jueves, 28 de marzo de 2019

Teseo, el vencedordel Minotauro

El joven héroe

  Minos, el rey de Atenas, no podía tener hijos. Por más que repudiara a sus mujeres y volviera a casarse, ninguna de sus esposas quedaba encinta. Estaba muy preocupado. Si no lograba tener descendencia, el trono les correspondería a los hijos de su hermano y él quería (desesperadamente) legárselo a un hijo de su propia sangre.

  Para saber si algún día llegaría a cumplir su deseo, consultó al oráculo de Delfos. Pero la respuesta fue confusa. Su barco se detuvo en el camino de vuelta a Atenas porque Egeo quería consultar sobre el significado de la profecía al sabio rey de una pequeña ciudad.

  Lo que había dicho el oráculo era que Egeo tenía una oportunidad de tener hijos, pero solo una. El sabio rey entendió perfectamente. Y como le gustaba la idea de que su nieto fuera rey de Atenas, emborrachó a Egeo y lo hizo pasar la noche con su hija. Así nació Teseo.

  Egeo amaba a su hijo, pero temía por su vida si regresaba con él a Atenas. Sus malvados sobrinos eran capaces de todo con tal de quedarse con el trono. Entonces decidió volver solo y dejar a su pequeño en un lugar seguro, con su madre y su abuelo. Antes de irse, escondió su espada y sus sandalias debajo de una enorme roca.

  —Cuando nuestro hijo tenga bastante fuerza como para levantar esa roca, lo enviarás a Atenas en secreto. Recuerda que mis sobrinos están dispuestos a matar a un heredero del trono —le dijo a la madre de Teseo.

  Teseo fue valiente desde muy pequeño. Se cuenta que cierto día Heracles, de visita en el palacio de su abuelo, se había quitado la piel del León de Nemea y la tenía a su lado. Creyendo que era un león de verdad, los niños del palacio huyeron gritando. Solo Teseo, que tenía siete años, tomó la espada de uno de sus criados y atacó a la supuesta fiera. Heracles le sacó la espada de la mano con una sonrisa de admiración que Teseo nunca olvidaría.

Aventuras en el viaje a Atenas

  Teseo tenía solo dieciséis años cuando su madre juzgó que ya estaba en condiciones de cumplir lo que Egeo le había ordenado. Y así fue. De un solo empujón, Teseo movió la roca y recuperó las sandalias y la espada de su padre.

—Debes ir a Atenas, hijo, pero no vayas por tierra —rogó la madre—. En este momento Heracles está cautivo de sus enemigos y el camino está infestado de monstruos y criminales.

  Pero Teseo era muy joven y en lugar de detenerlo, la advertencia lo entusiasmó.

  Eso era exactamente lo que deseaba: la oportunidad de luchar contra monstruos y criminales. El muchacho soñaba con convertirse en un héroe de la talla de Heracles, a quien tanto admiraba.

  Por supuesto, inició su viaje por tierra, cruzando el istmo de Corinto. El primer enemigo que probó sus fuerzas fue un asaltante de caminos que no era un ladrón cualquiera, sino un hijo del dios Hefesto, feo y rengo como su padre. Mataba a los viajeros con una enorme maza de bronce con la que Teseo, después de vencerlo, se quedó para siempre.

  Un gigante cruel devastaba la región. Lo llamaban «El doblador de pinos». Doblaba dos pinos, ataba a sus víctimas a las copas de cada uno y después los soltaba de golpe, para descuartizar a los desdichados. Teseo lo mató con tan poca piedad como la que «El doblador» mostraba con los demás.

  Luego, de un solo sablazo, logró decapitar a la Cerda de Cromión, un animal monstruoso, otro hijo de Tifón y Equidna, contra el que nadie podía.

  Teseo también se cruzó con Cerción, hábil como nadie en la lucha. El criminal obligaba a todos los que pasaban cerca de su guarida a pelear con él con las manos desnudas. Y mataba a los vencidos. Nunca pensó que un jovencito como Teseo lograría levantarlo y arrojarlo por el aire, matándolo de un solo golpe contra el suelo.

  Y, finalmente, Teseo tuvo que enfrentar a Procusto, «el estirador», el más cruel y perverso de todos los bandidos. Procusto invitaba a los viajeros a su posada, donde tenía dos camas, una grande y una pequeña. Atacaba a los viajeros, los ataba y amordazaba. A los de gran tamaño, los ponía en la cama pequeña y les cortaba todo lo que sobraba, empezando por los pies. A los de poca estatura los ponía en la cama larga. Con sogas y descoyuntándolos a martillazos los estiraba hasta que morían del tamaño de su lecho.

  Teseo fingió aceptar la posada que le ofrecía Procusto y allí lo mató, para enorme alivio de los pobladores de la comarca.

El trono de Atenas

  Teseo llegó a Atenas sin darse a conocer, tal como su madre se lo había aconsejado. Pronto comprendió que no era solo a sus primos a quienes debía temer. Egeo, su padre, se había casado con la hechicera Medea, repudiada por Jasón. Con sus artes mágicas, Medea había prometido curarlo de su esterilidad. Y, por supuesto, si lo lograba, quería que su hijo heredara el trono.

  Cuando el joven llegó a la corte, ya todos conocían su fama de justiciero, matador de monstruos y bandidos. Por temor a su madrastra, Teseo decidió permanecer de incógnito hasta entender mejor lo que estaba pasando. Pero, por supuesto, Medea lo reconoció inmediatamente y trató de librarse de él. Convenció a su marido de que enviara al joven héroe a luchar contra el Toro de Maratón[14].

  ¡Qué más quería Teseo que la posibilidad de luchar contra un toro gigante que respiraba fuego! Y más todavía si se trataba de repetir una de las hazañas de su admirado Heracles. Con su maza de bronce logró vencerlo y lo ofreció en sacrificio a los dioses.

  Entonces, Egeo, siempre aconsejado por Medea, lo invitó a celebrar su victoria con un gran banquete en su palacio. Los esposos se habían puesto de acuerdo en darle una copa de vino envenenado al peligroso extranjero. Teseo ya tenía la copa en la mano cuando sacó la espada para cortar un trozo de carne de jabalí que le ofrecían en una fuente.

  Egeo reconoció en el acto la espada que había ocultado bajo la roca para su hijo. El muchacho se llevaba ya la copa de veneno a los labios. No había tiempo de dar explicaciones. Con un movimiento brusco, su padre le golpeó el brazo, la copa cayó al suelo, y se derramó su contenido mortal.

  Allí mismo, Egeo reconoció a su hijo ante todos los cortesanos presentes, lo nombró único heredero del trono de Atenas y desterró para siempre a Medea y a su hijo.

  Los cincuenta primos de Teseo, que ya se relamían pensando en heredar el trono de Atenas, se enfurecieron al ver que Egeo tenía ahora un descendiente de su propia sangre. Enfurecidos, se prepararon para luchar contra Teseo y le tendieron una emboscada. Por suerte, uno de los soldados, que quería y admiraba al joven héroe, le detalló el astuto plan y así Teseo logró vencerlos.

  Pero antes de sentarse en el trono de Atenas, lo esperaba a Teseo la más grande de todas sus hazañas, aquella por la que sería recordado para siempre.

El Minotauro

  El Minotauro era hijo del monstruoso Toro contra el que habían luchado primero Heracles, y después el propio Teseo, que finalmente lo ofreció en sacrificio a los dioses.
Su madre era la esposa de Minos, el rey de Creta, que por culpa de una maldición de Poseidón se había enamorado del toro. El Minotauro era un horrendo monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro que solo se alimentaba de seres humanos.

  El rey Minos, sin embargo, no lo quiso matar. El Minotauro era hijo de su esposa, y él se sentía responsable de su nacimiento. Si no hubiera enfurecido a Poseidón, negándole el sacrificio del toro, el Minotauro jamás habría nacido. Su pobre mujer, enloquecida por la maldición de los dioses, no tenía ninguna culpa.

  Minos, entonces, le pidió al gran arquitecto Dédalo que construyera un laberinto con tal confusión de pasillos, habitaciones y escaleras que no llevaran a ninguna parte, que una vez encerrado adentro, nadie fuera capaz de encontrar la salida. Allí encerró al Minotauro y cada año le hacía llegar su ración de jóvenes tiernos y apetitosos. Pero, como no quería tener problemas con sus súbditos, en lugar de exigir que entraran al laberinto jóvenes cretenses, le había impuesto a Atenas como tributo que le entregara cada nueve años siete varones y siete doncellas para entregarlos a la voracidad del Minotauro.

Teseo, Minotauro y Ariadna

  Dos veces Atenas había entregado el terrible tributo y la fecha se acercaba nuevamente. Hacía veintisiete años que el monstruo de Creta se alimentaba con carne de jóvenes atenienses. El pueblo comenzaba a murmurar contra el rey. Los hombres hubieran preferido morir luchando antes que entregar a sus hijos. ¿Y por qué el rey no destinaba su propio hijo al Minotauro?

  —Iré a Creta —dijo entonces Teseo—. Y mataré al Minotauro.

  Egeo trató por todos los medios posibles de disuadir a su único hijo. Pero Teseo sentía que esa era su obligación y su misión, y no se dejó convencer.

  Como siempre, el barco que llevaba la triste carga de catorce jóvenes para alimento del horror partió con velas negras. Pero el padre de Teseo hizo cargar velas blancas, porque si su hijo lograba el triunfo, quería saberlo cuanto antes, sin esperar a que el barco tocara puerto.

  En Creta, los jóvenes fueron recibidos con banquetes y festejos. Las víctimas del sacrificio debían ser honradas y era fácil hacerlo con alegría cuando no se trataba de parientes ni amigos. Teseo se destacaba entre los demás por su altura, su porte, su gentileza y su buen humor, que contrastaba con la actitud temerosa y afligida de los otros. Una de las hijas del rey Minos, la rubia princesa Ariadna, se enamoró perdidamente de él.

  —No temas —le decía Teseo, viendo las lágrimas correr por la cara de Ariadna, que lo visitaba en secreto—. Luché contra criminales más feroces que el Minotauro y los vencí.

  Pero Ariadna sabía que el monstruo no era el único desafío que esperaba a Teseo. Aunque lograra matarlo, ¿cómo podría salir de ese palacio maldito, inventado para perder a sus ocupantes? Había una sola persona en Creta capaz de ayudarla: Dédalo, el constructor del laberinto.

  Una noche, justo antes de la consumación del sacrificio, Ariadna puso en la mano de Teseo un ovillo de hilo. El joven la miró desconcertado.

  —Lo atarás a la entrada del laberinto —dijo ella.

  Y Teseo comprendió.

  —Pero debes prometer que me llevarás contigo a Atenas —le rogó Ariadna—. Mi padre me matará si sabe que te ayudé a escapar.

  Al día siguiente, los catorce jóvenes atenienses entraron al laberinto.

  Empujados por las lanzas de los soldados, se vieron obligados a avanzar hasta perderse en los infinitos corredores. Pero no se separaron. Y Teseo iba adelante. Sin que nadie lo notara, iba soltando el hilo del ovillo que le había dado Ariadna.

  Pronto escucharon una respiración estruendosa y poco después un mugido gigantesco, estremecedor, como el rugido de una fiera. El Minotauro apareció ante ellos, en todo su horror, hambriento y feroz. La lucha fue breve. El Minotauro arremetía con toda su fuerza animal, pero manejaba con torpeza su cuerpo de humano. Y Teseo luchaba con su enorme fuerza, pero también con su inteligencia. Cuando consiguió matar al Minotauro, los jóvenes atenienses lo rodearon, desconsolados.

  —¿Y ahora? ¡Moriremos de hambre y sed, perdidos en el laberinto! ¿No hubiera sido mejor que nos matara el Minotauro? —se decían.

  Pero Teseo no tuvo más que caminar directamente hacia la salida, guiándose por el hilo que Ariadna le había entregado. Así salieron al exterior. Era de noche. Ariadna los estaba esperando a la salida del laberinto y se abrazó a Teseo con pasión, con inmensa alegría.

  Corrieron al puerto. Antes de abordar la nave que los sacaría de la isla, Teseo ordenó a sus compañeros que rompieran los maderos de las naves cretenses, para que no pudieran perseguirlos. Fue fácil, porque no estaban custodiadas: Creta creía haberse librado de todos sus enemigos..
En el viaje de vuelta, el barco de Teseo hizo escala en una isla. Ariadna, agotada, se quedó dormida en la orilla. Cuando despertó, las velas negras se perdían a lo lejos, ya en mar abierto. Algunos dicen que fue por culpa de una tempestad que arrastró la nave a mar abierto, otros dicen que Teseo se vio obligado a abandonarla por orden de los dioses. En todo caso, la desesperación de Ariadna no duró mucho. Un bellísimo joven, transportado por un extraño carro cubierto de racimos de uva y hojas de parra, acompañado por ninfas y sátiros, salió a su encuentro. Era el dios Dioniso[15], que se había enamorado de la rubia Ariadna y quería proponerle casamiento.

  Entretanto, Teseo se acercaba a la costa de Atenas. A causa del dolor y la confusión que le había provocado la pérdida de Ariadna, se había olvidado de cambiar las velas negras por blancas. Cuando su padre vio desde lejos que el barco volvía con velas negras, su pena no tuvo límites. Su único hijo había muerto. La vida ya no tenía sentido. Desde lo alto de un acantilado, se arrojó al mar, y murió en el acto. Desde entonces el mar Egeo lleva su nombre.

Teseo, rey de Atenas

  Teseo fue un buen rey. Instauró en Atenas la democracia. Por primera vez en la historia de la humanidad, los ciudadanos podrían votar para elegir a sus autoridades. Construyó muchos de los edificios públicos de la ciudad, conquistó Megara y la sumó a los dominios de Atenas…

  Pero Teseo amaba la lucha por sobre todas las cosas. Y embarcó a Atenas en una peligrosa guerra contra las amazonas, en la que, por suerte, consiguieron derrotar a las salvajes mujeres guerreras. También participó en el viaje de los argonautas. Y por defender a Pritoo, uno de sus amigos, se metió en la lucha entre los lapitas y los centauros.

  Sus aventuras con Pritoo terminaron muy mal. Los dos amigos habían decidido casarse con hijas de Zeus y para eso raptaron primero a la pequeña Helena, hermana de Cástor y Pólux, los Dióscuros, y después fueron nada menos que al Reino de los Muertos con la mala idea de robarle al dios Hades su esposa Perséfone, la Primavera.

  Hades fingió recibir con grandes honores a los dos héroes y los invitó a sentarse para compartir un banquete. Pero cuando Teseo y Pritoo quisieron levantarse, se encontraron pegados a sus asientos.

  Y allí estarían todavía si no fuera porque Heracles, cuando tuvo que apoderarse del Can Cerbero, el perro de los Infiernos, para llevárselo a Euristeo, consiguió convencer a Perséfone de que liberara al menos a Teseo, cuya fuerza y coraje todavía hacían falta sobre la Tierra.

  Entretanto, los Dióscuros, Cástor y Pólux, habían entrado a espada y lanza en Atenas. Liberaron a su hermana Helena y se la llevaron de vuelta junto con la madre de Teseo. En lugar del reemplazante que Teseo había dejado cuando se fue al Hades, pusieron a un rey aliado.

  Cuando Teseo volvió a Atenas, después de su largo encierro en el reino subterráneo, se la encontró dividida en grupos políticos que luchaban entre sí. Muy desanimado, renunció al trono y a su querida ciudad y se fue al exilio, donde murió tiempo después.

  Pero sus hazañas nunca fueron olvidadas por los atenienses, que durante siglos le rindieron honores.

Ícaro y Dédalo, los fugitivos del laberinto

  CUANDO Teseo, después de matar al Minotauro, consiguió salir del laberinto y escapó de Creta llevándose a su hija Ariadna, el rey Minos se enfureció más allá de lo imaginable. Él sabía perfectamente que Teseo no podría haber encontrado la salida del palacio maldito sin la ayuda del único hombre en Creta que tenía la solución: Dédalo, el constructor del laberinto.
Dédalo era un gran arquitecto y también inventor. Era capaz de diseñar toda clase de artefactos mecánicos y podía imaginar, proyectar y dirigir la construcción de cualquier edificio que se le encomendara, siempre con imaginación y sentido de belleza.

  Por eso cuando el rey Minos decidió construir un palacio maldito que sirviera para encerrar y contener al príncipe Minotauro, el monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro que había parido su esposa, no dudó en consultar a Dédalo.

  Y Dédalo creó el laberinto: un inmenso palacio sin techo, donde no entraban cortesanos ni servidores. Solo el Minotauro vivía allí, siempre solo, con sus mugidos de fiera, perdido en los infinitos corredores, pasillos, salas, jardines y escaleras que no llevaban a ningún lado. Su propio constructor, el gran Dédalo, jamás hubiera podido encontrar la salida sin tener un plano. Y sin embargo…

  Cuando Teseo logró salir del laberinto, el rey Minos no dudó: Dédalo tenía que haberlo ayudado. Y sin escuchar su defensa, lo hizo encerrar en su propia trampa, junto con Ícaro, su joven hijo. El Minotauro ya no estaba allí, pero Ícaro y Dédalo estaban condenados a morir de hambre y sed sin poder escapar del palacio maldito. El rey Minos, sospechando la trampa de Teseo, se había asegurado de que no llevaran nada parecido a un plano ni a un ovillo de cordel.

  Encerrado en el laberinto, Dédalo comenzó inmediatamente a pensar en la forma de escapar. Sabía que no tenían mucho tiempo. Viendo la gran cantidad de plumas de pájaro que se habían acumulado en el suelo del palacio sin techo, tuvo una gran idea. Con ramas que tomó de los jardines y un poco de cera que encontró en un panal de abejas, construyó para él y su hijo dos pares de enormes alas. Ya que no podían salir por donde habían entrado (aunque encontraran el camino, los soldados de Minos estarían esperándolos a la salida), huirían por arriba, hacia el Cielo.

  —Ícaro, hijo, no debes volar muy bajo. Si las olas del mar te llegan a salpicar las plumas de las alas, se volverán más pesadas y ya no podrán sostenerte. Tampoco debes volar muy alto. El Sol podría derretir la cera y se despegarían las plumas.

  —Sí, papá —dijo Ícaro.

  Pero era demasiado joven. Apenas un adolescente que se sintió el rey de los cielos cuando agitó las alas y se encontró de pronto volando en el aire, como un pájaro, como una paloma, ¡como un águila! Voló detrás de su padre, pero cada vez más y más alto, hasta acercarse tanto al Sol que la cera se derritió y las plumas comenzaron a caerse de las alas.

  Ícaro cayó al mar. Su padre Dédalo, desesperado, revoloteó un tiempo sobre el lugar donde su hijo había desaparecido, pero nada pudo hacer para ayudarlo. Cargando con su enorme dolor, Dédalo llegó sano y salvo a una ciudad donde siguió trabajando como arquitecto hasta su vejez.

Belerofonte y Quimera

  BELEROFONTE era hijo de una noble familia de Corinto. Cuando todavía era muy joven, el destino quiso marcar su vida con la tragedia. Sin querer, en un accidente de caza, mató a un hombre. Perseguido por su propia culpa y por la venganza de los parientes, el muchacho tuvo que irse de su ciudad natal.

Un largo viaje lo llevó hasta Tirintos, donde fue muy bien recibido por el rey, encantado con sus modales de príncipe, su inteligencia y su simpatía. Pero el mal destino seguía persiguiendo a Belerofonte.

  También la esposa del rey estaba encantada con él y trató de enamorarlo. Cuando el muchacho la rechazó, indignado, ella fue a quejarse con su marido de que Belerofonte había intentado tomarla por la fuerza.

  Había un solo castigo posible para un delito tan grave: la muerte. Pero el rey de Tirintos no quería romper la antigua ley de hospitalidad, que le prohibía matar a un hombre al que hubiera invitado a comer a su mesa.

  Entonces decidió dejar el castigo a cargo de su suegro.

  —Quisiera que le llevaras esta carta a mi suegro, que reina en Licia, donde te recibirá con todos los honores —le dijo a Belerofonte.

  Yóbates, el rey de Licia, recibió al enviado de su yerno con un gran banquete. El mensaje que le entregó Belerofonte era muy breve. Decía simplemente:

  Debes matar a quien te entregue esta carta

  Pero tampoco el rey de Licia quería matar a ese joven apuesto y agradable, que había comido en su mesa. Entonces se le ocurrió una gran idea. Liberarse de dos problemas al mismo tiempo. O, al menos de uno de ellos.

  Asolaba por entonces toda la región de Licia un espantoso monstruo, hijo, como tantos, de Equidna y Tifón. Era la Quimera, que tenía el torso de león, el resto del cuerpo de dragón, y dos cabezas, una de león y otra de cabra, por las que lanzaba fuego. Este monstruo mataba hombres y animales abrasándolos con sus llamas.

  —Hijo mío —le dijo a Belerofonte—. Estoy dispuesto a compartir mi reino, dándole la mano de mi hija a quien libre a mi país de la Quimera.

  —Dígame dónde está ese monstruo. ¡Yo lo mataré! —aseguró Belerofonte, que se sentía observado por los bellos ojos negros de la hija del rey, cuyas llamas podían quemar el corazón de un hombre casi tanto como las de la Quimera.

  Excelente, pensó el rey. Si la Quimera mataba a Belerofonte, cumpliría con su yerno. Si Belerofonte mataba a la Quimera, al menos se vería libre del monstruo. Y si tenía mucha suerte, podrían matarse el uno al otro.

  Belerofonte viajó hacia el Sur. Sabía que allí sería más fácil encontrar al monstruo. Ya no estaba tan tranquilo y tan seguro como en el banquete del palacio. Por el camino, la gente trataba de disuadirlo, contándole de qué manera horrible habían muerto otros jóvenes héroes en lucha contra la Quimera. Acampaba a orillas de un río, cuando vio un espectáculo asombroso, que jamás hubiera imaginado. Un caballo blanco, desplegando sus enormes alas, bajaba del cielo para beber de las aguas.

  Era Pegaso, el caballo alado, el hijo de Medusa y Poseidón, que había brotado del cuerpo de la horrenda Medusa cuando el héroe Perseo le cortó la cabeza. Belerofonte se dio cuenta de que solo podría vencer al monstruo si conseguía montar en ese extraordinario animal. Pero ¿cómo? Apenas trataba de acercarse, el caballo levantaba vuelo. Y sin embargo, no escapaba del todo, se quedaba siempre a su alcance. De pronto, una mujer enorme, imponente y hermosa con su escudo y su lanza, se apareció ante él. Era la diosa Atenea, que venía a ayudarlo, compadecida de su destino.

  Atenea le entregó a Belerofonte unas bridas y riendas de oro.

  —Si logras colocárselas, Pegaso se dejará montar.

  Muchos días y mucha paciencia empleó el muchacho para hacerse amigo del caballo alado y conseguir que se dejara colocar las bridas de oro. Por fin lo logró y se montó en el animal. Cuando Pegaso salió volando por el aire, Belerofonte disfrutó del viento en la cara, miró las casas y los ríos pequeños allí abajo y sintió que era el dueño del mundo.


La lucha contra Quimera no fue larga. El héroe trató en primer lugar de mantenerla a raya con sus flechas. Pero el monstruo se acercaba cada vez más, decidido a quemarlo con su aliento de llamas. Entonces, Belerofonte puso en práctica un plan que se le había ocurrido mientras domesticaba a Pegaso. Empuñó una lanza muy larga, con la punta de acero templado, como todas. En esa punta había ensartado un trozo de plomo, un metal blando que se funde con facilidad.

  Belerofonte atacó a la Quimera con su lanza y le metió en la boca la bola de metal. Fundido por el calor de las llamas que lanzaba la Quimera, el plomo derretido le atravesó la garganta, destruyendo sus órganos vitales.

  Yóbates estaba desconcertado, pero contento. ¡Se había librado de la Quimera! Sin embargo, seguía en deuda con su yerno. Y tampoco tenía apuro en casar a su hija con ese extranjero, por valiente que fuera. Para tratar de remediar la situación, se le ocurrieron otras pruebas.

  Así, envió primero a Belerofonte a luchar contra los sólimos, un pueblo famoso por su ansia guerrera, que asolaba las fronteras de Licia. Por supuesto, Belerofonte casi no necesitó ayuda para destruir el ejército de los sólimos.

  A continuación, acompañado por un grupo de valientes, el héroe se enfrentó a las amazonas, y una vez más logró vencer.

  En otra ocasión, sus enemigos le tendieron una emboscada, de la que salió sin una herida después de matarlos a todos.

  Ahora sí, Yóbates estaba lleno de admiración por sus hazañas. Entonces le mostró a Belerofonte la carta de su yerno y le ofreció el premio que deseara por haber librado a su reino de tantos males.

  —Nada deseo —dijo Belerofonte—, sino lo que me prometiste: la mano de tu hija menor.

  Así, Belerofonte se casó con la hermana de la mujer que tanto había hecho para perderlo.

  Y fueron muy felices hasta un día desgraciado en que el destino trágico volvió a alcanzar al héroe. Belerofonte quería más. No le alcanzaba con ser famoso y adorado por sus hazañas.

  Muchos habían matado monstruos. Muchos habían triunfado en la guerra. Él quería realizar una proeza tan grande que fuera única en la historia de los humanos. Montado en Pegaso, se propuso llegar hasta el mismísimo Olimpo. Pero Zeus no podía permitir que se alterara el orden del Universo. El Cielo no es el lugar de los mortales. Y, fulminándolo con uno de sus rayos, lo precipitó a tierra.

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