(Tradición judía)
Cuando Moisés libertó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto y cundió la noticia del milagroso éxodo las gentes se quedaron asombradas y atónitas ante el héroe que había podido llevar a término tal empresa.
Y hubo un monarca árabe que no pudiendo sofocar su vivísimo deseo de conocer al hijo de Amram, envió al campamento de los hebreos un gran pintor, con encargo de que pintase el retrato del caudillo de la tribu de Jacob. Como le había sido ordenado, presentóse el artista en el campo hebreo, pintó la figura de Moisés y volvió a su señor con el lienzo. Llamó entonces el monarca a sus sabios y les encargó que del retrato desentrañasen el carácter y condición íntima del modelo y en sus rasgos faciales descifrasen el misterio de su poder. Cuando aquellos sabios hubieron contemplado la figura, dieron unánimes la siguiente respuesta:
–Si hemos de decir la verdad, señor, a juzgar por lo que vemos, por fuerza tiene que ser ese famoso personaje un hombre de mala índole, altanero, codicioso y de violentos instintos; un hombre, en una palabra, en el que no resulta temerario recelar todas las depravaciones que degradan el alma humana.
Con indignada sorpresa objetó el soberano:
–¿Cómo? ¿Os estáis burlando de mí? ¿Ignoráis que de ese hombre admirable sólo se oyen elogios por todas partes?
Asustados del reproche, trataron entonces augures y artista de justificarse humildemente, aunque no quisiesen reconocer ni los primeros ni el segundo que en ellos estuviese la culpa del error, porque los sabios suponían que a la impericia del pintor habría de achacarse la falsa representación de Moisés, mientras que el artista protestaba que el retrato era fiel y presumía incompetencia en los sabios.
Mas como el rey no se resignase a la duda, resolvió trasladarse con su escolta de jinetes al campamento de los israelitas. Apenas lo hubo alcanzado, divisó ya de lejos el rostro de Moisés, el ungido de Dios. Sacó entonces el retrato, lo comparó con su arquetipo y ¡oh asombro!, aquella imagen era el trasunto mismo de su modelo.
Maravillado el príncipe, llegó hasta la tienda del profeta, hizo una profunda reverencia y, abatiendo su rostro en tierra a los pies del gran caudillo, le refirió lo que le había sucedido con la obra de su artista.
–¡Que tu indulgencia sea conmigo, poderoso señor! Sabe que antes de haber contemplado tu rostro daba por malogrado el trabajo del pintor; pero ahora que he tenido la dicha de conocerte, me persuado de que mis sabios, los que a mi mesa comen mi mismo pan, me han engañado y que su pregonada ciencia no pasa de pedantería falaz.
–Pues en eso os engañáis, príncipe –contestóle Moisés–, que tanto vuestro pintor como vuestros sabios han sido sumamente sutiles y exactos en su obra. No olvidéis que si yo no fuese por natural condición de la índole que vuestros muy doctos sabios han logrado columbrar, poca ventaja le llevaría a un reseco zoquete, que, ciertamente, también está exento de vicios y pasiones. Sí, señor; no tengo por qué negaros que todas las taras y máculas que en mi retrato han sabido desentrañar vuestros sabios, han sido lastre de mi frágil naturaleza, hasta que la fuerza de mi voluntad ha podido ir borrándolas y señoreando las malas inclinaciones, de suerte que hoy las contrarías virtudes informan mi vida, formando como una segunda naturaleza. Este y ningún otro es el secreto de mi renombre, lo que os explica mi exaltación en los cielos y en la tierra.
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