sábado, 30 de marzo de 2019

El cetro de Netzahualcóyotl

Sucedido de la calle de la cerca de Santo Domingo (ahora 3.ª
de Belisario Domínguez)
Allá en los buenos tiempos en que era, repetidas ocasiones, Secretario de Estado y del
Despacho de Guerra y Marina, el excelentísimo señor general Don José María Tornel
que fue elocuente orador, distinguido literato y protector liberal de los jóvenes
amantes de las bellas letras, vivía en la casa número 13 de la calle de la Cerca de
Santo Domingo, ahora Belisario Domínguez número 69, y en la ciudad de México, el
Lic. Don Carlos María de Bustamante, insurgente, patriota, anticuario, historiador y
editor incansable de libros inéditos mexicanos.
Tornel y Bustamante habían sido buenos amigos, pero dimes y diretes de partido,
y poseídos ambos de las pasiones exaltadas que imperaban entonces, tanto en la
rabiosa política de los mochos como en la de los liberales, de un momento a otro se
disgustaron: Tornel burlábase de lo lindo del señor licenciado, y Bustamante llegaba a
la diatriba respecto al señor general.
Bustamante era extremoso en sus ideas; fue de los liberales entusiastas, de los que
fulminaron rayos y centellas en los periódicos y en la tribuna del Congreso, en contra
de los retrógrados.
Como historiador es digno de loa por su laboriosidad sin límites, por los grandes
servicios que prestó imprimiendo obras ajenas, como las de Sahagún y Alegre, por la
multitud de documentos relativos a nuestra guerra de independencia, que sacó del
olvido; pero, por otra parte, mutilaba textos, cambiaba títulos, comentaba opiniones y
ponía notas llenas de lamentaciones impertinentes.
Afecto como el que más a los indígenas de Anáhuac, deliraba con su historia, y
coleccionaba en su casa habitación, multitud de antiguallas: ídolos deformes y
espantosos, de barro o de piedra; puntas de flecha y cuchillos de obsidiana; metales,
molcajetes, ollas, cuentas, pinturas en papel de maguey y otras cosas parecidas, cuya
autenticidad él sostenía a puño cerrado, bien que en esta materia las falsificaciones
datan desde el mismo siglo XVI, según asegura el Reverendo Padre Fray Toribio de
Motolinia.
Un día, el onomástico del anticuario, se detuvo delante del zaguán de su casa, un
elegante coche de sopandas, brillando como espejo el barniz de la pintura,
reverberando con la luz del sol los adornos metálicos; limpísimos los arneses de los
caballos, piafando y erguidos éstos, y no menos erguidos el cochero y lacayo, que
vestían lujosas y correctas libreas.
Saltó el lacayo del pescante, penetró a la casa, e informado de que allí estaba el Sr.
Don Carlos María, la chistera en una mano, y la otra mano en la llave de la
portezuela, abrióla, bajó el estribo, desdoblándolo como biombo, y descendió de prisa
—entregando un objeto al sota— el excelentísimo señor general Don José María
Tornel, a la sazón en funciones como Jefe Superior de la Secretaría de Guerra y
Marina, e insigne Mecenas de la Juventud Mexicana, como le llamaban agradecidos
en sus dedicatorias, los juveniles y románticos poetas a quien impartía su protección
desinteresada.
Tornel, seguido del lacayo, subió la cerrada y ancha escalera de la casa, y no
había pisado aún el descanso, cuando ya desde el portón de madera, en pie, risueño,
brillándole los miopes ojillos tras los cristales de sus espejuelos, de bata floreada y
birrete con larga borla, le esperaba Bustamante; y al subir el último escalón, le abrió
los brazos exclamando:
—¡Qué honra tan grande es para mí, Sr. General, verle en esta su humilde casa!
Fue tan cordial el saludo, tan apretado el abrazo, que, por esto o hallarse fatigado
con la subida de aquellos escalones altos y numerosos, apenas pudo balbucir un
cumplido Tornel, el cual siguió por el corredor al lado de Bustamante que le colmaba
de atenciones, y detrás de ellos el lacayo, serio y estirado.
Pasaron la antesala, dejando en ella sombrero y bastón el General, y habiendo
puesto en sus manos el objeto, bajó el sota para unirse con el cochero.
Sentados cómodamente, repuesto Tornel ya de la sofocación producida por el
ascenso y los cumplimientos, todavía fue Bustamante quien inició la plática con la
pregunta siguiente:
—¿A qué debo el honor de verle aquí después de tantos años?
—Señor licenciado —dijo Tornel en actitud de orador—; ha tiempo que las
enconosas pasiones políticas de nuestros turbulentos partidos, que tantos males han
acarreado a nuestra hermosa, cuanto desgraciada Patria, habían roto el cariñoso y
dulce lazo de nuestra antigua y sincera amistad; pero mi corazón que siempre late
emocionado por mi eterna admiración al talento y la virtud, ha echado en olvido
nuestras rencillas, y hoy aniversario del fausto natalicio de usted, vengo a reanudar de
nuevo nuestra amistad interrumpida y como recuerdo y prenda de esta reconciliación,
pongo en sus manos este obsequio modestísimo.
Tornel entregó el objeto que el lacayo había subido desde el coche. Ahora los
papeles se cambiaron, pues la emoción se apoderó de Bustamante, embargado por el
sentido discurso y la oculta prenda. Casi temblándole los dedos, abrió la caja que
contenía el regalo; caja de finísima madera con ricas incrustaciones, forrada en el
interior con raso de seda blanca que perfectamente dejaba destacar el objeto que
constituía la prenda, a que había aludido el obsequiante.
La prenda más parecía un palo inservible, astillado y picado por doquiera, que
joya digna de encerrarse en aquel elegante estuche; pero los ojillos miopes de
Bustamante, despidieron fosforescente luz de entusiasmo, y recordando él también
sus arranques tribunicios, peroró el panegírico que sigue:
—Señor General: como si no fuera para mí sobrada honra y sin igual satisfacción,
el soldar de nuevo los rotos eslabones de la cadena de oro que nos unía desde la
juventud, todavía usted me colma de singular regocijo en este día, día en que por vez
primera la luz del Tonatiuh de mis mayores alumbró mis ojos, y no sólo con su
presencia me confunde, sino también con la valiosísima joya, que, cual piedra de
subidísimos quilates, me ha traído en tan preciosísima caja; ¿y sabe usted, señor
general, lo que es esto?
—Bien a bien, lo ignoro —contestó socarronamente el interrogado—. Uno de los
peones de mi hacienda vecina a Tetzcoco, arando la tierra con su yunta de bueyes,
sintió que saltaba un palillo torcido y me lo trajo a mi casa, asegurándome que
contenía jeroglíficos, pues sus abuelos le habían enseñado a conocerlos aunque no a
interpretarlos.
—Pues, señor general, las últimas palabras de usted confirman lo que a decirle
iba. Este palillo apolillado, es nada menos que un fragmento del cetro del gran
Netzahualcóyotl, nuestro sabio rey y poeta inspiradísimo de aquella Atenas del
Anáhuac, que se llamó Tetzcoco. Aquí tiene usted la cabeza de un coyote, y aquí el
signo jeroglífico de ayunar, pues el nombre de aquel vate soberano significa en
lengua náhuatl, coyote hambriento.
Tornel estuvo a punto de cometer una imprudencia y pretextando una ocupación
urgentísima en la Secretaría de su cargo y prometiendo que de corresponderle su
visita Bustamante, le volvería a ver, despidióse, tomó su sombrero y bastón en la
antesala, y casi brincando de dos en dos y hasta de tres en tres los escalones, atravesó
el patio, subió al coche, y partió con velocidad el carruaje, previa orden de:
—¡A palacio, y pronto! —que dio al lacayo el General Tornel.
El licenciado Don Carlos María Bustamante enseñó a todos sus amigos íntimos,
que comieron en su casa para conmemorar sus días, aquel cetro roto del gran
Netzahualcóyotl. Les recitó las endechas sobre las pompas y vanidades humanas que
al poeta indio hicieron inmortal, y pocos días después, en folleto impreso, y como
acostumbraba hacerlo, disertó largo sobre aquella joya de nuestros antepasados.
Entre tanto Tornel reía a mandíbula batiente, y ya que hubo circulado Don Carlos
María el opúsculo, una tarde mandó publicar aquél, en El Siglo XIX, diario entonces
muy leído, el siguiente párrafo que a continuación se copia:
«Candor estúpido. —El excmo. señor Ministro de la Guerra, Tornel, para
demostrar a Don Carlos María Bustamante, su crasa ignorancia, su admiración
inmoderada a las antiguallas y su credulidad estúpida, le regaló el día de su santo un
palo viejo y podrido con unos geroglíficos labrados en él a propósito y el señor
licenciado lo ha tomado y descrito por un fragmento del cetro de Netzahualcóyotl…».
Bustamante pronunció la más tremenda de sus catilinarias en contra de Tornel.
Recogió como pudo el folleto, haciendo un auto de fe con todos los ejemplares en la
azotehuela de su casa y cuando algún malévolo le recordaba el chasco, decía muy
serio: —¡Tornel me tiene envidia! ¡Realmente un peón de su hacienda encontró el
objeto que me obsequió, y ese objeto, a pesar del párrafo del Siglo, es auténtico,
verídico y antiguo, y no puede ser otra cosa que un pedazo del cetro de
Netzahualcóyotl!
Los arqueólogos, son siempre abnegados mártires, pero nunca, leales confesores.

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