jueves, 14 de diciembre de 2017

Guanaroca

En los tiempos más remotos, Huion, el Sol, abandonaba periódicamente
la caverna donde se guarecía para elevarse en el cielo
y alumbrar a Ocon, la Tierra, pródiga y feraz, pero huérfana
todavía del humano ser. Huion tuvo un deseo: crear el hombre,
para que hubiera quien lo admirara y adorara, esperando
todos los días su salida, y viese en él al poderoso señor del
ralor, la luz y la vida.
Al mágico conjuro de Huion, surgió Hamao, el primer hombre.
Ya tenía el astro rey quien lo adorara, quien lo saludara
todas las mañanas con respetuosa alegría desde los alegres valles
y altas montañas. Esto le bastaba a Huion y no se preocupó
más de Hamao, a quien el gran amor que por su creador
sentía no bastaba para llenarle el corazón. Veíase solo en medio
de una naturaleza espléndida, dotada de una vegetación exuberante,
poblada de seres que se juntaban para amarse. En medio
de la universal manifestación de vida y amor, sentía Hamao
languidecer su espíritu y le afligía la inutilidad de su vida
solitaria.
La sensible y dulce Maroya, la Luna, se compadeció de Hamao,
y para dulcificar su existencia, le dio una compañera,
creando a Guanaroca, o sea la primera mujer. Grande fue la
alegría del primer hombre. Al fin tenía un ser con quien compartir
goces y penas, alegrías y tristezas, diversiones y trabajos.
Los dos se amaron, con frenesí, con inacabable pasión, sin
saber todavía lo que era el hastío. De su unión nació Inao, el
primer hijo.
Guanaroca, madre al fin, puso en el hijo todo su cariño,
y el padre, celoso, creyéndose preterido, concibió la criminal
idea de arrebatárselo. Una noche, aprovechando el sueño de
Guanaroca, cogió Hamao al tierno infante y se lo llevó al monte.
El calor excesivo y la falta de alimento produjeron la muerte
de la débil criatura. Entonces el padre, para ocultar su delito,
tomó un gran güiro, hizo en él un agujero y metió dentro
el frío cuerpo del infante, colgando después el güiro de la rama
de un árbol.
Notando Guanaroca, al despertar, la ausencia del esposo y
del hijo, salió presurosa en su busca. Vagó ansiosa por el bosque,
llamando en vano a los seres queridos, y ya, rendida por el
cansancio, iba a caer al suelo, cuando el grito estridente de un
pájaro negro probablemente el judío, le hizo levantar la cabeza,
fijándose entonces en el güiro que colgaba en la rama de un
próximo árbol (. . .] Guanaroca se sintió compelida a subir al
árbol y coger el güiro.
Observó que estaba perforado y con espanto creyó ver en su
interior el cadáver del hijo adorado. Fue tan grande el dolor
y tan intensa la emoción, que se sintió desfallecer y el güiro
se escapó de sus manos, cayendo al suelo; al romperse vio con
estupor que del güiro salían peces, tortugas de distintos tamaños
y gran cantidad de líquido, desparramándose todo colina
abajo. Acaeció entonces el mayor portento que Guanaroca viera:
los peces formaron los ríos que bañan el territorio de Jagua,
la mayor de las tortugas se convirtió en la península de
Majagua, y las demás, por orden de tamaño, en los otros cayos.
Las lágrimas ardientes y salobres de la madre infeliz, que lloraba
sin consuelo la muerte del hijo amado, formaron la laguna
y laberinto que lleva su nombre: Guanaroca.

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