1. La inmortalidad del alma en la
leyenda de Mongan. 2. La raza céltica, ¿creía en la metempicosis pitagórica?
Opinión de los antiguos sobre esta cuestión. 3. Comparación entre la doctrina
de Pitágoras y la de los celtas. 4. El país de los muertos. La muerte es un
viaje. Texto del siglo IV antes de nuestra era. 5. Algunos héroes fueron a
guerrear al país de los muertos y de los dioses: tal fue el caso de Cuchulainn,
Loegairé Liban y Crimthann Nia Nair. Leyenda de Cuchulainn. 6. Leyenda de
Loegairé Liban. 7. La recomendación de no desmontar del caballo en la antigua
leyenda de Loegairé Liban y en la leyenda moderna de Ossin. 8. Leyenda de
Crimthann Nia Nair. 9. Diferencia entre Cuchulainn por un lado, y Loegairé
Liban y Crimthann por el otro.
1.
La inmortalidad del alma en la leyenda de Mongan.
El nacimiento maravilloso de Mongan y el papel que
en su leyenda juega el dios Manannan mac Lir no son los únicos puntos de ese
relato misterioso que nos revelan las creencias fundamentales de la religión
céltica: existen en ella otros dos aspectos que merecen un atento estudio. El
primero es que Find, que había sido muerto a fines del siglo III, no había
dejado sin embargo de vivir; que había conservado su personalidad y que volvió
al mundo más de dos siglos después de su muerte habiendo tomado, para este
segundo nacimiento, un huevo cuerpo.
El segundo punto lo constituye la aparición de
Cailté. Este no nació por segunda vez, y, de buenas a primeras, es difícil
explicarse cómo, habiendo dejado su cuerpo en una tumba de Irlanda, vuelve
desde el país de los muertos con una forma física que en nada se diferencia de
la del resto de los humanos. No cabe duda de que, según la leyenda irlandesa,
regresó en una forma visible para todos y hablando una lengua que todos
comprendieron. Ahora bien, esta leyenda no se basa en una creencia peculiar de
los irlandeses, ya que incluso hoy en día persiste entre el pueblo francés el
temor a los aparecidos. La creencia en los espectros forma parte, por tanto, de
una doctrina céltica que desarrollaremos un poco más adelante.
2.
La
raza céltica, ¿creía en la metempsicosis pitagórica? Opinión de los antiguos
sobre esta cuestión.
El segundo nacimiento de Find constituye un hecho
mucho más extraordinario. Ya vimos anteriormente que Etain nació dos veces;
pero Etain era una diosa, una side, benshee, como se les llama en
Irlanda; o, para hablar en la lengua de los cuentos populares, un hada. Sus dos
vidas —tanto la primera en el mundo de los dioses como la segunda en el de los
hombres, donde penetra mediante un nacimiento contrario a las leyes de la
naturaleza—, poseen un carácter enteramente maravilloso; así pues, los
prodigios de la segunda vida de Etain quedan explicados por el carácter divino
de su primera vida.
Pero Find no es un dios: los irlandeses no lo
conciben en absoluto como tal. Sin embargo, nació dos veces; y, durante su
segunda vida, cuando se llamaba Mongan, guardaba memoria de la primera, durante
la cual se llamó Find. Así fue también la historia de Tuan mac Cairill, quien,
después de haber sido hombre una primera vez, revistió sucesivamente el cuerpo
de distintos animales hasta que un nuevo nacimiento le devolvió un cuerpo
humano. Y al adoptar esta última forma había conservado el recuerdo de todos
los acontecimientos que había presenciado a través de sus vidas precedentes,
especialmente durante la primera, cuando se llamaba Tuan mac Stairn. Se trataba
de un fenómeno idéntico al que nos ofrece Mongan al conservar memoria de cuanto
había visto cuando era Find.
En la leyenda irlandesa, Tuan y Find constituyen
excepciones a las leyes generales a las que obedece el relato épico. No es
común que un muerto nazca por segunda vez; pero, sin embargo, es posible y ha
sucedido: tal es la doctrina céltica. De ahí las similitudes que algunos
autores antiguos han creído reconocer entre las creencias galas y la enseñanza
pitagórica. Algunos incluso han pretendido que tales similitudes llegaban hasta
la identidad. Alexandre Polyhistor, que escribió durante la primera mitad del
siglo I a.J.C, pretende que Pitágoras tuvo por discípulos a los
"galates".[1]
Hacia mediados del mismo siglo, poco después del año 44, Diodoro de Sicilia
expresa, en términos más formales, la misma opinión. Entre los celtas —dice— ha
prevalecido la doctrina pitagórica de la inmortalidad del alma humana, la cual,
después de determinado número de años, comienza una nueva vida con otro cuerpo.[2]
Según Timagenio, que escribió un poco más tarde, en la segunda mitad del mismo
siglo, la autoridad de Pitágoras atestigua la superioridad del genio de los
druidas, quienes proclamaron la inmortalidad del alma.[3]
En el siglo siguiente, Valerio Máximo, al hablar de los galos y de su doctrina
acerca de la inmortalidad del alma, dice: que los tendría por estúpidos si
no fuera porque esos portacalzones sostenían, acerca de ese punto, unas
creencias idénticas a las que profesaba Pitágoras con su manto de filósofo.[4]
3.
Comparación
entre la doctrina de Pitágoras y la de los celtas.
Aunque las teorías célticas acerca de la
persistencia de la personalidad después de la muerte se asemejaban a las de
Pitágoras, no por ello eran idénticas a las mismas. En el sistema del filósofo
griego, renacer y vivir una o varias vidas sucesivas en este mundo, ocupando
cuerpos de animales y de hombres, constituye el castigo y la suerte común de
los malvados que, de esa manera, expían sus faltas. Los justos difuntos no
sufren la molestia de tener un cuerpo, sino que, como espíritus puros que son,
viven en la atmósfera libres, felices e inmortales.
La doctrina céltica es muy distinta. Renacer en este
mundo y revestir un nuevo cuerpo ha sido un privilegio que perteneció a dos
héroes: Tuan mac Cairill, que primero se llamara Tuan mac Stairn, y Mongan, que
en su primera vida se llamó Find mac Cumaill. Y eso no fue un castigo, sino un
favor que les fue concedido. Según la doctrina céltica, la ley común consiste
en que, después de muertos, los hombres encuentren en otro mundo la vida y el
cuerpo nuevos que les promete la religión.[5]
La nueva vida que la religión céltica promete
después de la muerte es una continuación de ésta, con sus desigualdades y con
los lazos sociales que resultan de ellas. Los esclavos y aquellos que eran
preferidos por el jefe muerto eran quemados sobre su tumba junto con los
caballos que habían tirado de su carro, ya que, en el otro mundo, todos ellos
continuarían prestándole a su amo los mismos servicios que le prestaran en
éste.[6]
El deudor que muera sin haber saldado su deuda guardará respecto de su acreedor,
en su segunda vida, la misma relación jurídica que mantuviera durante la
primera.
La obligación de reembolsar la deuda continuará
vigente en el país de los muertos hasta que haya satisfecho íntegramente los
compromisos que contrajera en el país de los vivos.[7]
Por lo tanto, el celta no concibe la otra vida como
una compensación para quienes han sufrido ni como un castigo para aquellos que
han abusado de los goces de este mundo. La vida de los muertos en la misteriosa
región situada allende el Océano constituye una segunda edición —o, por así
decir, una edición nueva, pero no corregida— de la vida que, antes de morir,
llevaron aquende el Océano.
Así pues, la elevada idea de justicia que domina la
doctrina de Pitágoras está completamente ausente de las concepciones célticas.
Desde el punto de vista moral, esta diferencia es mucho más importante que la
que concierne a los lugares donde cada uno de los dos sistemas sitúa la morada
de los muertos. Según Pitágoras, ese lugar es el cielo para los justos, y, para
los malvados, nuestro mundo; mientras que la doctrina céltica sitúa a ambas
categorías (que, por otra parte, no diferencia) en una región situada al
extremo oeste, allende el Océano. Pero, ¡qué poco significa esta divergencia
comparada con la que existe desde el punto de vista moral! Pitágoras, que ya
piensa como un hombre moderno, entiende la otra vida como una sanción de las
leyes de justicia respetadas o violadas durante ésta; pero antes de él existió
una doctrina qué no diferenciaba en absoluto entre la justicia y el éxito; que
consideraba justo todo cuanto sucedía en este mundo y que sólo veía en la
segunda existencia del difunto una continuación de las alegrías y los males que
atravesara en la primera: tal es la doctrina céltica.
Esta concepción de la inmortalidad es muy diferente
de la nuestra, cuya base filosófica une, a la contradicción entre la justicia y
el éxito en este mundo, la esperanza de una reparación más allá de la tumba. La
raza céltica carecía de esta esperanza; y, sin embargo, tenía una profunda fe
en la inmortalidad del alma: creía en la existencia de uno o incluso varios
países misteriosos separados de nosotros por el mar y habitados por los muertos
y los dioses. Todos los muertos iban allí, y hasta podían volver, como lo
prueba el caso de Cailté. Y, por un privilegio especial y casi sobrehumano,
algunos héroes han podido incluso ir y volver sin haber muerto, como, en la
leyenda clásica, lo hicieran Ulises y Orfeo.
4.
El país de los muertos. La muerte es un viaje. Texto
del siglo IV antes de nuestra era.
Al igual que los de Irlanda, también los celtas del
continente se ocuparon extensamente de ese misterioso país de los muertos —el
otro mundo, el orbis alius cantado por los druidas en la época de César
(como lo atestigua Lucano) y confundido por Plutarco y Procopio con la región
occidental de Gran Bretaña—. Los guerreros galos esperaban continuar allí la
vida de combates que constituía su honor y su gloria en este mundo. Cada uno de
ellos contaba con encontrar en el otro mundo, junto con un cuerpo vivo idéntico
al cuerpo muerto que descansaba en su tumba, algo que, de alguna manera,
podríamos considerar como un segundo ejemplar de cuantos objetos acompañaban su
cadáver en la fosa o en la cámara funeraria: protegidos, esclavos, caballos, carros;
y armas, sobre todo armas. Un guerrero galo jamás ha sido enterrado sin sus
armas: dado que había de continuar en el otro mundo la vida de combates que
llevara hasta entonces, ¿qué hubiera podido hacer sin ellas?
Dos de los textos originales más antiguos que
poseemos sobre las costumbres galas datan del siglo IV antes de nuestra era. Su
autor es Aristóteles, y ambos textos han sido explicados por versiones más
modernas de un pasaje hoy perdido de Eforo, que escribió también en el siglo
IV.
Por entonces, Holanda era una de las provincias del
imperio céltico, y la raza germánica aún no había penetrado en ella. En esa
época remota se hallaba tan expuesta como hoy a las temibles inundaciones
provocadas por el mar contra las que la ciencia de los modernos ingenieros la
defiende con éxito. Pero la edad media y el siglo XVi no fueron tan
afortunados son sobradamente conocidos
los desastres que produjeron las terribles inundaciones con las que el mar del
Norte, rompiendo los diques, creó, en 1283, el Zuyderzee, y más tarde, el mar
de Harlem.
Uno o varios fenómenos semejantes parecen haberse
producido en la primera mitad del siglo IV antes de nuestra era. costando la
vida a numerosas poblaciones cuyo fin terrible alcanzó gran eco en una parte
considerable de Europa. La noticia de tales sucesos llegó hasta Grecia. Eforo,
en su historia, terminada en 341, habla de las casas de los celtas arrastradas
por el mar y de sus habitantes tragados por las olas. El número de víctimas —dice—
es tan considerable que, a pesar de que los celtas constituyen una nación
tan belicosa, las inundaciones provocadas por el mar les cuestan más hombres
que las mismas guerras.
Es fácil figurarse la escena de desolación y terror
que presenta una comarca fértil y poblada cuando de improviso la irresistible
invasión de las aguas la sume en la destrucción y la muerte. Ese cuadro
presenta rasgos que son comunes a todos los tiempos y lugares: la desesperación
de las mujeres, sus quejas, los gritos y lágrimas de los niños.
Pero si hay algo característico de la época y la
raza, es la conducta del guerrero galo del siglo IV. Ve que la muerte se
aproxima y que cualquier esfuerzo para salvar a su familia resulta inútil.
Entonces, viste su traje de guerra y, con la espada desnuda en la mano derecha,
la lanza y el escudo en la izquierda, rodeado de su mujer y sus hijos que
lloran, espera impasible la muerte: tiene fe en las enseñanzas de sus padres y
sacerdotes; sepultado en el mar junto con sus armas y aquellos a quienes ama,
en cuanto haya pasado la prueba de la muerte volverá a encontrarse con todos
ellos en el otro inundo, donde revivirán llenos de salud y alegría. Y, con unas
armas similares a las que se habrán tragado las aguas, recomenzará esta vida
guerrera que por entonces —en el siglo IV a.J.C— proporcionaba a los celtas la
felicidad, la gloria y la supremacía sobre todas las naciones vecinas.
5.
Algunos héroes fueron a guerrear al país de los
muertos y de los dioses: tal fue el caso de Cuchulainn, Loegairé Liban y
Crimthann Nia Nair. Leyenda de Cuchulainn.
Según las creencias célticas, la guerra parece
constituir una de las principales ocupaciones de los dioses en las lejanas
comarcas que comparten con los guerreros muertos. Allí es donde se continúan
durante el período heroico —por ejemplo, en la época de Conchobar y Cuchulainn—
los combates que nos describiera la epopeya mitológica al hablarnos de la lucha
entre los Fomoré y las sucesivas poblaciones míticas de Irlanda: la raza de
Partolón, la de Nemed y la de los Tuatha De Danann.
Cuchulainn es llamado un día al país de los dioses,
una isla a la que se llega en barca desde Irlanda. Fand, diosa de maravillosa
belleza, le ofrece su mano; pero el héroe sólo obtendrá esta seductora esposa
con la condición de intervenir como auxiliar en una batalla que la familia de
su prometida debe empeñar contra otros dioses. El acepta esta condición,
resulta victorioso, desposa a la diosa que constituyera el premio por su
victoria y regresa a Irlanda con ella.
Cuchulainn no es el único humano que, según la
leyenda irlandesa, haya participado en los combates de los dioses en el otro
mundo. He aquí otro relato conservado por un manuscrito de mediados del siglo
XII.
6.
Leyenda
de Loegairé Liban.
Un día los habitantes del Connaught estaban reunidos
en asamblea cerca de En-loch, o el "lago de los pájaros", en la
llanura de Ai. Con ellos se encontraban su rey Crimthann Cassa y Leogairé
Liban, hijo de éste. Todos pasaron la noche en ese lugar; y a la mañana
siguiente, muy temprano, cuando se levantaron, vieron, a través de la bruma que
se levantaba del lago, un hombre que avanzaba hacia ellos.
Este hombre vestía un manto de púrpura y llevaba una
lanza de cinco puntas en su mano derecha; sobre su brazo izquierdo llevaba un
escudo con el pomo de oro; de su cintura pendía una espada con empuñadura de
oro, y sus cabellos de un amarillo de oro le caían hasta los hombros. ¡Salud
al guerrero que no conocemos!, dijo Loegairé, el hijo del rey de Connaught.
Os doy las gracias, contestó el extranjero. ¿Cuál es la razón de tu
venida?, preguntó Loegairé. Busco el apoyo de un ejército, replicó
el desconocido. ¿De dónde vienes?, dijo Loegairé. Del país de los
dioses —contestó el desconocido—. Me llamo Fiachna, hijo de Reta. Me han
arrebatado mi mujer y he matado al raptor en un combate. Pero entonces he sido
atacado por su sobrino, Goll mac Duilb, hijo del rey de Dun Maige Mell (es
decir, de la fortaleza de la Llanura Agradable, uno de los nombres del país de
los muertos). Lo he enfrentado en siete batallas y he sido vencido en todas.
Hoy lucharemos de nuevo, y he venido a pedir ayuda. Hasta ese momento se
había expresado en prosa, pero ahora continuó en verso:
I
La más bella de las llanuras es la
llanura de las dos brumas,
A su alrededor corren ríos de sangre:
Batalla de guerreros divinos llenos de
bravura,
No lejos de aquí, sino aquí cerca.
Hemos pisado la sangre generosa y roja
De unos cuerpos majestuosos y de noble
raza;
Su pérdida causa dolor
Entre las mujeres proclives a las
lágrimas rápidas y abundantes.
Primera matanza, la de la ciudad de las
dos grullas;
Cerca de ella fue perforado un flanco:
Allí, en la batalla, cayó con la cabeza
cortada
Eochaid hijo de Sall Sreta.
Con vigor combatió Aed, hijo de Find,
Lanzando el grito de guerra;
Gol mac Duilb, Dond mac Nera
Los guerreros de hermosas cabezas,
también presentaron batalla.
Los buenos y bellos hijos de mi esposa
Y yo no estaremos solos:
Una parte de plata y de oro
Es el presente que ofrezco a quien lo
desee.
La más hermosa de las llanuras es la
llanura de las dos brumas,
A su alrededor corren ríos de sangre:
Batalla de guerreros divinos llenos de
bravura,
No lejos de aquí, sino aquí cerca.
II
En sus manos hay escudos blancos
Adornados con dibujos de blanca plata,
Con espadas brillantes y azules,
Cuernos rojos de montura metálica.
Observando el orden de batalla
prescrito,
Precedidos por su príncipe de rasgos
graciosos,
Marchan, a través de las lanzas azules,
Blancas tropas de guerreros de cabellos
ensortijados.
Conmueven a los batallones, enemigos,
Aniquilan a cuanto adversario atacan.
¡Qué hermosos son en el combate,
Esos guerreros rápidos, distinguidos,
vengadores!
Grande es su vigor, y no es para menos:
Son hijos de reyes y reinas.
Sobre la cabeza de todos ellos
Luce una bella cabellera amarilla como
el oro.
Sus cuerpos son elegantes y majestuosos,
Sus ojos de vista poderosa tienen
pupilas azules,
Sus dientes brillantes se asemejan al
vidrio,
Sus labios son rojos y delgados.
En la lucha saben matar guerreros;
Durante las reuniones en la sala donde
se bebe cerveza, se escuchan sus voces
melodiosas.
Cantan en verso sabias palabras;
Ganan al ajedrez la partida de revancha.
En sus manos hay escudos blancos,
Adornados con dibujos de blanca plata,
Con espadas brillantes y azules,
Cuernos rojos de montura metálica.
Cuando el guerrero desconocido hubo terminado su
canto partió, regresando al lago de donde acababa de salir. Loegairé Liban,
hijo del rey de Connaught, gritó, dirigiéndose a los jóvenes que le rodeaban: ¡Caiga
la vergüenza sobre vosotros si no acudís en ayuda de este hombre! Obedientes
a ese llamado, cincuenta guerreros se alinearon detrás de Loegairé quien,
seguido de éstos, se precipitó al lago. Después de algún tiempo de marcha
alcanzaron al extranjero que había venido a invitarlos —es decir, Fiachna, hijo
de Reta—. Tomaron parte en un feroz combate del que salieron sanos y salvos,
además de victoriosos. A continuación fueron a sitiar la fortaleza de Mag Mell
—o, como ya hemos dicho, de la Llanura Agradable, del país de los muertos—
donde la mujer de Fiachna era retenida prisionera. Imposibilitados de resistir,
los defensores de la plaza capitularon y devolvieron la libertad a su
prisionera a cambio de sus propias vidas. Los vencedores se llevaron consigo a
la mujer que habían liberado, quien les siguió cantando una pieza en verso que
se conoce en Irlanda con el nombre de Osnad ingene Echdach amlabair, "Lamento
de la hija de Eochaid el mudo".
Cuando Fiachna hubo recuperado a su mujer, dio su
hija —llamada Der Grené, o "Lágrima del Sol"— en matrimonio a
Loegairé. También cada uno de los cincuenta guerreros venidos con Loegairé
recibió una mujer. Todos ellos permanecieron un año en su nueva patria; pero al
cabo de ese tiempo sintieron nostalgia. Vamos —dijo Loegairé— a
enterarnos de las noticias de Irlanda. Entonces, su suegro le dijo: Para
que podáis volver, tomad caballos, montadlos, y no bajéis de ellos en ningún
momento.
Loegairé y sus compañeros siguieron el consejo, se
pusieron en camino y llegaron a la asamblea de los habitantes de Connaught, que
habían pasado todo el año llorando su pérdida. La sorpresa de los habitantes
del Connaught al encontrarse de pronto frente a una tropa de guerreros a
caballo y reconocer en ellos a Loegairé y sus cincuenta compañeros, fue
indescriptible. Llenos de alegría, se precipitaron a desearles la bienvenida. No
os molestéis —dijo Loegairé—: hemos venido para deciros adiós. Crimthann,
su padre, exclamó: ¡No me dejes! Tendrás el reino de los tres Connaught, su
oro, su plata, sus caballos embridados; sus bellas mujeres estarán a tus
órdenes; no los dejes. Pero Loegairé fue inconmovible: respondió que no
podía aceptar y cantó en verso los prodigios de su nueva morada.
I
¡Qué maravilla, oh Crimthann Cass!
Es cerveza lo que cae cuando llueve.
Todo ejército en marcha tiene cien mil
guerreros;
Se va de reino en reino.
Se oye la música noble y melodiosa de
los dioses;
Se va de reino en reino.
Bebiendo en copas brillantes,
Se conversa con quien os ama.
********************************
Tengo por mujer mía
A Der Grené, hija de Fiachna.
Además, te cuento
Que hay una mujer para cada uno de mis
cincuenta compañeros.
Nos hemos llevado de la llanura de Mag
Mell
Treinta calderos, treinta cuernos para
beber,
Nos hemos llevado el lamento que canta
Maer,
Hija de Eochaid el mudo.
¡Qué maravilla, oh Crimthann Cass!
Es cerveza lo que cae cuando llueve.
Todo ejército en marcha tiene cien mil
guerreros;
Se va de reino en reino.
II
¡Qué maravilla, oh Crimthan Cass!
Fui dueño de la espada azul.
¡Una noche de las noches de los dioses!
No la daría por todo tu reino.
Después de haber cantado esos versos, Loegairé dejó
a su padre y a la asamblea de los habitantes del Connaught y regresó al país
misterioso de donde había venido. La realeza fue repartida entre su suegro
Fiachna y él; él es quien reina en la fortaleza de Mag Mell —o de la Llanura
Agradable, donde van a morar los muertos— y tiene siempre por compañera a la
hija de Fiachna.
7.
La recomendación de no desmontar del caballo en la
antigua leyenda de Loegairé Liban y en la leyenda moderna de Ossin.
En esta leyenda existe un detalle característico
sobre el que deseamos llamar la atención del lector: se trata de la
recomendación de no bajarse del caballo mientras se encuentre en Irlanda que su
suegro le formula a Loegairé Liban. Loegairé siguió ese consejo y pudo regresar
sano y salvo a la maravillosa comarca donde encontrara una mujer, un trono y
una felicidad sobrehumana.
La leyenda de Loegairé no es la única que nos haya
conservado esa creencia mitológica, la existencia de la cual también es
atestiguada por el ciclo osiánico (nos referimos a la forma más moderna del
ciclo osiánico, tal como nos la ofreciera Michel Comyn en el siglo pasado, al
escribir su célebre poema titulado "Ossin en la tierra de los
jóvenes"). Ossin, como Loegairé, ha estado en una comarca maravillosa
donde, después de obtener victorias, desposó a la hija del rey. Entonces se
apoderó de él un irresistible deseo de volver a ver Irlanda, y dejó a su mujer
con la intención de regresar pronto. Montó sobre un corcel maravilloso, bestia
sobrenatural que conocía el camino de ida y vuelta a Irlanda. La mujer del
héroe le hizo la misma recomendación que Loegairé Liban recibiera de su suegro:
Recuerda, oh Ossin, lo que te digo. Si pisas la tierra de Irlanda no volverás
jamás a esta bella comarca donde vivo.
Una inesperada circunstancia impidió que Ossin
siguiera ese sabio consejo. Ya en Irlanda, un día quiso ayudar a trescientos
hombres que tenían que transportar una mesa de mármol y que sucumbían bajo su
carga. Al realizar un violento esfuerzo la cincha de oro de su caballo se
rompió y Ossin cayó al suelo. Perdió la vista de inmediato, y su belleza,
juventud y fuerza fueron reemplazadas por la decrepitud, la vejez y el
agotamiento. Desde entonces le fue imposible volver a encontrar el camino que
conducía al país seductor donde había dejado a su encantadora esposa. Tuvo que
quedarse en Irlanda sin más consuelo que el recuerdo de un pasado perdido para
siempre.
8.
Leyenda
de Crimthann Nia Nair.
Acabamos de referirnos a lo que Michel Comyn
escribió hace poco más de un siglo. Sin embargo, la literatura más antigua de
Irlanda relata la historia de un héroe que fue aún más desdichado que Ossin;
porque al caer, como éste, del caballo maravilloso, no sólo sufrió la ceguera, la
vejez y la decrepitud, sino que murió. El héroe al que nos referimos es el rey
supremo de Irlanda, Crimthann Nia Nair.
Ese personaje pertenece al ciclo de Conchobar y
Cuchulainn. Su genealogía forma parte de los relatos que han dado a la raza
irlandesa una muy grande reputación de inmoralidad. Lugaid era hijo de tres
hermanos, Bress, Nar y Lothur; y Clothru, su
madre, era hermana de éstos. Como luego Lugaid se unió a Clothru, ésta
fue sucesivamente su madre y su mujer; y de esta unión nación Crimthann.
Crimthann, hijo de Lugaid y de Clothru, se convirtió
en rey supremo de Irlanda. Desposó a la diosa Nair, que se lo llevó allende el
mar, a un país desconocido donde aquél permaneció un mes y medio y de donde
regresó con gran cantidad de objetos preciosos: se habla de un carro
íntegramente de oro; un juego de ajedrez de oro que tenía incrustadas
trescientas piedras preciosas; una túnica bordada de oro; una espada cincelada
en oro que representaba serpientes; un escudo con adornos de plata en relieve;
una lanza que siempre producía heridas mortales; una honda con la que jamás se
erraba el tiro, dos perros amarrados a una cadena de plata tan hermosa que se
le estimaba un valor equivalente al de trescientas esclavas. Seis semanas
después de su regreso a Irlanda, Crimthann murió a consecuencia de haberse
caído de un caballo.
9.
Diferencia
entre Cuchulainn por un lado, y Loegairé Liban y Crimthann Nia Nair por otro.
Las leyendas de Loegairé Liban y Crimthann Nia Nair
presentan una característica común consistente en que el héroe, al regresar del
país misterioso creado por la mitología, no puede bajarse del caballo sin
exponerse a una desgracia segura: se diría que tal es la ley común. No
obstante, Cuchulainn y su cochero escaparon de ella. Cuchulainn y el cochero —incluso
podría decirse que el carro y los dos caballos que el sistema militar de los
celtas primitivos asocia de forma inseparable a sus hazañas— tienen algo de
sobrehumano; y, en más de un aspecto, están exceptuados de las leyes generales
a las que está sujeto el resto de la naturaleza.
Al volver del país de los dioses trayendo consigo a
la diosa Fand, a quien ha desposado, y a su cochero Loeg, que le sirviera de
guía, Cuchulainn —lo mismo que Loeg— no manifiesta ningún efecto negativo
derivado de tal viaje. En la leyenda homérica, al regresar de la isla de
Calipso, Ulises no ha cambiado en absoluto. Cuchulainn ha podido, como Ulises,
llevar a cabo su maravilloso viaje sin morir; Loegairé y Crimthann, por el
contrario, al regresar de su visita al país desconocido no son más que
espectros —en el sentido mítico que la imaginación popular atribuye aún hoy en
Francia a esa palabra: espectros, es decir, muertos que abandonan su nueva
patria por breve tiempo para ver de nuevo a sus parientes y amigos; apariciones
fugitivas que no pueden tocar tierra sin desvanecerse de inmediato.
Cuando Michel Comyn determina que, ya de regreso de
la región maravillosa de la eterna juventud, Ossin sobreviva bajo la forma de
anciano caduco al accidente que le ha precipitado del caballo, le confiere —por
el derecho que todo poeta conquista al escribir— un privilegio contrario a la
tradición céltica. No obstante, en esta composición que cuenta apenas algo más
de un siglo, resuena un último eco de la mas antigua enseñanza céltica sobre la
inmortalidad del alma. El celta creía que el alma sobrevivía a la muerte, pero
no concebía esta alma desprovista de un cuerpo semejante al primero; y digo
semejante, salvo ciertas características: porque este cuerpo nuevo, inmortal en
el país de los muertos, no podía pisar la tierra de los vivos sin morir.
[1]
Alexandre Polyhistor, frag. 138, en Didot-Müller, "Fragmenta historicorum graecorum", t.
III, p. 239.
[2]
Diodoro, l. V, c. XXVIII, par. 6;
edición Didot-Müller, t. I, p. 271.
[3]
Ammien-Marcellin, l. XV, c. 9.
[4]
Valerio Máximo, l. II, c. VI, par.
10, edición Teubner-Halm, p. 81, líneas 23-24.
[5] ...
Regit idem spiritus artus
Orbe alio: longo; (canitis si cognita) vitæ
Mors media est.
Lucano, "Farsalia", l. I, versos 456-458.
El célebre pasaje de César, "De
bello gallico", l. VI, c. XIV, par. 5, non inferiré animas, sed ab
aliis post mortem transire ad alios, no contradice a ese pasaje de Lucano.
El cuerpo al que, según la doctrina expresada por César, pasaba el alma del
celta muerto, solía encontrarse, generalmente, en el otro mundo, y sólo
excepcionalísimamente en éste.
[6]
Omnia
quæ vivis cordi fuisse arbitrantur in ignem inferunt, etiam animalia, ac paulo
supra hanc memoriam servi et clientes, quos ab iis dilectos esse constabat,
justis funeribus confectis una cremabantur. César,
"De bello gallico", l. VI, c. XIX, par. 4.
[7]
Vetus
ille mos Gallorum occurrit, quos memoria proditum est pecunias mutuas, quæ his
apud inferos redderentur, daré solitos. Valerio
Máximo, l. II, c. VI, par. 10, edición Teubner-Halm, p. 81, líneas 19-23.
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