Hace mucho tiempo los guáraos, una tribu que habitaba en las orillas
del Orinoco, no conocían al sol y vivían en total oscuridad.
Sin embargo los sabios y los ancianos aseguraban que el sol existía y
que un hombre que vivía en las alturas, más allá de las nubes, lo tenía
prisionero pero nadie sabía el lugar exacto donde se encontraba.
Ya habían partido muchos guáraos a recorrer las tierras en busca de un
indicio pero todos habían fracasado.
Un día, un guarao que tenía dos hijas, después de mucho recorrer y
averiguar, consiguió saber dónde estaba prisionero el sol y cómo se llegaba
hasta allí.
Enseguida regresó a su rancho con la idea de enviar a su hija mayor a
rescatarlo. Pensaba que al ser mujer podría tener mejor suerte.
El guarao habló con su hija largamente y le indicó el rumbo que debía
seguir. Juntos rogaron a los dioses para que no le faltara su protección en
ningún momento, y después de abrazar a su padre y a su hermana, salió en
dirección al oeste.
La joven caminó sin descanso hasta llegar al horizonte y allí comenzó
a subir por entre las nubes como si debajo de sus pies existiera una escalera
invisible; un mundo sobrenatural mezclado de nubes blancas, rosadas y celestes
se abrió entre sus ojos.
Por un momento se quedó extasiada ante el maravilloso paisaje pero al
recordar el pedido de su padre empezó a observar detenidamente el lugar y
detrás de una gran montaña de nubes descubrió la casa donde vivía el dueño del
sol.
Golpeó la puerta y apareció un hombre de larga barba blanca y ceño
fruncido que la observó de pies a cabeza sin decir una sola palabra.
—Mi padre quiere que saques al sol del escondrijo y lo dejes libre en
el cielo, para que pueda alumbrar la tierra de abajo —dijo la muchacha
atemorizada, ante tan extraño personaje.
—¡No! —contestó el dueño del sol.
—Mi padre te pide que liberes al sol y lo dejes correr por entre las
nubes —repitió la muchacha, ahora con más firmeza.
—No lo haré —contestó el hombre—, márchate y no vuelvas a molestarme.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? —increpó con severidad la guaraiina
al comprobar la obstinación del hombre—.¿No piensas liberar al sol?
—No, yo soy su dueño y sólo brillará para mí cuando yo quiera
—contestó el hombre—.
—Pero, ¿es que no piensas en toda la gente que vive allá abajo en la
oscuridad, sin nada que entibie sus cuerpos, cuando sienten frío? —siguió
insistiendo la muchacha sin darse por vencida; mientras tanto observaba la casa
para ver si lograba descubrir dónde estaba encerrado el sol.
Por fin vio, en un rincón, una extraña y grandísima bolsa colgada del
techo y se quedó mirándola con la sospecha de que allí estaba el sol.
El hombre al ver que la guarauna estaba a punto de descubrir su
secreto gritó:
—¡Cuidado! No se te ocurra tocar eso.
Por el tono de la voz y el nerviosismo que demostró el hombre,la
guarauna no tuvo la menor duda de que allí estaba encerrado el sol. Sin hacer
caso a la amenaza del hombre, se lanzó de un salto sobre la bolsa y la rompió
de un manotazo.
Inmediatamente apareció el rostro luminoso del sol, rojizo y
deslumbrante. El calor y la luz de sus rayos se esparcieron sobre las nubes,
sobre los cerros, la selva, la tierra y la gente de abajo. Con su claridad
traspasó el mismo fondo de los ríos y los mares y alumbró la región de los que
vivían debajo del agua.
El hombre, al ver su secreto descubierto, y que ya no podría volver a
atrapar al sol, lo empujó con rabia hacia al este y lanzó la bolsa rota hacia
el oeste, y allí quedaron colgados. La luz potente del sol iluminó la bolsa y
así se convirtió en la luna.
Mientras tanto la guarauna huyó con todo lo que le daban sus fuerzas,
antes de que el hombre pudiera descargar sobre ella la furia que sentía.
Cuando llegó a la tribu, la encontró desconocida al estar iluminada
por el sol; la gente miraba asombrada aquella masa luminosa y levantaba sus
brazos orando para dar gracias a los dioses.
Al llegar a su rancho, el padre salió a recibirla, feliz por tenerla
nuevamente a su lado. El guarao no hacía más que contemplar la hermosura del
sol brillante en el cielo.
El único inconveniente era que el astro rey hacía su recorrido por el
cielo demasiado rápido y los días eran muy cortos. Pasaba apenas medio día y el
sol se ocultaba detrás de los cerros quedando iluminados únicamente por el
tenue reflejo de la luna.
Entonces el guarao llamó a su hija menor y le dijo:
—Vete al este; espera a que salga el sol y empiece a hacer su
recorrido por el cielo. Cuando apenas haya comenzado a caminar, átale con
cuidado esta tortuga.
La hija menor hizo lo que su padre le había pedido y logró enganchar a
la tortuga en uno de sus rayos. La lentitud de la tortuga impidió que corriera
demasiado y está vez el sol iluminó la tierra un día entero, tal como lo tenían
calculado los guáraos.
Cuando el sol se esconde detrás de los cerros, llega la noche y con
ella la luna, que sigue el camino del sol, reflejando la luz que le envía desde
el oeste.
A
ResponderEliminarGua
Con
Queso