Hubo en un siglo un día
que duró muchos siglos
que duró muchos siglos
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles:
los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se
veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que
venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.
Los tres que venían en el viento
correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.
Los tres que venían en el agua se colgaban
de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar
los pájaros, que eran muchos y de todos colores.
Los tres que venían en el viento
despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y
anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo
del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban
a la tierra antes que cayera el sol.
Los tres que venían en el viento, como los
pájaros, se alimentaban de frutas.
Los tres que venían en el agua, como los peces,
se alimentaban de estrellas.
Los tres que venían en el viento pasaban la
noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a
instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos,
micoleones, garrobos y mapaches.
Y los tres que venían en el agua, ocultos
en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas
como sueños o anclaban a dormir como piraguas.
Y en los árboles que venían en el viento y
pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el
agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a
los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son
sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.
—¡Nido!...
Pió Monte en un Ave.
Uno de los del viento volvió a ver y sus
compañeros le llamaron Nido.
Monte en un Ave era el recuerdo de su madre
y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la
tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosa a pescado femenina
como dedo meñique.
A su muerte ganaron la costa húmeda,
surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los
chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama
del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!
Avanzaron sin dificultad por aquella
naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde
de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed,
vieron caer tres hombres al agua.
Nido calmó a sus compañeros —extrañas
plantas móviles—, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.
—¡Son nuestras máscaras, tras ellas se
ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son
nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la
tierra! ¡Nuestro nahua[1]l!
¡Nuestro natal!
La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire
líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro
de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.
Como si se acabara de retirar el mar, se
veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada
flor, en cada insecto...
La selva continuaba hacia el Volcán
henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano
de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los
plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.
Algo que se quebró en las nubes sacó a los
tres hombres de su deslumbramiento.
Dos montañas movían los párpados a un paso
del río:
La que llamaban Cabrakán, montaña
capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre
sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.
Y la incendió.
La que llamaban Hurakán, montaña de nubes,
subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.
El cielo repentinamente nublado, detenido
el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos,
apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos
como los árboles sobre la tierra tibia.
En las tinieblas huían los monos, quedando
de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los
venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las
pupilas cenicientas.
Huían los coyotes, desnudando los dientes
en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío...!
Huían los camaleones, cambiando de colores por el
miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los
murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los
chinchintores, cuya sombra mata.
Huían los cantiles, seguidos de las víboras
de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo
largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo
penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras
que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse
campo.
Huían los camaleones, huían las dantas,
huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares
(follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los
topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los
puercoespines, las moscas, las hormigas...
Y a grandes saltos empezaron a huir las
piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo
correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por
la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las
patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los
coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves
en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la
visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo
que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.
Nido vio desaparecer a sus compañeros,
arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego,
a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo
solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos
siglos.
Un día que fue todo mediodía, un día de
cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
—Nido —le dijo el corazón—, al final de
este camino...
Y no continuó porque una golondrina pasó
muy cerca para oír lo que decía.
Y en vano esperó después la voz de su
corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de
andar hacia un país desconocido.
Oyó que le llamaban. Al sin fin de un
caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz
muy honda.
Las arenas del camino, al pasar él
convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un
listón blanco, sin dejar huella en la tierra.
Anduvo y anduvo...
Adelante, un repique circundó los espacios.
Las campanas entre las nubes repetían su nombre:
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un
santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y
oyó:
¡Nido, quiero que me levantes un templo!
La voz se deshizo como manojo de rosas
sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en
la boca del niño.
Dulce regreso de aquel país lejano en medio
de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas —en su interior había
llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era
joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole
tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.
[1] ue y es muy repartida entre los indios la creencia de un espíritu
protector, encarnado en un animal, que puede equipararse al Ángel de la Guarda
de los católicos, y “el cual -escribe Herrera, en su libro sobre las Indias
Occidentales- es lo más que puede decirse para significar guardia o compañero,
agregando que la amistad entre el indio y su nahual llega a ser tan fuerte que,
cuando uno muere, el otro hace otro tanto, y sin nahual, el indio cree que
ninguno puede ser rico o poderoso”.
“Cuando el niño nace se le dedica o
sujeta a un animal, que el dicho niño ha de tener por nahual, que es como decir
por dueño de su natividad y señor de sus acciones, o lo que los gentiles llaman
hado y en virtud de este pacto queda el niño sujeto a todos los peligros y
trabajos que padeciere el animal hasta la muerte”. (Ruiz de Alarcón, Tratado de
las supersticiones de los naturales de Nueva España, 1629).
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