miércoles, 13 de diciembre de 2017

Los huesos del pozo de Fúneres

En tiempos antiguos existía en Asturias, muy
cerca del famoso pozo de Fúneres, un señorial
palacio, conocido con el nombre de Álvarez de las
Asturias, por sus primitivos moradores. Vivía en él
el último descendiente de la ilustre casa, de quien
se sabe que llevaba con mucho orgullo y poca
dignidad el título de conde. Era conocido y temido
por todos por su soberbia, su despotismo y su cóle-
ra indomable para aquellos que no pertenecían a su
misma nobleza.
Cuentan que un día en que vio trabajar a uno de
sus colonos en algo que no era de su gusto, le
acometió tal arrebato de cólera, que después de
insultarle injustamente, le dio muerte allí mismo.
Todos sus siervos se enteraron de lo ocurrido: pero,
aunque los sueldos eran exiguos y el contacto con
el perverso Conde insoportable, transigieron una
vez más y siguieron a su lado, por conservar el
mísero pedazo de pan diario.

Poco tiempo después de este suceso, paseando
un día el tiránico caballero por unos terrenos de su
propiedad, acertó a ver por primera vez a la hija, ya
moza, de uno de los labradores, y al observar su
belleza, la mandó llamar a su presencia y le ordenó
con extraña sonrisa que se presentara al día si-
guiente en su palacio. Prometió ella obedecer, y,
como era de esperar, sucedió lo que había ya ocu-
rrido con muchas de las trabajadoras del Conde: 
la muchacha quedó deshonrada y nadie pudo ni si-
quiera formular una queja al causante del daño.
Pasaron así los años, sin que mejorara la situa-
ción de aquellos desgraciados. La conducta del
Conde seguía siendo el terror y la comidilla de
aquellos alrededores. Tanto trascendieron sus mal-
dades, que llegó a oídos del Rey su despotismo, y,
sintiéndose obiigado a hacer justicia, le mandó 11a-
mar a su presencia, y una vez que confirmó la
verdad de su conducta, ordenó que se le diera muer-
te. Su cadáver, para ejemplo y escarmiento de otros
como él, fue colgado, como el de un criminal
cualquiera, en Peña Corbera, y una noche tras otra
los cuervos lo fueron devorando, hasta dejarlo redu-
cido al esqueleto. Entonces, sus huesos fueron reco-
gidos de allí y arrojados al pozo de Fúneres.
En pocos meses todo el mundo se olvidó de él;
sólo el perro del Conde, único ser a quien en vida
había profesado algún cariño, abandonó el palacio
 y se fue a vagar por los alrededores del pozo,
aullando incansable todas las noches en la boca
negra y tenebrosa que recogía el eco de sus angus-
tiosos ladridos.
Dicen que poco a poco, a raíz de ser arrojados al
pozo los huesos del Conde, se empezó a sentir por
allí un hedor repugnante, que cada día se hacía más
insoportable. Los vecinos de aquellos alrededores
empezaron a creer desde entonces que en el fondo
de las cenagosas aguas habían nacido bichos asque-
rosos de todas clases y esta idea hizo que las gentes
se alejaran más cada día de aquel pozo que parecía
haberse contaminado de todas las miserias del inal-
vado Conde.
Con los años, se fue olvidando la historia; pero  
un día un pastorcillo, ignorante de todo, que llevaba
por allí sus vacas, distraído, pisó en falso y cayó al
pozo. Lo advirtieron unos labradores y corrieron a
salvarle. Comprobaron en seguida que no se había
ahogado, porque era muy escasa su profundidad, y
le echaron una gruesa cuerda para que trepara por
ella; pero el pastorcillo se negó a subir y les rogó
que le dejaran morir en el fondo de aquel pozo. Los
labradores le preguntaron el porqué de su actitud, y
el pobre muchacho contestó que eran tantos los
bichos asquerosos que se habían adherido a su
cuerpo, que no quería contaminar al mundo con el
contacto ponzoñoso de tantas gafiras, larvas y cu-
lebrones como tenía sobre sí.
Hubo, pues, necesidad de dejar abandonado allí
al pobre pastorcillo. Pero, desde entonces, la creen-
cia de que el perverso espíritu del Conde vaga
todavía en el fondo del pozo ha reavidado su re-
cuerdo, alejando de allí a los curiosos.

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