sábado, 30 de marzo de 2019

Las lágrimas del capitán Cepeda

Por el año de 1624, la Hermandad del Cristo de la Expiración había sufrido la
pérdida de la imagen que veneraba, destruida por un incendio que se produjo al
prender las velas en los paños del altar en la noche siguiente a su fiesta.
El Cabildo general de los cofrades autorizó a su Junta de Gobierno para que
encargase una nueva escultura del Cristo crucificado, la cual habría de ser, desde
luego, labrada por manos de algún famoso artista, puesto que la devota Hermandad
no solamente tenía dinero para pagarla, sino que estaba dispuesta a realizar cualquier
costoso sacrificio con tal de reponer en su altar la figura de Nuestro Señor de la
Expiración.
Un año entero transcurrió sin que se llegase a decidir cuál escultor sería
designado para realizar la obra, pues aun existiendo en Sevilla muchos y muy
gloriosos artífices, la Junta de Gobierno dudaba en pronunciarse en favor de uno u
otro, bien por aquilatar la mayor maestría del que se eligiese, bien porque procuraba
conseguir que su Cristo no se pareciese a ninguno de los que ya había en Sevilla, y
existía el temor de que siendo obra de uno de los artistas conocidos, se pareciese la
nueva imagen a las otras realizadas por el mismo escultor.
Así las cosas llegó a Sevilla noticia de la fama que alcanzaba por aquel entonces
en la ciudad de Roma un escultor español, quien habiendo sido capitán de los Tercios,
bajo cuyas banderas recorrió parte de Italia en gloriosas campañas contra los
franceses, había aprendido a alternar la espada con la gubia, y siguiendo las huellas
de los célebres escultores del Renacimiento italiano se había convertido él mismo en
un insigne imaginero. Se llamaba el capitán don Marcos de Cepeda, aun cuando
algunos le nombran también don Marcos Cabrera, quizá por estar emparentado con el
linaje de los Cabrera, de rancio abolengo en la ciudad de Córdoba, de donde él era
natural.
El capitán Cepeda, durante el ocio de sus estadías en las guarniciones de Italia, o
en las licencias que podía alcanzar en su Tercio, había estudiado a fondo las obras de
Miguel Ángel Buonaroti y de Donato de Betto, llamado Donatello, de quien en dulces
versos escribió en lengua toscana:
Ninguno el bronce vivo trabajara
con más delicadeza, verdad tanta.
Parece que hablan mármoles con vida.
El capitán Cepeda, que había empezado su labor para simple recreo propio y
distracción de sus compañeros de armas, acabó por ser tan conocido que el propio
Papa le encargó algunas imágenes para el palacio del Vaticano.
Éste era el capitán Cepeda, quien en 1625 regresaba a Córdoba con el propósito
de pasar solamente un tiempo descansando antes de regresar a Italia, donde tenía
establecido su taller.
Regía por entonces la diócesis de Córdoba el obispo cardenal don Pedro de
Salazar, el cual entretuvo al capitán Cepeda varios meses con trabajos de su arte, lo
que dio lugar a que en Sevilla la Junta de Gobierno de la Hermandad del Cristo de la
Expiración, sabiendo que el artista se encontraba tan cerca, envió comisionados para
invitarle a venir a nuestra ciudad con el fin de concertar con él la hechura de imagen
nueva de Cristo de la Expiración que sustituyera la antigua destruida en el incendio.
El capitán Cepeda vino a Sevilla, y tras algunas deliberaciones con el Cabildo de
la Cofradía, expuso su pensamiento de hacer una imagen muy distinta a cuantas
hubiera en Sevilla, tal como deseaba la Hermandad. En lugar de hacerla de madera, la
haría en pasta reproduciendo por molde un modelado barro que se comprometía a
realizar con tal propiedad en la anatomía como nunca se hubiera visto.
Firmóse el acuerdo entre el escultor y la Hermandad el 6 de diciembre de 1625,
festividad de san Nicolás de Bari, y con la particular cláusula de que el artista, quizá
por demostrar bizarramente su maestría, o quizá porque verdaderamente necesitaba
marcharse de Sevilla antes de Navidad, se comprometía a entregar la imagen
terminada dieciocho días después de la fecha del contrato, es decir, el día 24 de
diciembre.
Si pareciesen pocos dieciocho días para construir tan maravillosa efigie, aún le
sobraron tres al capitán Cepeda, pues pasados quince días de la firma del contrato,
asombró al Cabildo de la Hermandad, presentándoles la imagen, tan original como
verdaderamente no se había visto otra en Sevilla. La técnica seguida de reproducir el
modelado en barro mediante pasta fundida a molde, daba a la imagen una suavidad de
líneas y una morbidez de formas que la hacían aparecer mucho más humana que si se
hubiera tallado directamente con la gubia.
La Junta de Gobierno al recibir la imagen, demandó sin embargo que Cepeda
entregase el molde, porque no pudiera reproducir el Cristo nuevamente. Púsolo a
cuestión el escultor, pero con el contrato firmado de su mano se encontraba cogido en
una trampa que él mismo se había preparado. Cepeda sabía que aquella imagen era la
mejor que él había labrado en toda su vida. Ni siquiera acertaba a creer que de los
toscos materiales, que son el barro y el molde en escayola, pudiera haber salido aquel
prodigio de carne que parecía vivir.
Ahora se figuraba que de él mismo podrían decirse aquellas palabras que se
habían escrito sobre Donatello:
Rodas guardó con brillos sus estatuas
más convenientes fueron tales vínculos
para guardar las de este egregio artífice.
Cuanto con docta mano en escultura
hicieran muchos, sólo hizo Donato.
En mal hora había firmado aquella escritura. En realidad desprenderse de la
imagen era ya como vender un hijo para que fuera esclavo a las prisiones del Turco.
Pero si al menos pudiera salvar el molde…
Sin embargo toda su resistencia, sus razonamientos, sus súplicas, hasta sus
amenazas fueron inútiles. La Justicia se encargó de que se cumpliera lo concertado, y
un golilla, acompañado de dos corchetes, llevando consigo un escribano, transportó
los moldes hasta la puente de Triana el día 24 de diciembre, fecha en que el contrato
expiraba. La Junta de Gobierno y gran número de cofrades, acudieron también a
aquel lugar. El alguacil con un martillo rompió los moldes en menudos trozos y los
fue arrojando al río para que fuera imposible recuperarlos. El escribano levantaba de
todo ello acta, con su parsimoniosa letra procesal, mojando la pluma en un tintero de
asta, y apoyando el plieguecillo sobre una mesa que se había hecho traer de una
taberna de la vecindad.
Desde cierta distancia el capitán Cepeda, envuelto en su capa roja contempló la
escena mirando cómo rompían los moldes de su imagen. Quienes lo vieron aseguran
que por las duras mejillas de aquel hombre que había luchado en veinte años de
guerras contra los franceses y los turcos, corrieron dos hilos de amargas lágrimas. El
capitán Cepeda lloraba en silencio sin sollozar. Cuando terminaron la destrucción de
los moldes, el alguacil se sacudió el polvo de escayola que le había caído en la negra
ropilla. El escribano cerró el tintero de asta y los cofrades se marcharon, porque ya el
relente de la tarde les hacía temblar de frío en aquel lugar húmedo de la puente sobre
el Guadalquivir.
Cuando se marcharon los últimos aún estaba allí inmóvil con la mirada fija en las
aguas del río el capitán don Marcos de Cepeda. El viento helado de diciembre hacía
tremolar los vuelos de su capa roja militar y sacudía las plumas blancas de su
sombrero.
No se sabe cuánto tiempo permaneció así, porque nadie volvió a verle en Sevilla.
Dicen que se volvió a la guerra para hacerse matar, porque ya no quería seguir
siendo escultor después de haber logrado su obra maestra.
Dicen que se marchó a Córdoba donde el cardenal Salazar preparaba la fundación
del Hospital de Jesús Nazareno del pueblo de Montoro y allí profesó como fraile
enfermero y murió cuidando a los apestados.
Dicen, y esto es más de creer, que aquella noche del 24 de diciembre, el capitán
don Marcos de Cepeda, envuelto en su capa roja se echó al fondo del río desde el
puente de Triana para ver si podía rescatar los pedazos del molde de la imagen.
Era Nochebuena, y en el cielo causó asombro el saber que alguien había elegido
la hora del nacimiento del Niño Jesús para cometer el horrible pecado de suicidarse.
El capitán don Marcos de Cepeda, todavía con su capa y su chambergo, fue llevado a
presencia del Alto Tribunal que juzga a los pecadores.
—¡Pero si yo no me he suicidado, si sólo he querido recoger la imagen del Señor,
cuyos moldes aquellos hombres habían roto!
Y entonces, desde su trono, Dios Padre, con voz infinitamente dulce, sentenció:
—Si no buscaste la muerte, si lo que buscabas era a mi Hijo, ya lo has
encontrado. Siéntate al lado de los elegidos.
Y así ganó el cielo por el más extraño de los caminos, el capitán don Marcos de
Cepeda, veterano de cien batallas y el más famoso escultor de su tiempo.


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