezquita y su esmerado trabajo
pronto les granjeó una fama que excedió las fronteras de Córdoba. Sus copias eran
reclamadas por los eruditos de otros reinos, dado la claridad de los textos y, sobre
todo, lo fidedigno de las copias con respecto al original, debidamente contrastado por
revisiones de eruditos y sabios.
Aunque Al Hakam fue nombrado príncipe heredero a los ocho años, no sería
proclamado califa hasta los cuarenta y siete, dedicando ese amplio periodo de tiempo,
además de a sus tareas oficiales acompañando a su padre Abderramán III, a crear la
que sería su famosa biblioteca, así como a desarrollar la ciencia y la erudición en su
reino. Convirtió a Córdoba en el mayor centro del libro en toda la Europa occidental
de su momento, con una increíble producción de más de sesenta mil libros al año,
entre originales y copias. Las mejores copias se hacían primorosamente a mano de las
mujeres calígrafas seleccionadas y formadas por Lubna, algunas de las cuales
conseguían copiar un Corán en tan sólo dos semanas. Córdoba también fue un centro
de extraordinaria importancia para la transmisión de la cultura helenística hacia
Occidente. Cada casa de prestigio debía gozar de una gran y bien nutrida biblioteca,
que rivalizaba por los manuscritos más raros, o los más antiguos.
Los méritos propios de Lubna impulsaron su ascenso a puestos de mayor
relevancia. Así, llegó a ser la secretaria de Al Hakam en todas las cuestiones
relacionadas con la cultura y la biblioteca, lo que demuestra la gran estima y
admiración que el monarca sentía por ella. Pero Lubna siempre mantuvo con orgullo
su origen de esclava, y recordó hasta su muerte las primeras conversaciones que
mantuvo con el príncipe aquellos días en los que siendo aún una niña comenzó a
frecuentar su biblioteca.
—Mira Lubna —le decía el entonces heredero con cariño—, los libros se copian a
mano. ¿Ves a aquellos hombres con el tintero de cobre colgado en su cinturón? Son
copistas y calígrafos. Copian los textos utilizando el cálamo, que es una caña, recta y
perfectamente afilada; las de mayor calidad proceden de las marismas de Babilonia.
Dos veces al año recibimos embarques con los mejores cálamos de oriente.
—¿Podré ser yo también algún día copista, señor? ¿Podré tener mi propio cálamo
de Babilonia?
—Eso sólo Alá lo sabe. Ahora lo que debes hacer es aprender a leer y a escribir
bien. Esfuérzate en ello. Quizás pronto llegues a convertirte en una buena calígrafa y
con tu cálamo y tu tintero logres producir auténticas obras de arte.
—¿Tinta? —la curiosidad de Lubna niña parecía no tener límites—. ¿Qué tipos
de tinta hay?
—Existen dos tipos de tinta —le respondía Al Hakam con paciencia—: la madad,
fabricada con ceniza y carbón triturado disuelto en miel y goma, y la hirb, realizada
con una substancia vegetal, llamada agalla, que se obtiene de algunas plantas que han
sido picadas por algún tipo determinado de insecto.
Y así, poco a poco, Lubna llegó a convertirse en una celebridad entre los amantes
de los libros, trabajando con el príncipe, primero, y después califa, Al Hakam II.
—Lubna, mi antepasado, el emir Abderramán II envió a un sabio cordobés,
Abbas ibn Nasih, hasta Mesopotamia, para que ordenara copiar cuanto libro de
ciencia antigua, de los griegos y los persas, hubiera sido traducido al árabe. Yo quiero
hacer lo mismo, necesitamos ser los primeros en conocer las traducciones de los
libros de la antigüedad.
Con ese fin, Al Hakam mandó emisarios a las principales plazas culturales del
mundo como Bagdag, Damasco y El Cairo a la busca de los mejores y más extraños
textos que lograran en los mercados del libro. En su afán por poseer los primeros
ejemplares, Al Hakam contrató para su exclusivo servicio a un escribano en Bagdag,
Muhammad ibn Tarjan, con la única misión copiar cualquier nuevo libro de cierta
importancia que se publicara. Su afán de coleccionismo llegó a bordear el fetichismo
en su manía de poseer las primeras copias; en una ocasión envió una orden de
compra, junto a una bolsa con mil dinares, para adquirir una ingente recopilación de
la poesía y música de los árabes —conocida como el Libro de Canciones— que había
escrito el sabio al-Isfahaní en Mesopotamia: su única condición; adquirir la primera
copia, para que nadie se le pudiera adelantar en su lectura. Podía permitirse estos
lujos y excesos: la fortuna heredada de su padre lo convirtió en uno de los monarcas
más ricos de su tiempo.
Córdoba también se convirtió en un importante centro de estudio de la gramática,
al frente de cuya escuela se encontró a al-Zubaydí, que nacido en Sevilla trasladó a la
ciudad califal bajo el generoso mecenazgo del monarca culto. El sabio pronto
consideró a Lubna como su alumna más aventajada.
Una vez nombrado califa trasladó la biblioteca a Medina Azahara y redobló su
empeño en convertirla en la mejor del mundo. Su director fue el eunuco Tarid,
mientras que el siciliano Abul Fadal dirigió a los encuadernadores y Zafr al-Bagdadí
—expresamente llamado desde oriente— gobernó a los copistas y calígrafos de la
biblioteca, que llegó a atesorar la fabulosa cantidad de cuatrocientos mil volúmenes,
meticulosamente catalogados. Al-Hakam fue algo más que un simple coleccionista de
libros. Era un voraz lector, que anotaba en sus libros sus propias reflexiones. Lubna
además de sus responsabilidades al lado del califa, fue nombrado secretaria de la
biblioteca, en la que organizaba veladas poéticas en las que participaba el propio
califa.—
Cada vez llegan más libros fabricados en papel, Lubna —comentó el califa
resignado—. Este nuevo material me parece mucho más pobre que nuestros nobles
pergaminos de piel tratada. Además, no creo que dure mucho, se deben deteriorar
enseguida.
Lubna, que era una firme defensora del papel, porque había intuido su enorme
potencial de futuro, intentaba convencer al califa.
—Señor, estoy convencida de que este nuevo material enterrará el uso de los
pergaminos y papiros. La escritura sobre el papel es más limpia y fácil, es barato de
fabricación y conocemos libros con más de dos siglos de antigüedad que están en
perfecto estado.
El califa, ya cansado, seguía prefiriendo los viejos libros de pergamino, con olor a
cuero. Y para las grandes obras, los libros sobre vitela, fabricados con la piel del
borrego aún no nacido que se extraía del vientre de la oveja antes del parto. Nada
podía compararse con su suavidad y fina textura.
—Lubna, puede que tengas razón, eso sólo Alá lo sabe, pero donde esté un buen
pergamino, que se quite tu papel.
En efecto, el papel comenzó a llegar a Al Ándalus durante el califato de Al
Hakam. Durante siglos, la fabricación del papel fue un gran secreto que los
emperadores chinos guardaron con gran celo. Pero las tropas del islam, en su avance
hacia el este, lograron apresar en Samarcanda a uno de los sabios en su fabricación,
del que aprendieron la técnica. Pronto, su producción se extendió a otras ciudades. El
papel que llegaba hasta Al Ándalus procedía de Egipto. Sus artesanos lograron
mejorar las antiguas técnicas. Los chinos usaban corteza de morera, tejidos de seda y
trapos de ropa vieja, que trituraban y moldeaban en un marco de madera de bambú.
Los egipcios consiguieron un papel más fino gracias al uso del algodón y trapos de
lino y cáñamo.
—Señor —Lubna quiso tantear con suave prudencia al califa— quizás
debiéramos instalar una fábrica de papel en Córdoba. Sería la primera de toda Europa
y supondría una gran riqueza para nuestra ciudad. Llegarían mercaderes de todo
occidente para adquirir nuestro papel. Disponemos de trapos y de grandes molinos de
batanes para triturarlos. He estado informándome y podríamos comenzar su
fabricación pronto.
—Lubna, ¿estás segura de lo que dices?
—Completamente, señor.
—Pues sí tú estás segura, yo también. En cuanto me recupere de mi enfermedad,
ordenaré que te provean de cuanto necesitas para tu proyecto del papel.
Desgraciadamente, el califa nunca se recuperó. En 974 sufrió un ataque de
hemiplejia que lo dejó debilitado y enfermo para el resto de su existencia. Muy pocas
personas fueron autorizadas a entrar en su lecho de muerte. Lubna fue una de ellas.
Con lágrimas en los ojos y un intenso dolor en el corazón, pues el afecto y
admiración que sentía hacia el monarca era hondo y sincero, la erudita y poetisa entró
en la alcoba en la que agonizaba el monarca. En ese momento salían de la sala el
príncipe heredero Hixam, que en aquel momento tenía once años, y su madre, la
hermosa vascongada Subth. Con la cabeza baja, apesadumbrados, ni siquiera la
saludaron al pasar. Un extraño presentimiento cruzó como una nube negra ante la
aguda intuición de Lubna. Apartó los malos presagios de su mente para adentrarse en
las penumbras de la habitación, hasta alcanzar el lecho del monarca.
—Lubna… —alcanzó a decir Al Hakam con voz trémula—. Me marcho. Es…
espero que Alá me acoja en su seno.
—Señor, aún puede recuperarse… —respondió Lubna haciendo un gran esfuerzo
por no romper a llorar—. Quizás en unas semanas esté recuperado, y pueda disfrutar
de nuevo de su biblioteca y…
—Quién sabe, Lubna. Pero ya estoy dispuesto para mi marcha… Quería
agradecerte tu compañía y tu esfuerzo durante toda tu vida… Espero que sigas
cuidando de la biblioteca tras mi fallecimiento…
—Por supuesto señor, seguiremos los dos cuidando de la biblio…
—Ya he hablado de todo esto con Subth. Ella cuidará de ti.
El califa, agotado, calló por un momento. Era evidente el gran esfuerzo que hacía
por mantenerse consciente y poder mantener la conversación.
—Lubna… —dijo casi en un susurro.
—Señor…
—También he hablado con Subth de… del proyecto del papel. Quiero que se
impulse definitivamente para el engrandecimiento de Córdoba.
—Sí, señor.
—Eso es todo… nunca podré agradecerte tu entrega y… talento.
Lubna, emocionada rompió a llorar. La fuerza de sus emociones desbordó la
esclusa de la compostura que exigía el protocolo ante el monarca.
—Soy quien os estoy eternamente agradecida. Era una simple hija de esclava y
me educó, me dio una oportunidad. Nadie lo hubiera hecho, cualquier otro me
hubiera destinado para su goce o para acarrear cubos de agua. Aún me hubiera
gustado poder entregaros mayor fruto de mi talento…
El califa esbozó una sonrisa de orgullo y satisfacción. Extendió su mano
temblorosa para agarrar las de Lubna. Jamás había hecho algo así en tantos años de
trabajo compartido. Al Hakam intentó sin éxito volver a tomar la palabra, pero fue
incapaz de articular sonido alguno. La vida se le iba sin remedio.
—Señor —Lubna comenzó a hablar de manera apresurada, como si temiera no
llegar a tiempo para que el califa pudiera entenderla—. Hace mucho tiempo, mi
madre me dijo que para un esclavo, no existe amo bueno. Yo, en mi inocencia, le
contesté que se equivocaba, que sí era posible, que el príncipe Al Hakam era bueno.
Hoy, tantos años después, sé que existen señores buenos. Y he tenido la gran dicha de
servir al mejor y…
Las lágrimas le impidieron seguir. Las manos del califa resbalaron inertes y su
cabeza se inclinó. Pero, por apenas una fracción de segundo, Luba pudo comprobar el
brillo de sus ojos el infinito agradecimiento y afecto que el monarca había sentido por
ella. Se supo entonces una mujer dichosa, sintió que todo su esfuerzo había merecido
la pena. Los doctores, alarmados por el desfallecimiento del monarca, la invitaron a
salir. Lubna dejó la alcoba real con el convencimiento de que su vida había merecido
la pena.
Nunca más volvería a ver al califa con vida. Al día siguiente falleció entre los
brazos de sus eunucos Fajil y Djahad y su muerte fue llorada sinceramente por el
pueblo cordobés. Al Hakam había sabido dar paz y prosperidad a Al Ándalus con su
política prudente y sabia y sus victorias ante los reinos cristianos del norte y contra el
califato fatimí en el norte de África.
Lubna quedó desolada. Durante días, vagó sola por las dependencias de la
biblioteca, sin fuerzas para hablar con nadie, ni siquiera para tocar libro alguno.
Pasadas unas semanas, pidió una entrevista con Subth, para comentar los deseos del
difunto Al Hakam con respecto al futuro de la biblioteca. Su hijo, Hixam, había sido
nombrado califa y se rumoreaba que la reina estaba cediendo el poder a su favorito
Almanzor, del que comenzaban a llegar rumores inquietantes. Subth jamás se dignó a
conceder la entrevista a Lubna. Celosa de la relación tan especial que había tenido
con su marido, la sultana había decidido condenarla al ostracismo. Una tarde nublosa,
Almanzor pasó delante de la biblioteca y la miró con desdén. Lubna sintió que aquel
político ambicioso y cruel significaría el final del sueño de la biblioteca. Un rato
después, dos eunucos le comentaron que estaba cesada en su cargo de secretaria de la
biblioteca.
—Vete de Medina Azahara y no vuelvas jamás. Tus servicios no serán nunca más
requeridos en esta biblioteca.
Lubna, erguida como una reina, paseó por vez última entre sus queridos libros,
rozó con suavidad los lomos de algunos de sus mejores volúmenes. Después, sopló
sobre sus manos un beso de despedida y con un suspiro salió orgullosa de la
biblioteca para no volver nunca más.
El resto de sus días los pasó, querida y respetada en su casa de Córdoba,
recibiendo en sus salones a poetas y gramáticos. Para desgracia de Córdoba, el
molino de papel no llegó a instalarse en Córdoba, y aún debieron pasar más de cien
años para que el primero funcionara en Xátiva. Pero aún más cruel fue el destino de
la biblioteca. Los negros augurios de Lubna se cumplieron y pocos años después de la
salida de Lubna, el ya todopoderoso Almanzor, para ganarse la voluntad de los
ulemas y alfaquíes más ortodoxos y fundamentalistas, ordenó quemar en público un
gran número de libros de la biblioteca. Con ese acto salvaje se perdieron para la
humanidad obras únicas e irrepetibles. El hermoso sueño de Al Hakam y de Lubna, la
gran biblioteca de Medina Azahara comenzó a convertirse en ceniza.
Los que sobrevivieron a la salvaje quema, fueron malvendidos, perdidos o
saqueados en las crueles guerras civiles cordobesas de los siguientes años; de los
cuatrocientos mil volúmenes que llegó a albergar la biblioteca, uno tan solo —
descubierto en 1938 en una biblioteca de Fez— ha llegado a nuestros días. Pero el
recuerdo de la culta Lubna y del califa bueno, aún perdura entre los muros derruidos
de Medina Azahara.

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