miércoles, 13 de diciembre de 2017

La huella de sangre

Cerca de Oviedo, entre los robledales de la ri-
bera del Nalón, se alzaba en el siglo XIV el castillo
de don Rodrigo, señor de Priorio. Tenía fama éste
de ser un caballero severo y desmedidamente orgu-
lloso. Quiso el destino que su bella hija Irene, único
ser del mundo capaz de despertar su ternura, lle-
gase a ser la más desgraciada víctima de su altivez
y de su incomprensión.
Irene amaba a Pablo, el gallardo paje del infante
don Alfonso. Aunque muy joven, había dado éste
ya cumplidas muestras de su valor y esperaba que
pronto le hicieran el honor de armarle caballero. El
temor que ambos tenían al desmedido orgullo de don
Rodrigo, hizo que sus amores permanecieran se-
cretos.
Un día, Irene, cuando conversaba amorosamente
con Pablo desde su ventana se vio sorprendida por
su padre, que había entrado sigilosamente en la
habitación. Fue inútil disimular. Don Rodrigo es-
cuchó de los labios de su hija la confesión del amor
que sentía por el valiente doncel del infante. A
pesar de las excelentes cualidades de Pablo y de su
reconocido valor, ya elogiado por el Rey en más de
una ocasión, el castellano de Priorio le despreciaba
por su bastardía y le consideraba indigno para su
ilustre heredera, a quien tenia por tan noble como
la misma reina.
Escuchó con enojo la confesión de su hija, 
y abandonó la estancia con gesto sombrío y amena-
zador. Sus pasos resonaron por todo el castillo en
dirección a la puerta. Irene comprendió que iba en
busca de Pablo.
En vano rogó la joven a su amado, desde la
ventana, que huyera, advirtiéndole el peligro. El
paje permaneció donde estaba, como si algo lo
atase a la tierra. ¿Cómo iba a dejar su verdadera
vida por miedo a la muerte? Momentos después el
castellano de Priorio se hallaba ante él y le vocife-
raba palabras injuriosas. Pablo trató de reprimir la
cólera que le producían aquellos insultos, y ni si-
quiera sacó la espada cuando don Rodrigo le arrin-
conó con la suya.
De pronto se abrieron las puertas del castillo y
apareció Irene, pálida como una muerta. Escuchó
impasible las rudas palabras que le dirigió su padre;
pero al ver a Pablo cubierto de sangre, se desmayó.
El desolado joven corrió rápido a socorrerla; pero
don Rodrigo se lo impidió alzando la espada con
ambas manos y diciendo:
—¡Miserable, no cometas el sacrilegio de man-
charla con tu sangre bastarda!
Aquellas palabras aniquilaron la paciencia del
paje, y no pudiendo contenerse más, se abalanzó
sobre el castellano, ciego de ira, y le clavó la es-
pada en el pecho.
Las gentes del castillo acudieron al ruido de las
armas, y al ver el cuerpo de su señor tendido en
tierra, se abalanzaron sobre el matador, deseosos
de venganza. Pablo, que había permanecido durante
unos momentos contemplando fijamente el cadáver,
como si el horror de su acción le hubiera converti-
do en piedra, se dispuso a defenderse. Se habían 
cruzado ya las espadas cuando Irene volvió de su
desmayo. Con un gesto, detuvo a los agresores, que
se retiraron, obedientes; pero en aquel momento
descubrió el cadáver de su padre. Entonces, dando
pruebas de una firmeza que antes no había tenido,
se arrodilló ante él y ordenó con voz segura:
—Apoderaos del matador.
Pablo tiró la espada, dispuesto a dejarse prender,
y suplicó a su amada que se le diera la muerte que
merecía, pero que no le negase el consuelo supremo
de su perdón. Las lágrimas que brotaron de los ojos
de la joven le hicieron comprender que todavía le
amaba, y por unos momentos pareció feliz. Después,
al escuchar la voz adorada diciendo que quedaban
irremediablemente separados por aquella muerte,
se sintió el más desdichado de los hombres, y mur-
murando un adiós triste y velado, se arrojó al río.
Nadie se atrevió a detenerle. Sólo Irene quiso se-
guirle; pero sus doncellas la sujetaron y la hicieron
volver al castillo, mientras las aguas del Nalón
arrastraban el cadáver del infortunado Pablo.
Irene pasó en Priorio el resto de sus días, lle-
vando una existencia más sombría que la muerte.
La impresión que recibió por aquella doble desgra-
cia la volvió loca.
En la orilla izquierda del Nalón, no lejos de
Caldas, hay una peña musgosa, salpicada de som-
bras rojizas. Es la peña desde donde Pablo se arro-
jó al agua, que conserva las señales de sus pies,
manchados con la sangre de don Rodrigo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario