Había una vez, en tiempos en que los blancos no habían llegado
a América, una bella india llamada Atioló, cuya familia la prometió
en matrimonio a un hermoso joven, Zatiamaré.
Se convino en que la boda se realizaría a fines del verano,
y efectivamente, cuando el suelo comenzó a cubrirse de frutos
maduros, se casaron Atioló y Zatiamaré.
Pasó el tiempo ... los frutos desaparecieron, las aguas del
río se salieron del cauce, inundando y arruinando cuanto cubrían
;
luego el sol abrasó con sus rayos y un viento muy fuerte sopló
desde lo alto de los cerros. Cuando los frutos maduros comenzaron
a caer nuevamente, como una lluvia amarilla cubriendo
el suelo, Atioló anunció a su marido que pronto tendrían un hijo.
Zatiamaré no hacía más que rogar para que el niño que esperaban
fuera varón, porque, era muy importante tener hijos varones
que crecieran junto al padre, cazaran y compartieran todas
las costumbres heredadas de sus antepasados.
Pero nació una hermosa niña y aunque Zatiamaré no dejó de
reconocerla, se mostró muy enojado y pasó varias lunas sin hablar
del hecho. El único regalo que le hizo fue una lagartija
de cola amarilla, pero no conversaba con la niña y si ella se
dirigía a él, contestaba con monosílabos.
-¿Por qué no hablas con tu hija? -preguntaba Atioló, muy
triste.
-Porque yo no pedí una niña -respondía él-. Para mí y para
les de mi tribu, las hijas no tienen ninguna importancia.
Pasaron muchos meses, hasta que Atioló anunció a su marido
que tendrían otro hijo.
-Si esta vez no es un varón que se me parezca, no le dirigiré
la palabra -amenazó Zatiamaré.
Pero llegó un niño, al que llamaron Taruma. La alegría invadió
a Zatiamaré; volvió a sentirse importante ante los otros miembros
de la tribu y se dedicó a educar a su hijo según sus costumbres.
Mani, la pequeña indiecita, que no comprendía qué ocurría con
su padre ni cuál era el motivo de su desinterés, quería mucho a
Taruma, pero se sentía muy triste. Hasta que un día pidió a
su madre que la llevara a vivir al monte, cerca de la tierra, bajo
los rayos del sol, para pedir ayuda a los dioses. Ella deseaba
demostrar que también podía servir para algo. Atioló lloró apenada
al conocer el deseo de su hija y se resistió en un principio,
pero, finalmente, Mani logró convencerla. La llevó a lo alto del
cerro y allí la dejó.
-Si preciso algo, ya te enterarás -le dijo la niña al despedirse.
Atioló volvió a su casa apesadumbrada y esa noche soñó
que su hija sentía mucho calor. Por la mañana fue a buscarla y
comprobó que su sueño era cierto.
-¿Adonde quieres que te lleve? -le preguntó.
-Madre, llévame donde haya agua, hacia la orilla del río
-pidió Mani-. Si no estoy satisfecha, te lo haré saber.
La primera noche, Atioló no soñó con su niña, por lo que supuso
que estaría conforme con el nuevo lugar. Pero al día siguiente,
por la tarde, mientras Atioló se bañaba en el mismo río,
aguas más abajo, le pareció escuchar la voz de Mani, que imploraba:
-Sácame de la orilla, madre, que el frío no me deja dormir.
Atioló obedeció, buscó a su hija y la llevó muy lejos, a un
claro del bosque.
-¿Cuándo te volveré a ver, pequeña Mani? -le preguntó.
-Cuando pienses en mí -contestó la niña-, y no te acuerdes
de mi rostro, será Kora de que me visites.
Pasaron muchos meses. Un día, Atioló extrañó especialmente
a su hija, pero no pudo recordar su rostro. Marchó al bosque,
tal como la niña le indicara, y en el claro donde la había dejado
sólo halló una planta nueva, muy alta y muy verde, que no conocía.
-¿Podrán los dioses haber convertido a mi hija en esta planta?
-se dijo.
Atioló dudaba ante la idea. Pero en ese momento ocurrió algo
asombroso: el tronco de la planta se dividió. Una parte se fue
arrastrando, arrastrando y se convirtió en raíz. La india comprendió
entonces el mensaje de Mani y decidió llevar aquella raíz a
su casa. Había nacido la mandioca.
Aquella planta constituyó un alimento insustituible para los
indios de la tribu.
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