El sombrerón recorre los portales...
En aquel apartado rincón del mundo, tierra
prometida a una Reina por un Navegante loco, la mano religiosa había construido
el más hermoso templo al lado de la divinidades que en cercanas horas fueran
testigo de la idolatría del hombre —el pecado más abominable a los ojos de Dios—,
y al abrigo de los tiempo de montañas y volcanes detenían con sus inmensas
moles.
Los religiosos encargados del culto,
corderos de corazón de león, por flaqueza humana, sed de conocimientos, vanidad
ante un mundo nuevo o solicitud hacia la tradición espiritual que acarreaban
navegantes y clérigos, se entregaron al cultivo de las bellas artes y al
estudio de las ciencias y la filosofía, descuidando sus obligaciones y deberes
a tal punto, que, como se sabrá el Día del juicio, olvidábanse de abrir al
templo, después de llamar a misa, y de cerrarlo concluidos los oficios...
Y era de ver y era de oír y de saber las
discusiones en que por días y noches se enredaban los mas eruditos, trayendo a
tal ocurrencia citas de textos sagrados, los más raros y refundidos.
Y era de ver y era de oír y de saber la
plácida tertulia de los poetas, el dulce arrebato de los músicos y la
inaplazable labor de los pintores, todos entregados a construir mundos
sobrenaturales con los recados y privilegios del arte.
Reza en viejas crónicas, entre apostillas
frondosas de letra irregular, que a nada se redujo la conversación de los
filósofos y los sabios; pues, ni mencionan sus nombres, para confundirles la
Suprema Sabiduría les hizo oír una voz que les mandaba se ahorraran el tiempo
de escribir sus obras. Conversaron un siglo sin entenderse nunca ni dar una
plumada, y diz que cavilaban en tamaños errores.
De los artistas no hay mayores noticias.
Nada se sabe de los músicos. En las iglesias se topan pinturas empolvadas de
imágenes que se destacan en fondos pardos al pie de ventanas abiertas sobre
panoramas curiosos por la novedad del cielo y el sin número de volcanes. Entre
los pintores hubo imagineros y a juzgar por las esculturas de Cristos y
Dolorosas que dejaron, deben haber sido tristes y españoles. Eran admirables.
Los literatos componían en verso, pero de su obra sólo se conocen palabras
sueltas.
Prosigamos. Mucho me he detenido en contar
cuentos viejos, como dice Bernal Díaz del Castillo en “La Conquista de Nueva
España”, historia que escribió para contradecir a otro historiador; en suma, lo
que hacen los historiadores.
Prosigamos con los monjes...
Entre los unos, sabios y filósofos, y los
otros, artistas y locos, había uno a quien llamaban a secas el Monje, por su
celo religioso y santo temor de Dios y porque se negaba a tomar parte en las
discusiones de aquéllos en los pasatiempos de éstos, juzgándoles a todos
víctimas del demonio.
El Monje vivía en oración dulces y buenos
días, cuando acertó a pasar, por la calle que circunda los muros del convento,
un niño jugando con una pelotita de hule.
Y sucedió...
Y sucedió, repito para tomar aliento, que
por la pequeña y única ventana de su celda, en uno de los rebotes, colóse la
pelotita.
El religioso, que leía la Anunciación de
Nuestra Señora en un libro de antes, vio entrar el cuerpecito extraño, no sin
turbarse, entrar y rebotar con agilidad midiendo piso y pared, pared y piso,
hasta perder el impulso y rodar a sus pies, como un pajarito muerto. ¡Lo
sobrenatural! Un escalofrío le cepilló la espalda.
El corazón le daba martillazos, como a la
Virgen desustanciada en presencia del Arcángel. Poco, necesitó, sin embargo,
para recobrarse y reír entre dientes de la pelotita. Sin cerrar el libro ni
levantarse de su asiento, agachóse para tomarla del suelo y devolverla, y a
devolverla iba cuando una alegría inexplicable le hizo cambiar de pensamiento:
su contacto le produjo gozos de santo, gozos de artista, gozos de niño...
Sorprendido, sin abrir bien sus ojillos de
elefante, cálidos y castos, la apretó con toda la mano, como quien hace un
cariño, y la dejó caer en seguida, como quien suelta una brasa; mas la
pelotita, caprichosa y coqueta, dando un rebote en el piso, devolvióse a sus manos
tan ágil y tan presta que apenas si tuvo tiempo de tomarla en el aire y correr
a ocultarse con ella en la esquina más oscura de la celda, como el que ha
cometido un crimen.
Poco a poco se apoderaba del santo hombre
un deseo loco de saltar y saltar como la pelotita. Si su primer intento había
sido devolverla, ahora no pensaba en semejante cosa, palpando con los dedos
complacidos su redondez de fruto, recreándose en su blancura de armiño, tentado
de llevársela a los labios y estrecharla contra sus dientes manchados de
tabaco; en el cielo de la boca le palpitaba un millar de estrellas...
—¡La Tierra debe ser esto en manos del
Creador! —pensó.
No lo dijo porque en ese instante se le fue
de las manos —rebotadora inquietud—, devolviéndose en el acto, con voluntad
extraña, tras un salto, como una inquietud.
—¿Extraña
o diabólica?...
Fruncía las cejas —brochas en las que la
atención riega dentífrico invisible— y, tras vanos temores, reconciliábase con
la pelotita, digna de él y de toda alma justa, por su afán elástico de
levantarse al cielo.
Y así fue como en aquel convento, en tanto
unos monjes cultivaban las Bellas Artes y otros las Ciencias y la Filosofía, el
nuestro jugaba en los corredores con la pelotita.
Nubes, cielo, tamarindos... Ni un alma en
la pereza del camino. De vez en cuando, el paso celeroso de bandadas de pericas
domingueras comiéndose el silencio. El día salía de las narices de los bueyes,
blanco, caliente, perfumado.
A la puerta del templo esperaba el monje,
después de llamar a misa, la llegada de los feligreses jugando con la pelotita
que había olvidado en la celda. ¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!, repetíase
mentalmente. Luego, de viva voz, y entonces el eco contestaba en la iglesia,
saltando como un pensamiento:
¡Tan liviana, tan ágil, tan blanca!...
Sería una lástima perderla. Esto le apenaba, arreglándoselas para afirmar que
no la perdería, que nunca le sería infiel, que con él la enterrarían..., tan
liviana, tan ágil, tan blanca...
¿Y si fuese el demonio?
Una sonrisa disipaba sus temores: era menos
endemoniada que el Arte, las Ciencias y la Filosofía, y, para no dejarse mal
aconsejar por el miedo, tornaba a las andadas, tentando de ir a traerla,
enjuagándose con ella de rebote en rebote..., tan liviana, tan ágil, tan blanca...
Por los caminos —aún no había calles en la
ciudad trazada por un teniente para ahorcar— llegaban a la iglesia hombres y
mujeres ataviados con vistosos trajes, sin que el religioso se diera cuenta,
arrobado como estaba en sus pensamientos. La iglesia era de piedras grandes;
pero, en la hondura del cielo, sus torres y cúpula perdían peso, haciéndose
ligeras, aliviadas, sutiles. Tenía tres puertas mayores en la entrada
principal, y entre ellas, grupos de columnas salomónicas, y altares dorados, y
bóvedas y pisos de un suave color azul. Los santos estaban como peces inmóviles
en el acuoso resplandor del templo.
Por la atmósfera sosegada se esparcían
tuteos de palomas, balidos de ganados, trotes de recuas, gritos de arrieros.
Los gritos abríanse como lazos en argollas infinitas, abarcándolo todo: alas,
besos, cantos. Los rebaños, al ir subiendo por las colinas, formaban caminos
blancos, que al cabo se borraban. Caminos blancos, caminos móviles, caminitos
de humo para jugar una pelota con un monje en la mañana azul...
—¡Buenos días le dé Dios, señor!
La voz de una mujer sacó al monje de sus
pensamientos. Traía de la mano a un niño triste.
—¡Vengo, señor, a que, por vida suya, le
eche los Evangelios a mi hijo, que desde hace días está llora que llora, desde
que perdió aquí, al costado del convento, una pelota que, ha de saber su
merced, los vecinos aseguraban era la imagen del demonio...
(...tan liviana, tan ágil, tan blanca...)
El monje se detuvo de la puerta para no
caer del susto, y, dando la espalda a la madre y al niño, escapó hacia su
celda, sin decir palabra, con los ojos nublados y los brazos en alto.
Llegar allí y despedir la pelotita, todo
fue uno.
—¡Lejos de mí, Satán! ¡Lejos de mí, Satán!
La pelota cayó fuera del convento —fiesta
de brincos y rebrincos de corderillo en libertad—, y, dando su salto inusitado,
abrióse como por encanto en forma de sombrero negro sobre la cabeza del niño,
que corría tras ella. Era el sombrero del demonio.
Y así nace al mundo el Sombrerón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario