jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda del Chingolo

Dorado y brillante el pájaro desciende sobre la torre y camina picoteando aquí y allá algún grano que el viento ha traído hasta las alturas del edificio. A pesar de su tamaño, relativamente pequeño, el pájaro se mantiene en equilibrio enfrentando el fuerte viento de las alturas. Está sobre una torre mohosa que ha soportado el paso de los siglos sin inmutarse. Sus paredes han vivido más de cien tormentas sin un ¡ay! Los hombres la han rodeado, la han sitiado y han guerreado en su derredor, pero las flechas y las balas no le han hecho mella. Impertérrita, la torre continúa altiva, elevándose hacia el azul, símbolo de la búsqueda del infinito que el hombre siempre ha perseguido.

Allí anda el pájaro dorado con su paso elegante y el brillo inaudito de su plumaje.

De pronto su voz se eleva en el aire de la tarde en un gorjeo enamorado.

Ante la presencia de una compañera –las hembras eran en aquella época de un color plata sin igual– el chingolo hace alarde de gracia y vivacidad. Gira alrededor de la torre rozando las campanas y haciéndolas temblar para que emitan un rozar de metales apenas audible para ellos. Da la vuelta y roza el suelo con el pecho dorado. La pajarita le mira atenta, gozando con la demostración que no tiene otro objetivo más que impresionarla.

El chingolo da otra vuelta y va a pararse firmemente sobre la veleta que adorna la torre. Entonces mira a la pajarita que está más abajo y dice: “Si lo quisiera, derribaría esta torre de una sola patada”.

La pajarita sonríe maliciosamente ante la exagerada afirmación de su pretendiente.

Una nube negra aparece de pronto cerca de la torre y con gran velocidad avanza hacia la veleta. La pajarita mira horrorizada el fenómeno y no puede menos que pensar en un castigo. El chingolo le hace frente pero la fuerza de la tormenta le arrastra en sus remolinos. Nada puede hacer. Su alarde de fuerza y poder no tiene ningún sentido ahora. El castigo divino a la soberbia llegó en menos de lo que canta un gallo.


El chingolo rueda por tierra malherido y sus plumas doradas se convierten en una mezcla de ceniza y tierra. Toda su belleza ha desaparecido. Su bello gorjeo no aparece en su garganta y ya no puede sostenerse con gracia sobre sus finas patas.  Desde entonces el chingolo se mueve con esos ridículos saltitos y se confunde con la tierra. El presuntuoso, el engreído y el soberbio siempre tienen un triste final.

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