Maderas y yerba trae la caravana. Suben la última cuesta. El
camino no ha sido fácil pero ahora llegan a la posta y ya se nota en los
hombres la expectativa. Los movimientos de las carretas parecen agilizarse ante
la vista del lugar. Numerosas carretas descansan llenas de mercancías que
llevan rumbo a Asunción. Un rancho grande e iluminado es el centro de aquella
romería donde los hombres hablan en alta voz y algunos se emborrachan con caña.
Don Taní dirige la caravana. Ahora los peones desenganchan
los bueyes, los llevan a pacer hacia una zona de yuyales que han visto al
llegar. Don Taní cuenta el ganado. ¡Falta una mula! dice en alta voz. !Ramón!,
llama Don Taní y al instante Ramón, un muchacho de veinte años, está junto al
capataz. Falta una mula, ve a buscarla, ordena Don Taní, habrá quedado en el
bajo. Parte Ramón a toda prisa. Quiere volver pronto y sumarse al jolgorio. La
oscuridad de la noche no intimida a Ramón. Es joven y fuerte, ¿qué puede
pasarle?
Al poco tiempo, escucha el rebuzno grave, se orienta y
ayudado por la luz de la luna, encuentra la mula perdida. Intenta llevarla por
el sendero más corto pero la mula se resiste. La mula toma el camino que ella
quiere. Seguramente habrá olido agua, piensa Ramón. La deja ir. Hay que tener
paciencia. La noche es larga. A mitad de camino Ramón cree ver un bulto tirado
junto a un árbol, pero no es ésto lo que llama la atención de Ramón, sino unos
sollozos que escucha como viniendo de aquel bulto. Lastimeros y ahogados son
los sollozos. Ramón escapa del lugar tironeando la mula como puede y llega
agitado junto a su capataz. Don Taní, dice Ramón, usted tal vez no me crea pero
he visto algo, un bulto, cerca de un árbol allá en el bajo y el bulto sollozaba
todo el tiempo. Yo no quise acercarme solo. La verdad que me dio un poco de
miedo. Pero, qué jodido, le contesta chancero, el capataz. Andá con José y
Ricardo y traigan ese bulto. Mirá si alguien abandonó una criatura. Eso suele
pasar. Los tres peones vuelven al lugar y efectivamente encuentran un tercio de
cuero al que primero no se animan a acercarse debido a los lastimeros sollozos
que escuchan. Al final, Ricardo, el más corajudo, avanza seguido de cerca por
los otros dos y abre la bolsa.
!Un Cristo! exclama Ricardo. !Un Cristo! repiten a coro e
incrédulos los otros dos.
Efectivamente, dentro de la bolsa de cuero, encuentran un
cristo de madera de grandes dimensiones . Al abrir la bolsa los llantos han
cesado. Nos estaba llamando, dice Ramón. Y vos no te animabas, le contesta
socarrón, Ricardo. Vuelven los hombres llevando al Cristo en andas dentro de la
bolsa de cuero. Llaman a su capataz y le muestran lo hallado.
Bien, bien, dice Don Taní mirando la imagen, si Dios quiso
que lo encontremos, pues lo llevaremos con nosotros hasta Piraju. Allí le voy a
construir un oratorio. ¿Quién sabe quién dejó allí el Cristo? La mano de
Dios...
No tardaron en descubrir el hallazgo los parroquianos
viajeros que paraban en la posta y quisieron ver la imagen. Al fin Don Taní
cedió y la imagen fue vista por todos. Maravillados miraban aquel enorme Cristo
tallado en madera con los brazos articulados. Como era de esperar hubo quienes
estuvieron de acuerdo en que Don Taní se lleve la imagen y otros que opinaban
que debía quedarse allí para proteger a los viajeros. Si allí había aparecido,
allí debía quedarse, decían. Pese a la insistencia de éstos últimos, Don Taní
se mantuvo firme y al otro día, cuando despuntaba el alba, cargó la bolsa con
el Cristo sobre una mula y se dispuso a partir. Extrañamente la caravana toda
se puso en marcha pero la mula que llevaba el Cristo se empacó y no quiso
avanzar. Cambiaron al Cristo de mula y ésta tampoco quería ponerse en marcha.
Así estuvieron todo el día. Don Taní, presionado por el dueño del rancho no
sabía qué hacer. Por un lado quería aquel Cristo, pero por el otro parecía
milagroso aquello de que las mulas no quieran marchar sólo cuando llevaban
cargada la imagen.
Al final se mantuvo en sus trece. Lo llevaré yo mismo hasta
Piraju, dijo Don Taní. Dio un día de descanso a sus peones y decidió pernoctar
allí mismo.
Esa noche Don Taní comenzó a sentirse mal. Una fuerte
descompostura le arrebataba. Sentía dolores horribles en el vientre y no había
nada que le calmara. Le prepararon infusiones
que ningún resultado daban. Los dolores seguían y Don Taní sufría
enormemente. La cosa se agravó al caer la noche. Don Taní maldecía la comida.
Pero en realidad la familia dueña de la posta era la que le atendía con mayor
cuidado. Le dieron la mejor cama de la casa. Le ponían paños de agua fría en la
cabeza... Porque Don Taní volaba de fiebre. Extraño mal, éste que aqueja a Don
Taní, no hay con qué pararlo, decía moviendo negativamente la cabeza Filomeno,
el dueño del rancho.
Al otro día y después de haber sufrido dolores
insoportables, Don Taní, para sorpresa de todos, murió. Lo enterraron cerca de
allí con profunda tristeza, pues era asiduo de aquel lugar. Enviaron un
mensajero a Piraju para avisar a su familia y la caravana que el dirigía se
puso en marcha lentamente llevando sus mercancías ahora con hondo pesar.
Todos interpretaron que el Cristo debía quedarse allí.
Vieron una clara señal en la muerte de Don Taní, el Cristo
quiere quedarse, era la voz de la mayoría de los viajeros. No hay vuelta que
darle...
Desde entonces, el Cristo se alojó en el rancho de la
posada.
Años más tarde y con la colaboración de los viajeros, se
construyó un oratorio junto al rancho. Alrededor de estas dos construcciones se
fueron multiplicando las casas. Las gentes se asentaban allí para obtener la
protección de Ñandejára Guasu, como comenzaron a llamar al Cristo. El caserío
formó en poco tiempo un pueblo que fue llamado Capilla Guasu, población que dio
origen a la pintoresca Piribebuy, en cuya iglesia reposa la imagen de aquel
Cristo de extraña procedencia.
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