Como el humo de las grandes quemazones, un techo bajo de
nubes negras cubría la aldea de los Guerreros del Sol. Las nubes se arrastraban
enceguecidas por la fuerza de los vientos. Los habitantes de la tribu sabían
que esa oscuridad era circunstancial y se preparaban para el próximo esplendor
del Sol. Nadie estaba triste porque sabían que el astro de oro volvería a
brillar sobre sus cabezas alzándose con toda su fuerza. Nadie, excepto Ñandu
Guasu, el hijo del jefe de “los grandes avestruces”.
Desencajado, se revuelve en su hamaca de fibras.
¿Cuánto tiempo lleva así?
¿Cuánto tiempo lleva su madre intentando hechizos para
librarlo de aquel tormento?
“¡Oh, Sapuru, hermosa ninfa indígena, abandona esta tierra y
nunca vuelvas!” piensa para sí la madre de Ñandu Guasu, viendo a su hijo sufrir
por el amor no correspondido.
Sapuru desafía al Sol.
Paradoja: Sapuru envía su mensaje de esperanza montado en
las nubes y en el viento.
“Sapuru se quiere casar y se lo ha dicho a sus padres”, dijo
la machu con tono malicioso al oído de Ñandu Guasu. De inmediato el guerrero
está en pie escuchando lo que la vieja viene a decirle. “Sapuru se casará con
el hombre que le haga el más raro y valioso presente”. La machu hizo una pausa
para palpar con sus ojos sesgados las reacciones de Ñandu Guasu. “Claro que
será muy difícil superar los que ya ha recibido –agregó la machu– aunque dicen
que el regalo que trae Jasy Ñemoñare es más hermoso y raro todavía. Trae
collares, pendientes y brazaletes de un metal raro, blanco y brillante, y dicen
que lo ha sacado de la luna misma una noche en que ascendió hasta allí con su
magia de descendiente directo de la reina de la noche”.
Ñandu Guasu la escucha y se siente demolido por la evidencia
verbal de la vieja.
Ñandu Guasu piensa en la muerte.
En su muerte.
Canta el kogohé y Ñandu Guasu huye de la vieja, del canto y
de la muerte.
Corre por el bosque el joven guerrero.
Corre con sus piernas de acero.
Corre ahuyentando a las nubes negras, al canto maléfico, a
los augurios de la vieja machu, al viento que retuerce el cielo. Trepa a los
árboles, los traspasa. Cruza los manantiales y sobre todas las cosas va
extendiendo con furia la furia del Sol. Todo se ilumina a su paso.
Corre haciendo el día hasta que cae la noche.
Ahora, Ñandu Guasu, con paso reposado, recorre el monte que
ha hecho suyo durante el día. Presiente el hallazgo, lo huele en el aire. Es un
perfume finísimo, casi imperceptible. Una sonrisa se dibuja en su rostro de
hombre. Ha llegado junto al árbol muerto. El árbol que el rayo de los cielos ha
destruido con su fuego. Ñandu Guasu acaricia el tronco muerto y en el lugar que
ha tocado nace un brote pequeño y verde. Ñandu Guasu levanta la mirada
advirtiendo la presencia viva de la más encantadora obra de la naturaleza que
jamás había visto. Un tejido blanco y brillante, empapado en rocío, lleno de
reflejos, hecho con dibujos de una perfección celestial. Un manto nacido para
Sapuru. Sin dudas un regalo insuperable.
De pronto, de entre el follaje, surge la figura de Jasy
Ñemoñare. El también quiere a Sapuru. Ñandu Guasu no tiene armas pero lo
enfrenta. Un duelo por amor. Por el amor de Sapuru. Rodeos. Fieras miradas.
Ruedan los contrincantes. La luna los mira. Una piedra, una herida mortal, la
sangre corre y la luna llora porque su hijo ha muerto. Jasy Ñemoñare yace bajo
la luz de la luna.
Ahora Ñandu Guasu trepa hacia las ramas que sostienen el
codiciado manto. Su rostro iluminado por la certeza de tener a Sapuru para
siempre. El joven alarga sus manos y el finísimo tejido se deshace en una baba
pegajosa e informe. Es un hechizo. Es una quimera. Es un imposible. Jamás podré
tener entre mis brazos a la bella Sapuru, se lamenta en sus pensamientos Ñandu
Guasu y lágrimas de rabia ruedan por su rostro.
De un salto está en el suelo y corre rumbo a su aldea.
Corre con sus piernas de acero.
Corre cubriendo la luz lunar con un manto negro que todo lo
ensombrece.
Corre ahuyentando a los hechizos, a la muerte y a la fría
luz de la luna.
Corre haciendo la noche con su llanto hasta que nace el día.
Ahora Ñandu Guasu se revuelve en su hamaca. Sueños terribles
agitan su espíritu. Habla en lenguas extrañas mientras duerme. Grita. Su madre,
acongojada lo despierta. Lo saca del infierno. Ñandu Guasu calla. No cuenta su
travesía por el monte. Se lo ve con el semblante ensombrecido por la pena y por
la rabia. El sol ya está en lo alto cuando el joven decide sincerarse con su
madre. Se sientan juntos, a orillas del río, y con la mirada perdida relata lo
sucedido: la travesía, el claro en el monte, la muerte de Jasy Ñemoñare, la
joya de aquel tejido, la desazón final.
La madre se levanta y simplemente dice: “Llévame a ese
lugar”.
El joven la mira, primero sorprendido y luego con una
sonrisa esperanzadora.
“Confía en mi”, dice la madre, y parten.
No corren por el monte, lo sobrevuelan con la fuerza del
amor.
Ahora están en el sitio del hallazgo. La madre observa el
cuerpo de Jasy Ñemoñaré cubierto de insectos y luego dirige su mirada a la
maravilla del tejido allá en lo alto. La fuerza del sol parece haberle dado más
vida, más brillo, más luz. La madre observa con detenimiento, no se arriesga a
tocar la tela, sabe que el mínimo roce la destruirá. Se limita a mirar el
constante movimiento del pequeño animal. Sus idas y vueltas. Su colgarse y
descolgarse contínuo, casi sin pausas.
Ñandu Guasu se ha dormido.
Sobre una rama repone las fuerzas que ha gastado durante la
noche.
La madre aprende la urdimbre del tejido maravilloso. Sigue
los pasos de la araña. La madre comienza a tejer un manto hecho a imagen y
semejanza del que tiene ante sus ojos. Lo teje con sus propias canas. Lo teje
con amor. Lo teje sabiendo que hará feliz a su hijo.
Cuando Ñandu Guasu despierta, su madre descubre ante sus
ojos el tejido que ha hecho con sus canas. El joven sorprendido mira la obra de
su madre y mira el tejido prendido de las ramas: son idénticos. Con temor el
joven toma entre sus manos la suavísima urdimbre. La madre cuenta cómo lo ha
hecho y el hijo, con su natural ingenio, le dice: “lo llamaremos ñandu ati.”
“Ve y entrega esta ofrenda a Sapuru” dice la madre.
Los descendientes de Ñandu Guasu y Sapuru continuaron
tejiendo aquel delicado encaje que hoy conocemos como ñanduti, homenaje eterno
al talento y sabiduría de la madre de Ñandu Guasu, y nombraron a las arañas,
tejedoras naturales y primigenias de aquella maravilla, con el nombre de ñandu
con el que hoy las conocemos en nuestro idioma guarani.
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