Uno de los más bellos espectáculos que pueden contemplarse en Sevilla es el
baile de los niños «seises» de la Catedral, en los ocho días siguientes a la festividad
del Corpus Christi, y en la semana de octava de la Inmaculada. Los «seises» forman
un grupo de canto y baile, con la particularidad de que sus trajes y sus canciones son
del siglo XVI.
La fundación del grupo de «seises» data, según testimonios que se poseen en la
Catedral, del año 1439 al menos. Se les llamó primitivamente «niños cantorcillos» y
«mozos del coro». El reglamento o estatuto por que se rigen data de 1508.
En los dos primeros siglos vestían de pastorcillos, con una pelliza mostrando la
lana del cordero hacia afuera, calzones cortos, y unos borceguíes o botas de becerro.
También se cree que en alguna festividad eucarística se ataviaban con trajes de
ángeles, a la manera como hemos visto en nuestros tiempos algunas niñas de primera
comunión vestidas de angelitos. Hay un tabernáculo o caja de guardar las Hostias que
se conserva en la catedral, que tiene pintadas sobre la madera unas figuras de
angelitos que llevan las alas sujetas a los pies, con unas polainas, y que se supone es
una representación de los primitivos «seises». El nombre de «seise» es una
modificación fonética, mediante el «seseo» andaluz, de la palabra de castellano
antiguo «seize» que significaba dieciséis. Así pues, en un principio los «seises»
fueron, sin duda, un grupo de dieciséis niños, aunque actualmente se han reducido su
número a doce.
Ya en el siglo XVI o XVII se cambió la ropa por un trajecito de paje al estilo de la
corte de los Austrias, con un juboncillo o coleto, que viene a ser como una chaquetilla
sin mangas, muy ajustado al cuerpo. Por debajo de él asoman las mangas de una
prenda a manera de camisa, plisadas y abullonadas. El juboncillo es de color rojo
para los días de la octava del Corpus, y de azul celeste para la octava de la
Inmaculada Concepción. La prenda inferior es un calzón corto, de seda blanca, y de
color blanco también las medias. El atuendo se completa con una banda que cruza el
pecho, zapatos forrados en raso, y un sombrero con plumas.
Primitivamente los «seises» bailaban acompañándose con el «adufe» o pandero,
instrumento muy popular en Sevilla en épocas pasadas. Pero desde el siglo XVI se
sustituyó el pandero por las castañuelas, que utilizan todos los niños en sus bailes.
La música que interpretan cantando y bailando, era en principio «villancicos» de
carácter medieval, entre ellos el célebre Guárdame las vacas, Carillo. A fines del
siglo XVI ya se van sustituyendo por canciones musicales de mayor empeño, creadas
por los maestros de capilla de la catedral, con acompañamiento de órgano y de
orquesta, de formas musicales polifónicas, y que han evolucionado según el gusto de
cada siglo, desde las «gallardas» y «gigas» hasta las «pavanas», pero siempre con la
particularidad de que el compás en que se interpretan sea lento y ceremonioso. En
todos los actos en que participan los «seises», echan tres bailes, uno en honor del
Santísimo Sacramento, o en honor de la Virgen; el segundo baile en honor del
prelado, y el tercero en honor de las autoridades y pueblo.
Además de participar en los cultos, y bailar ante el altar, en las dos octavas,
suelen salir en otras ocasiones excepcionales. También durante la procesión del
Corpus acompañan a la Custodia en su recorrido por las calles, y van cantando
delante de ella. Al llegar a la Plaza del Ayuntamiento y a la Plaza del Salvador, en las
cuales se instalan altares, se detiene la Custodia, y entonces los «seises» interpretan
sus bailes en dicho lugar.
Apuntes de seise en rojo y azul, Gonzalo Bilbao.
Aunque los bailes de los «seises» son totalmente ceremoniosos, y no cabe nada
más respetuoso y más honesto, no siempre han sido aceptados por los arzobispos que
vinieron a ocupar la sede hispalense. Muchos de ellos rechazaron esta tradición y
procuraron por todos los medios suprimir los niños «seises» y acabar con el baile ante
el altar mayor. Pero el Cabildo catedralicio, que posee bulas pontificias, hizo valer
sus derechos y acudió ante el Papa, consiguiendo que la autoridad pontificia
prevaleciese sobre la del arzobispado, como era justo.
El prelado que más se distinguió por su afán de suprimir los bailes de los «seises»
fue el arzobispo Palafox, quien dispuso que no salieran los bailes. Acudieron los
canónigos a querellarse en Roma, y hubo un ruidosísimo proceso eclesiástico, en el
que se aportaron toda clase de datos y documentos antiguos para demostrar el
derecho que asistía a la Catedral. Por fin —dice la tradición—, el Papa, no queriendo
contradecir violentamente al prelado, pero al mismo tiempo para satisfacer a la
Catedral, dispuso que «continúen los “seises” y sus bailes en la Catedral de Sevilla
como hasta ahora, pero solamente por el tiempo que les duren los actuales vestidos,
y cuando éstos sean desechados no se les hagan vestidos nuevos y se dé por
terminado este uso».
Volvieron los diputados del Cabildo muy satisfechos, puesto que habían
conseguido salvar de la desaparición a los «seises». ¿Por cuánto tiempo? Ah, quien
hace la ley hace la trampa, y siempre quedan por entre las mallas de la disposición
legal, resquicios por los que evadir su cumplimiento.
Así, que el Cabildo, para que nunca se desechasen los vestidos de los «seises»,
puesto que no se les podrían hacer nunca otros nuevos, determinó que en lo sucesivo
se hicieran a tales vestidos solamente reparaciones, pero nunca sustituirlos por otros
nuevos. Las reparaciones consistirían en cambiarles un mes una manga, al otro mes
otra manga, sustituir más adelante un delantero, y reponer al año siguiente la banda.
Del mismo modo que los sombreros no se podían desechar enteros, pero sí cambiarle
un año las plumas, otro la copa, y el otro el ala, y así remendando siempre, pero sin
deshacer nunca la prenda entera, siguen desde aquella fecha hasta hoy.
Finalmente conviene saber que la Iglesia católica debe a los «seises» de Sevilla
nada menos que el color litúrgico del celeste, para las fiestas de la Virgen. Ocurrió
que en el siglo XIX, cuando se proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción, se
planteó en el Vaticano el problema de qué color asignarle a las fiestas
concepcionistas. Entonces el Papa, recordando que en Sevilla desde el siglo XVII se
estaba usando el color celeste para los niños «seises» para la fiesta de la Virgen,
determinó hacer este color oficialmente litúrgico, y extensivo su uso a toda la
Cristiandad para las fiestas de la Inmaculada.
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