Antiguamente era uno sólo el yanomamo que poseía el fuego:
Iwa-riwé. Era alto y caminaba despatarrado. Era tan celoso
de su fuego, que lo guardaba escondido debajo de la lengua.
Iwa-riwé era el más malo de los yanomamos. Era malo porque
era mezquino: a nadie cedía ni siquiera una llamita de su fuego.
Los otros yanomamos regresaban de cacería y le pedían a
Iwa-riwé un poquito de fuego para asar la carne. ¡Nada! Tenían
que lavarla bien, frotarla sobre una piedra, exprimirle toda
la sangre, y luego se la comían cruda.
Llegaban las lluvias y hacía frío. Iwa-riwé escupía una parte
de su fuego, encendía el fogón, cocinaba sus alimentos y se calentaba
de lo lindo. Cuando quería, con las manos apagaba el
fuego. A los otros yanomamos no los dejaba siquiera acercarse
al fogón.
Iwa-riwé no tenía amigos. Los hombres mezquinos no pueden
tenerlos. Los yanomamos, resignados, ya nada esperaban de
él. Estaban cansados de pedirle un poquito de fuego.
Pero había un hombre pequeño, charlatán y muy avispado,
que no se rendía. Se llamaba Yorekitirami. Iwa-riwé lo rechazaba,
pero él seguía rondando junto al chinchorro del dueño del
fuego. Le hablaba mucho y lo hacía reír con sus morisquetas.
Cuando Iwa-riwé se movía, no lo perdía de vista.
Con las lluvias, de noche, hacía mucho frío. Había muchos
yanomamos resfriados que tosían. Con el fuego de Iwa-riwé se
habrían podido calentar. Eso hubiera bastado para curarlos. Pero
el dueño del fuego seguía terco. Les negaba su fuego también a
los enfermos. En fin, se burlaba de todos. Hasta a Iwa-riwé le
dio gripe.
Era una mañana de densa neblina. Iwa-riwé se levantó con
un gran dolor de cabeza, pero tenía sueño: la gripe no lo había
dejado dormir. Volvió a acostarse como todos los demás. Nadie
iba al conuco. Nadie salía a cazar. Todos estaban enfermos.
Desesperados, algunos se acercaron a Iwa-riwé y le suplicaron:
-Somos tus parientes. Danos un poco de fuego, que nos vamos
a morir.
Todo fue inútil. Pero Yorekitirami seguía cerca del chinchorro
de Iwa-riwé, alerta como nunca. El dueño del fuego dormitaba,
cuando, de pronto, estornudó.
-¡Atchún! El fuego había saltado afuera de su boca. Iwa-riwé,
aturdido, no sabía qué estaba pasando. Cuando se dio cuenta de
lo. sucedido, Yorekitirami ya tenía el fuego entre sus manos y
corría lejos, saltando loco de contento.
Iwa-riwé había perdido el fuego. Entonces, se enfureció y hur
yó lejos del xapono... No quería ver más a los yanomamos.
Desesperado se zambulló en las aguas del río y se transformó en
babilla.
Yorekitirami volvió al xapono y distribuyó el fuego entre todos
los yanomamos. Cuando vio que todos tenían su fogón prendido,
se puso más contento todavía y dio un salto tan alto que
.fue a parar a las ramas de un árbol. Allí, y poco a poco, en todos
los árboles de la selva fue dejando una chispita de fuego. Por
eso la madera se quema. En la planta del cacao puso más: por
eso es el palo que sirve para prender el fuego. Yendo de árbol
en árbol, él se transformó en un pájaro negro de pico rojo como
el fuego,
Cuando Iwa-riwé escupió el fuego, Pre-yoma, una mujer que
estaba allí, chilló horrorizada y dijo:
-Ese fuego que ustedes tanto querían y que Yorekitirami le
sacó a Iwa-riwé los hará sufrir. Debían dejarlo tranquilo en la
boca de su dueño y habrían sido felices. En cambio, han sacado
algo pañmi (eterno) que los hará sufrir siempre: todos ustedes
y todos los descendientes de ustedes se quemarán con el fuego
,(Se refería principalmente a la cremación de los cadáveres). Yo
viviré feliz sin fuego. Nunca el fuego tocará mi cuerpo.
Eso dijo la mujer y fue a tirarse al agua de un caño. Allí
;quedó transformada en un sapito de color anaranjado. Es el
.sapito llamado pre-yoma, cuyo espíritu invocan los piaches para
enfriar el cuerpo de los enfermos que tienen fiebre. El nombre se
deriva onomatopéyicamente de su canto: ¡pren, pren, pretil
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