Concierto de colores en el manantial.
Las azucenas silvestres con sus arreboladas coronas. Los
helechos de verdes sólo imaginables a la hora de escribir estas hojas. Plantas
acuáticas se regodean desparramando sus hojas en la limpidez de la surgente.
Enredaderas de flores azules y rojas trepan a los troncos de los árboles que se
bañan en el constante salpicar de la naciente. Desde arriba puede uno asombrarse
con el espectáculo. Sólo donde fluye el agua se puede encontrar la tremenda
variedad que ahora tenemos frente a nuestros ojos.
Las flores más pequeñas, blancas como perlas o los racimos
de flores que caen de las orquídeas gigantes, todas las plantas aportan su
instrumento como si fuera esto un gran concierto de colores cuyo único rumor
saliera del agua que salta de la roca espontáneamente, del agua que sube en la
savia de las plantas, del agua que surge en la transpiración de las hojas.
El agua. Siempre el agua.
No lejos de allí, descansa Itakuéra con su dulce hija y dos
de sus criadas.
Descansa bajo la sombra de un samu’u que de vez en vez deja
caer sus flores blancas y esponjosas sobre la tierna hierba que crece a su
alrededor.
Ytakuéra es madre de grandes guerreros. Yvotyjuru es la hija
más pequeña de Itakuéra.
Envía la mujer a una de sus criadas por agua al manantial.
Presurosa parte la joven llevando una calabaza hueca para
traer el líquido, pero no regresa.
La vemos allí junto a la surgente, como hipnotizada. Se
diría que está en trance. Apenas estuvo junto al agua, una sombra juguetona
llamó su atención. Una sombra que no es gris como todas las sombras sino
multicolor. Lleva prendidos en su plumaje, pues se diría que son plumas tejidas
por algún orfebre místico lo que cubre aquel latir pequeñísimo, los colores de
aquel lugar hermoso.
La criada no regresa. Entonces Itakuéra envía a su otra
criada a ver que ha sucedido, por qué no regresa con el agua fresca, pero ella
tampoco regresa. ¿Qué estará sucediendo allí abajo?
Itakuéra y su hija bajan a ver lo que sucede. Llegan junto
al pequeño arroyito y encuentran a las dos criadas tal como las describimos.
Hipnotizadas por un pequeño pájaro que se mueve inquieto de flor en flor. La
fina espada de su pico ya penetra a una azucena, ya a un jazmín, ya los
pensamientos de las criadas. Madre e hija se han quedado estupefactas ante el
ave de refulgentes colores.
Las cuatro mujeres no responden por sí mismas. Es tanta la
hermosura del pajarillo que se han quedado mudas de asombro. Lo ven ir y venir
hasta que en un momento de encantamiento el mainumby llega junto a la hija de
Itakuéra e introduce el pico entre los rojos labios vírgenes.
Un remolino de luz. Un aleteo incesante. Un roce infinito y
la niña traspasa las fronteras de lo humano. Ella también vuela ahora con el
mismo aspecto del pájaro que las ha embelesado.
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