jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda del Irupé

Cumple con sus ritos la tribu en medio de la noche.

La luna acompaña cada paso. Las doncellas vírgenes danzan en torno al fuego. Corre entre los hombres el vino de mandioca. Canta y baila la tribu. Se exacerban los espíritus.

El joven Chiru cuenta sus hazañas. Acaba de regresar de la ciudad del oro. Cuenta todo con lujo de detalles y las fantásticas aventuras ocupan todo su hablar. Nada de lo que allí pasa parece tener mucha gracia después de haber pisado aquellas tierras doradas.

Bailan las doncellas vírgenes alrededor del fuego.

Coronadas de flores danzan con sus atuendos blanquísimos.

Las llamas que se levantan con fuerza crujiente tiñen la piel de las jóvenes de un rojo incandescente y furioso que enerva los espíritus. Chiru mira a las doncellas. Mira a una doncella en especial. La más joven. La más hermosa. La más áurea. La mira con deseo irrefrenable.

Ahora las doncellas detienen su danza y agitadas descansan junto a un árbol.

Chiru manifiesta su deseo a un hombre que está a su lado.

El hombre le advierte que esas doncellas no pueden ser tocadas. La maldición de Tupã caerá sobre quien ose tocar a las doncellas vírgenes de la tribu.

Chiru, agitado por los espíritus del vino, se acerca a la joven y le ofrece sus brazos para el merecido descanso. La joven rehúsa el ofrecimiento. El muchacho insiste. La acosa. Se le acerca. La joven huye. Se levanta y corre por el monte. Chiru, enceguecido por la negativa la persigue.

Alejada del fuego y corriendo por el bosque, la niña, plateada por la luna parece un espectro encantado. No está dispuesta a entregarse a los brazos de aquel indio ebrio. Llena de miedo, trémula pero decidida se aleja con sus ágiles piernas. Casi lo ha perdido de vista. Chiru, embriagado, no acierta el camino que ha tomado la joven pero su deseo es irrefrenable y no se detiene. Obstinado avanza. La niña se detiene junto al río. Se ha trepado a una roca saliente y allí aprisiona entre sus manos el talismán defensor de la virginidad. En ese mismo momento ve aparecer a través del follaje a Chiru.

“Al fin te he alcanzado” grita el muchacho poseído por los espíritus del alcohol.

“Huiremos juntos. Te llevaré a la ciudad del oro. Viajaremos sin descanso y la aventura será nuestra única guía. Te ofrezco el paraíso que está más allá de los cerros”. Suplica el joven ante el silencio de la niña que temblorosa aprisiona aún más su amuleto. El hombre se acerca a ella.

Intenta varias veces subir a la piedra en la que está erguida la pequeña doncella.

Le acosa desde abajo Chiru hablándole continuamente de amor y desenfreno.

El silencio es el resguardo de la niña. Mira el río cargado de estrellas. Un reflejo vivo. La luna enorme en su superficie. Todo parece hablarle, incitarla.

Ya trepa Chiru.

Ahora sí está por darle alcance.

La niña no lo duda un instante. Salta y se sumerge en ese espejo de astros y reflejos. Salta detrás el muchacho, guiado por el deseo.

Se desliza la niña hacia lo más profundo.

“Te salvaré y serás mía” balbucea el hombre y se sumerge en las oscuras aguas en busca de la doncella. Una y otra vez va y viene de la superficie a las profundidades hasta que al fin logra alcanzar el cuerpo de la niña. Lo aferra fuertemente y se dirige a la superficie, pero al salir a flote descubre que lo que trae aferrado es una flor. Grande y en forma de corona. Ámbar en el centro y teñida de colores rosados en los bordes de cada pétalo, ancho y carnoso. Sorprendido primero y furioso después, Chiru tomó la flor y sin fijarse en su gran belleza la arrojó lejos de sí.

Chiru siguió sumergiéndose con la esperanza de encontrar el objeto de su deseo pero fue inútil. Al fin, sin fuerzas fue arrastrado por un remanso que se lo llevó para siempre a las profundidades. Los dioses habían dado su castigo al importuno joven y premiado la bondad de la doncella convirtiéndola en una hermosa flor que se eternizaría dando nombre al río que puebla, porque Paraguay significa río de coronas y aquellas coronas llevan el nombre de Irupé.


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