Tradición del Palacio Nacional
Invariablemente, desde el día en que tomó posesión del virreinato de la Nueva
España, el segundo Conde de Revilla Gigedo, tenía la costumbre de que lo afeitasen
todas las mañanas, a las 7 en punto.
Poco antes de esta hora, entraba el maestro barbero a la cámara del Virrey,
provisto de pichel y bacía de plata cincelada y reluciente, paños finos y de cambray y
bolsa de cordobán, que a modo de estuche, contenía las navajas.
El Conde hallábase ya sentado en cómodo sillón, frente a la vidriera de uno de los
balcones que caían a la plaza del Volador, y mientras el barbero asentaba las navajas
y hacía la jabonadura, leía S. E. las quejas y solicitudes que la víspera habían sido
depositadas en un buzón, que por su orden se había colocado en la puerta principal
del Real Palacio.
El barbero, a quien todos conocían sólo por su nombre de pila, llamábase Teodoro
Guerrero, y era un viejecito simpático, como de setenta años de edad enjuto de
carnes, color moreno, de ojos verdes y muy vivos, bastante calvo y todo rasurado.
Vestía el traje de los barberos de su época, pero a causa de sus años y tener que
salir muy de mañanita para servir a su clientela, traía siempre puesta su capa, que sólo
se quitaba en el acto de ir a afeitar.
Con el Virrey ponía particular cuidado. Colocábale un paño finísimo en el pecho,
otro atrás para limpiar las navajas, y mientras el Virrey se detenía la bacía encajada
en el cuello, Teodoro untábale la jabonadura a dos manos, pero con suma pulcritud y
habilidad.
En seguida, no sin probar el filo de la navaja en uno de los dedos, procedía a
desmontar la barba, y a continuación, previa agua limpia con que enjuagaba el rostro
del Virrey y nueva untada de jabón con los dedos, seguía la operación de
desencañonar, pero sin producir irritación en la piel, ni hacer sangre, ni causar la más
mínima molestia.
El Virrey continuaba leyendo, y Teodoro, después de peinar la cabellera
empolvada y tejer la trenza de la coleta, exclamaba satisfecho, sacudiendo los paños:
—¡Buena salud, Excelentísimo Señor!
Y S. E. le contestaba:
—¡Gracias, Teodoro!
El barbero recogía entonces todos los menesteres de su oficio. Salía como había
entrado, silencioso, inclinándose con respeto ante S. E., procurando en esta vez no
darle las espaldas, pero sin pronunciar siquiera unos corteses y secos buenos días.
El segundo Conde de Revilla Gigedo, como es bien sabido, fue modelo de
virreyes. La Nueva España le debió mucho. Durante su sabia administración
progresaron la agricultura y las industrias, las ciencias y las letras. Los cargos
públicos fueron desempeñados por hombres inteligentes y probos, y destituidos los
inútiles, los perezosos, los ignorantes. La ciudad de México se embelleció mucho y
ganó en limpieza y en higiene. Calles, plazas, paseos, fuentes, baños, edificios, todo
fue objeto de particular reforma, pues aquel esclarecido Virrey era infatigable, y
trabajaba día y noche para dar cumplimiento a las múltiples atenciones inherentes a
su empleo y a los mil proyectos que a cada paso realizaba.
El Conde, por su misma labor, no perdía el tiempo en vanas y pueriles
conversaciones, ni a la hora de afeitarse se permitía con su barbero un poquito de
palique.
Y hay que tener en cuenta que los barberos son tentadores, porque son de suyo
comunicativos y curiosos. Hablan de lo que no les importa. Saben vidas ajenas. En
aquellos tiempos todavía más, pues con excepción de la Gaceta que salía pocas veces
al mes, con noticias insípidas y desabridas para el vulgo, el barbero era entonces el
único órgano de la chismografía y de las huecas noticias con que se llenan los diarios
de nuestros días.
Así es que Teodoro, el barbero, era en apariencia la excepción de la regla general,
y el segundo Conde de Revilla Gigedo estaba encantado con él, pues nunca
interrumpía la lectura de las cartas, ni despegaba los labios para solicitar el más
pequeño favor, como cualquiera otro lo hubiera hecho, aprovechando el cotidiano
trato con S. E.
—¡Cuántos me adulan —exclamaba para sí el Conde—, por conseguir empleos o
recomendar a parientes o amigos! Mi secretario tan discreto; los oidores tan
prudentes; los canónigos tan buenos; el Arzobispo tan caritativo; los priores,
guardianes y provinciales de frailes tan observantes; las encopetadas abadesas y las
superioras de monjas tan austeras; mis alabarderos tan fieles y mis pajes tan
serviciales ¡pero qué más! ¡los cocineros y los galopines de este Real Palacio, todos,
unos de palabra y otros por escrito, me han pedido cargos y distinciones,
recomendaciones y favores… sólo mi barbero nada, en cuatro años que hace que me
afeita!
Pocos días faltaban para que Revilla Gigedo dejase al sucesor el virreinato. Una
mañana del mes de julio de 1794, a la hora de costumbre, entró Teodoro al aposento
del Virrey. Inclinóse, como era de reglamento; preparó los útiles, y con gran sorpresa
suya el Conde no leía, sino que inició una conversación en estos términos:
—Teodoro, tú has sido el más cumplido de mis criados. Pronto dejaré el gobierno
y deseo servirte. ¡Pide lo que gustes!
—Gracias, Excelentísimo Señor, y ya que S. E. es tan bondadoso, y que de modo
tan franco me abre las puertas de su liberalidad ¡cuán feliz sería si me concediese seis
gracias, una cada mañana de las que venga a afeitar a S. E.!
—¡Concedidas! Comienza hoy pidiendo la primera.
—Que en los días que faltan de Gobierno a S. E. me permita un ratito de charla.
¡Admiro y quiero tanto a Su Excelencia!
La segunda mañana estaba el Virrey de muy buen humor y Teodoro le pidió su
castellana, alegando que no quería quedarse sin un recuerdo suyo. La tercera el reloj,
complemento indispensable de aquella, y ante cuya carátula había fijado su vista S. E.
tantas veces; y aunque el Conde observó que el valor de las gracias iba en aumento,
lo propio que la calidad de los elogios, aguantóse mal de su grado, y esperó, no sin
algún temorcillo, pero sí con gran curiosidad, saber las tres gracias que le faltaban
conceder para liquidar cuentas con el rapa-barbas.
—Excelentísimo Señor —dijo Teodoro la mañana del cuarto día—, perdóneme
mi atrevimiento, pero estoy muy pobre, tengo un hijo varón que presto está a recibir
el grado de licenciado, y los gastos ascienden a 789 pesos 5 reales, ni más ni menos.
—¡Cómo! —exclamó el Virrey.
—Ni más ni menos, Excelentísimo Señor, he aquí la cuenta detallada —dijo
Teodoro, sacando de la bolsa un papel doblado en cuatro partes.
El Virrey leyó:
—De modo y manera —agregó el Virrey—, que tenemos por un lado 51 pesos, y 688
pesos, 5 reales de la Noche Triste, son 739 pesos 5 reales, y 50 pesos de los convites:
exactos 789 pesos 5 reales.
El Conde se levantó del sillón, se dirigió a un pupitre, y sacó de uno de sus
cajoncillos 49 onzas flamantes y 6 escudos nuevecitos, con el busto de Carlos IV, y
entregando la suma a Teodoro, dijo:
—Los tres reales que sobran para puros.
—Gracias E. S. Muchísimas gracias en mi nombre y en el de mi hijo.
Llegó la quinta mañana, y el Virrey, acabado de afeitar, preguntó con sorna:
—¿Cuál es la quinta merced que tengo que hacer hoy a mi sincero y
desinteresado servidor?
—S. E. —contestó Teodoro—, dirá que abuso, pero soy padre, y un padre ¿qué no
hará por sus hijos? Años ha tengo, E. S., desde la edad de doce años y de criada en el
convento de la Limpia Concepción, de esta Corte, a una hija mía, doncella, tan
inclinada a la vida religiosa, que sólo espera una alma caritativa que la dote para
profesar…
—Comprendo —dijo el Virrey—. La gracia de hoy no es tan corta, pero en
atención a que ya tenía pensado dotar a una huérfana antes de irme de estos reinos, y
a que espero que mañana serás más moderado… concedida la dote.
El sexto día amaneció S. E. nervioso y triste. Pocos le faltaban para abandonar su
alto puesto, y a medida que el tiempo se acercaba, huían los amigos, se eclipsaban los
cortesanos, y no pocos ingratos, sordamente, preparaban los capítulos de acusación
en la residencia, juicio a que eran sometidos todos los virreyes después de su
gobierno.
El estado de S. E., aquel día, lo comprendió desde luego el buen barbero. Procuró
extremar sus respetos, afeitar con el mayor cuidado, de modo de no producir molestia
alguna. Peinó con igual esmero al Virrey, trenzó suavemente los cabellos con la cinta
de la coleta y casi en secreto pronunció la frase sacramental de:
—¡Buena salud, Excelentísimo Señor!
El Conde se puso en pie. Sintió ese dulce bienestar y frescura que experimenta
uno cuando acaba de ser afeitado por una mano hábil. Pensó que el rapabarbas no se
atrevía a pedir la última gracia, y aunque temeroso, por su parte, de la cuantía, pero
picado de curiosidad, interrogó a Teodoro, y éste le contestó:
—Excelencia. Ya soy muy viejo y viudo y no tardaré en morir. Mis dos hijos ya
tienen, gracias a S. E., un porvenir risueño. Yo amo esta tierra porque es la patria de
estos hijos y de su santa madre, que en paz descanse. Vine aquí muy joven, con
vuestro padre, el año de 1746. He ejercido en México 48 años mi oficio, y a 11
virreyes antecesores de S. E. he afeitado. Con excepción del Marqués de Croix, que
era un poquillo enojón, de todos conservo gratos recuerdos por sus talentos, por sus
bondades y por sus mercedes.
A los Excelentísimos Señores Marqués de las Amarillas, Cagigal de la Vega y
Marqués de Cruillas, a los tres hice sus pelucas, de pita de maguey por cierto, y
quedaron contentísimos. Al Sr. Bucareli y Ursúa le curé un cáustico en su última
enfermedad. A Don Matías de Gálvez, le puse sanguijuelas, y a Don Bernardo una
ventosa, y lo quise mucho, dicen que se quería levantar con el reino. Al Sr. Haro y
Peralta, cuando era Virrey, como nunca ha querido a los nacidos en América, una vez
que le sacaba yo una muela matriculada, en el momento de darle el jalón, me dijo,
escupiendo sangre a borbotones: ¡Bárbaro, criollo habías de ser! Al Sr. Flores,
vuestro antecesor, lo traté muchísimo. Su hijo se casó aquí y era muy alegre y gustaba
de que le cantase, acompañadas con la guitarra, coplas populares como aquella que
dice:
Tengo la salsa compuesta
Y me falta el perejil:
Dámelo perejilera,
Que te lo vengo a pedir.
O aquella otra:
No son todos cazadores
Los que por el monte van:
Unos cazan las perdices
Y otros las hijas de Adán.
Revilla Gigedo había cambiado de humor. Serio y reservado de por sí, sin embargo,
la charla de aquel viejecillo y su modo lleno de intención al canturrear las coplillas, lo
hicieron sonreír, y preguntó al barbero:
—Pero Teodoro ¿a qué hora pides tu última gracia?
—Me divagué, E. S. El Padre de S. E., a quien tanto debí y con quien vine a la
Nueva España donde me hice hombre, me ha traído tantas cosas a la memoria… Pues
bien, E. S., soy paisano vuestro, nací en la Habana, quisiera morir en la tierra de mis
padres y servir allá, con mi oficio, los pocos años que me restan de vida.
El Conde contestó:
—Eres el más excelente de los barberos. Has conseguido de mí cuanto has
querido. Me has recordado dos cosas únicas que me consuelan en los tristes días de
desengaños: mi padre muerto y mi patria ausente. Ve, prepara tus cosas, despídete de
tus hijos, que en breve partiremos juntos. Yo voy a Madrid, pero te dejaré en la
Habana.
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