Orgullosos de su obra entre los indígenas, el superior de
los Jesuitas de las Misiones se pasea bordeando las chacras comunitarias. Piensa
el sacerdote en alguna obra material que sirva para acercar las señales de Dios
a los hombres de estas tierras. No tardan en aparecer en su mente los sones de
una campana que resuenan en su mente desde su más tierna infancia. Una campana
que a esta altura de su vida –el sacerdote posee ya 63 años– no sabe bien si
escuchó en la realidad o, simplemente, en sus sueños. Una campana única. El
sonido resuena claro y sereno, recio y suave. Es un sonido diferente. El
jesuita vuelve a sus aposentos y, febrilmente, escribe una carta. Se dirige a
unos famosos fundidores italianos cuyos dones de profesión fueron muy alabados
por un amigo suyo que ha regresado a Europa hace muchos años.
Tiempo después recibe la respuesta.
Los técnicos están dispuestos a viajar a este apartado lugar
de la tierra.
Dispuestos y ansiosos de fundir esa campana única.
El sacerdote envía expediciones a buscar los metales
preciosos que les solicitan los italianos. Deben estar de vuelta antes de que
éstos lleguen a las Misiones. Siete meses después los materiales y los técnicos
ya se encuentran en el poblado. Todo está listo para la fundición. Los moldes
han sido preparados con el mayor de los cuidados. Las inscripciones de la
campana dejarán fe del hecho para la eternidad. El sacerdote imagina los sones
echados a vuelo en las bellísimas comarcas en las que se asientan los pueblos
de las Misiones y sonríe para sí. Con la conciencia tranquila se retira de los
talleres donde se realizan los trabajos para completar la campana maravillosa.
Los técnicos italianos, con la ayuda de los indígenas, que
fueron adiestrados en el oficio durante un buen tiempo, se preparan para la
fundición. Los metales preciosos hierven. La aleación es el paso más importante
en todo el proceso pero en el momento culminante los técnicos se dan cuenta de
que algo ha fallado. Detienen la tarea. Deben analizar cada paso dado.
Con honestidad comunican al Superior su fracaso y proponen
reponer los materiales perdidos. Ahora el trabajo se transforma en una cuestión
de dignidad. El dinero a cobrar pierde interés para los directores del
proyecto. Pero algo se quiebra en el interior del sacerdote. Con furia
recrimina a los especialistas. Les hecha en cara su curriculum, los insulta.
Sabe que no debe hacer lo que está haciendo pero no puede evitarlo. Algo
superior a sus fuerzas le domina el espíritu. El homenaje al Señor pierde
fuerza y se va transformando en capricho de un mortal. Emplaza a los
trabajadores. Les da sólo una última oportunidad.
Indalecio es el nombre cristiano de uno de los indígenas que
allí trabajan. Indalecio ha sido cacique de su tribu y está avergonzado por el
fracaso. Cuando llega a su casa para el descanso nocturno comenta lo sucedido,
cuenta el enojo del Superior, dice “yo también me enojaría”. Su hija, a la que
todos llaman Ysapy, por el brillo de sus ojos, escucha con atención. Quince o
dieciséis años tendrá la joven, esbelta y hermosa. Esa noche Ysapy no puede
descansar en paz. Piensa en su padre. En las amenazas del superior. En el
castigo que le espera si vuelven a fracasar. En la vergüenza de su padre.
Aún no ha salido el sol pero Ysapy ya está en pie. Ha
juntado todas sus joyas y se dispone a partir hacia la casa de un sabio que
vive aislado, mucho más allá de los cerros. Quiere preguntarle cómo debe hacerse
el trabajo de aleación para que no fracase. Quiere salvar a su padre.
El hombre es europeo pero domina la lengua de los indígenas.
Su avanzada edad le obliga a usar unos gruesos cristales delante de sus ojos.
En completo silencio escucha lo que la joven india viene a preguntarle y la
súplica de una respuesta a cambio de las joyas que le lleva. El sabio consulta
sus libros de alquimista, los lee y relee. Ysapy espera. Al fin da su
respuesta. La única manera de unir en completa armonía aquellos metales es
combinarlos con la sangre de una mujer virgen. La respuesta es de magia pura.
Ysapy vuelve contenta a las Misiones. Ya tiene el secreto que posibilitará el
éxito del trabajo de su padre, pero muy pronto caerá en la cuenta de que entre
las mujeres vírgenes ninguna está dispuesta a la inmolación.
Los técnicos ya han analizado paso a paso el trabajo y no
han encontrado falla en sus procedimientos. Hay algo que hicimos mal en la
práctica concluyen. Dispuestos a dar una segunda batalla, preparan todos los materiales
y vuelven a iniciar el proceso. La gente observa los trabajos. Los metales
bullen, cambian de colores. Entre el gentío, Ysapy asiste a los trabajos.
Íntimamente ya ha tomado la decisión, espera el momento en que todo está listo
para la aleación, entonces salta . Nadie puede detener a la jovencita que se ha
arrojado a los enormes recipientes dejando en el aire un brevísimo aullido de
dolor. Indalecio quiere arrojarse tras su hija pero los potentes brazos de sus
compañeros de trabajo lo detienen. El indio muere de dolor allí mismo. La
aleación ha sido posible. Es un éxito. El silencio es total. Nadie se anima a
estar feliz. La muerte de la joven no pudo evitar la muerte de su padre. Ambos
viajan hacia otro espacio, mucho más sereno. Un espacio celestial que de hoy en
adelante será llenado con los sones de esta fabulosa campana. El único
sonriente es el sacerdote que al fin ve concretado su capricho.
La campana, según estaba planeado, es izada y colocada en
una torre en el centro del poblado. Desde allí durante un buen tiempo dejó
libres muchos sones que cobraron vida y se perdieron en el azul del cielo
paraguayo. Pero un buen día, otros caprichos, esta vez políticos, producen la
huida de los jesuitas. Amenazados, deben abandonarlo todo y retirarse de las
Misiones. El sacerdote, ya muy anciano confía la campana a un grupo de
indígenas de confianza. Les pide que la escondan en algún sitio seguro hasta
que pasen los malos tiempos.
Los indios llevan la campana hasta las orillas del Lago
Ypoa. Piensan cruzar el lago y guardarla en un lugar secreto. La suben en una
gran canoa y comienzan su viaje sin retorno. Las aguas están quietas . Alguna
que otra isla se desplaza de lugar cambiando el paisaje. Los indígenas se
desorientan. Ya no saben por dónde ir. Hacia donde remar. Choca la canoa con un
raigón y caen al agua sus tripulantes y con ellos la campana celestial. Tanto
sonar allá en lo alto y ahora deberá reposar en lo más hondo del lago, entre el
barro y las alimañas. ¿Sonará con la misma claridad en esas profundidades? ¿A
quiénes dará su voz milagrosa? Cuentan los visitantes del lago y los viajeros
que pasan por sus riberas que en las noches, desde los campos cercanos se puede
escuchar el tan-tan de una campana. Misterioso sonido que se suma a los
misterios del lago Ypoa. Misteriosos y mágicos los sones que invitan al
desprevenido a acercarse y hundirse para siempre en las oscuras aguas.
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