jueves, 14 de diciembre de 2017

Los montes de la guajira

Después que Maleiwa, el espíritu bueno, había creado la tierra,
volvió a su morada, al cielo azul que se extiende por encima de
las nubes. Allí vivía tranquilo, rodeado de sus hermosas hijas,
hasta que un día éstas se reunieron y dijeron a Maleiwa:
-Padre, todas queremos tener un pedazo de tierra que nos
pertenezca, poder pasear por nuestros propios valles y montañas,
mirarnos en nuestros ríos ... y mandar sobre algunas gentes.
Maleiwa sonrió con bondad a sus hijas, y éstas, al ver la
buena acogida de su petición, continuaron a coro presionando
al buen espíritu, hasta que éste les dijo:
-Callen, callen; ahora mismo les repartiré la tierra que he
creado.
De inmediato fue dando a cada una su parte, y pronto Maleiwa
se vio solo en el cielo, pues todas sus hijas bajaron corriendo
a mirar las bellezas que les habían correspondido.
Cuando el cielo se quedó silencioso, sin las hermosas jóvenes,
apareció la más pequeña de las hijas de Maleiwa, quien dijo a
su padre con cara compungida:
-¿Qué me darás a mí, padre mío?
El buen espíritu se quedó sorprendido.
-¿Cómo es que no estabas aquí con tus hermanas? -le dijo-.
Ahora no tengo nada que darte; he repartido entre ellas toda la
tierra.
-Entonces, ¿no tendré yo nada que sea verdaderamente mío,
como mis hermanas?
La joven miró con tanta tristeza a su padre, que éste se sintió
conmovido y, deseoso de complacerla, miraba a través de las
nubes para ver si había quedado alguna parte sin repartir, aun-
que fuese pequeña. Pero por más que su penetrante mirada iba
de un lado para otro, no veía nada que pudiera dar a su hija.
-No sé, no sé, hija mía. Todo lo tienen ya tus hermanas. Yo
mismo no puedo obligarlas a que te den una parte . .
.
-Tú lo puedes todo, padre. Tienes que tener algo para mí.
Entonces, Maleiwa se fijó en el mar, allí donde éste se metía
profundamente en la tierra y formaba un inmenso lago de aguas
quietas. Su tranquilidad era tanta, que Para lo había elegido por
morada. Pero él, Maleiwa, tenía poder sobre el lago, y podría
retirar las aguas y dejar un poco de tierra para su hija. Y así
como lo pensó se lo dijo a la joven.
-El único inconveniente es que la tierra será arenosa y tardará
en tener vegetación. Además, estará despoblada. Pero esto
es lo único que puedo darte, hija mía.
La hija de Maleiwa, viendo el buen deseo de su padre, se
conformó. Enseguida la potente voz del dios se dejó oír en el espacio,
y Para fue retirando las aguas. Curvada sobre el lago,
apareció una franja de tierra arenosa y rojiza.
-Ésa es tu posesión -dijo el contristado dios a su hija.
Pero ella palmoteo gozosa como si hubiera recibido la más fértil
de todas las tierras y, dando las gracias a su padre, descendió
a la parte que ya le pertenecía.
La tierra no estaba aún seca del todo, pero a la hija de Maleiwa
no le importaba hundir sus pies en la humedad, y corrió de
un lado para otro hasta llegar a las orillas del lago. Se miró en
las aguas verdes, quietas de nuevo después del reflujo, y oyó la
voz dulce de Para, el espíritu profundo que la llamaba, pero la
joven no quiso escucharlo y siguió corriendo. Todo estaba desierto;
ningún ser humano ocupaba aquella tierra inhóspita, tan
sólo Mensh, el tiempo, desde lo alto de una pequeña roca la cubría
con su inmóvil mirada que la iba transformando lentamente.
Bajo sus ojos poderosos, las más pequeñas lagunas se fueron
empequeñeciendo y un día acabaron por desaparecer. Las
arenas movedizas fueron tomando consistencia y sobre ellas
surgieron algunos árboles, que rompieron con su presencia la
monotonía del terreno.
Cuando la hija de Maleiwa se dio cuenta de los beneficios que
Mensh concedía a su posesión, accedió a ser su esposa. Sus descendientes
poblaron toda aquella tierra y ella se sintió feliz.
Pasó mucho tiempo, tanto que los descendientes de la hija de
Maleiwa eran ya numerosísimos, y algunos empezaron a encontrarse
a disgusto en aquella tierra .Uno de los más descontentos
era Guarapú, jefe del poblado, quien desde que abandonó la
niñez y se dio cuenta de lo poco fértil que era la tierra en que
vivían, intentó buscar una solución. La cuestión se ofrecía fácil
a sus ojos: tener más tierra y con ella más frutos. Pero al otro
lado del poblado de Uchi Juroteka, donde ellos vivían, estaban
otras tierras hermanas. Todos los habitantes de la Guajira eran
hermanos, todos eran hijos de la hija de Maleiwa y no debían
luchar unos contra otros, si no querían despertar las iras del buen
espíritu. Así era como Guarapú pensaba y pensaba, sin hallar
solución.
Un día, el joven jefe reunió a los hombres más importantes
de la tribu: allí estaba el fuerte Itojoro, el que era capaz de
hacer largas caminatas sin cansarse; Wojoro, que había ido ganando
prudencia con la edad; Wososopo, el ágil joven que causaba
admiración entre las mujeres, y otros muchos, todos animosos
y llenos de vigor.
Cuando Guarapú vio que todos lo rodeaban anhelantes, pendientes
de lo que él pudiera decirles, sintió un poco de temor y
hasta comprendió que los planes que había forjado y que le parecieron
sensatos en otros momentos, carecían ahora de todo juicio.
Pero al mirar a los que lo rodeaban, vio la tierra arenosa, y
un nuevo ímpetu caldeó su corazón. Entonces las palabras fluyeron
ardientes de su boca y no tuvo que esforzarse mucho para
convencer a los que lo oían de la necesidad de abandonar aquella
tierra y salir en busca de otras más fértiles.
-En modo alguno lucharemos con nuestros hermanos -dijo
Guarapú-; al contrario, les dejaremos lo que ahora poseemos y
nosotros saldremos en dirección al gran lago, lo atravesaremos y
seguiremos en busca de una tierra distinta de la que ahora tenemos.
A todos les pareció buena la proposición de Guarapú, y se entusiasmaron
con ella.
-Si es necesario luchar -continuó el jefe del poblado-, lucharemos,
pero marchando hacia allí no será con nuestros hermanos;
no quebrantaremos la paz que debe reinar entre nosotros.
Una vez aceptada la propuesta de Guarapú, todos se retiraron
a sus chozas y comenzaron los preparativos para la marcha.
Pocos días después, todo estaba dispuesto y los hombres emprendieron
alegremente la marcha. Había algunos que se impacientaban
porque no se hacía tan deprisa como ellos querían; entre
ésos se encontraban varios hermanos, los Monkis, unos
muchachos ágiles, alegres y vivaces. Pero Wojoro, el prudente, no
cesaba de calmar sus ímpetus.
-No malgasten ahora las energías -les dijo-, pues no sabemos
por cuanto tiempo tendremos que caminar, ni las sorpresas
que el camino puede traernos.
Después no fue necesario decirles nada; la monotonía del paisaje
fatigaba la vista, y las movedizas y cansadas arenas, el
cuerpo; pero todos seguían animosos, deseando recrearse con
las verdes y quietas aguas del gran lago en el que concentraban
todas las esperanzas.
Pasaban los días y aumentaba el cansancio de los hombres. En
las primeras marchas, las horas de descanso eran acogidas con
entusiasmo. Todos hablaban haciendo planes para el futuro;
después, ya no volvieron a hablar apenas, si no era para renegar
de la empresa comenzada.
«No debimos nunca salir de Uchi Juroteka. No debimos abandonar
la tierra que Maleiwa creó para nosotros.»
-Vamos, vamos -alentaban los más jóvenes-. Tenemos que
caminar en la noche, así el sol no podrá abrasarnos. Pronto llegaremos
al gran lago, nos refrescaremos en sus aguas y se habrán
acabado nuestras penas. Después, la tierra será hermosa y
fértil.
Y de nuevo comenzaban la marcha por los desiertos arenales.
Un día en que el viento levantaba torbellinos de arena abrasadora,
Wojoro, el prudente, sintió que las fuerzas le fallaban.
Tenía más edad que sus hermanos, no podía continuar.
-Esperen un momento -les dijo-. No puedo seguirles el paso.
Todos amenguaron la marcha porque Wojoro era amado y respetado
en la tribu. Algunos, los que aún se encontraban con mayor
resistencia, se pusieron a su lado y lo ayudaron. Pero, a pesar
de todo, Wojoro y los que lo ayudaban empezaron a quedarse
atrás.
-Esperen un poco todavía -gritó Wojoro. Pero él mismo comprendió
que su grito y su esfuerzo eran inútiles.
-Sigan, sigan ustedes -dijo a los jóvenes que iban a su lado
y que miraban con preocupación al grupo que se iba desgajando
de ellos-. Voy a descansar un rato. Luego, cuando el sol decline,
los alcanzaré.
Y Wojoro se separó de los dos muchachos y se tendió sobre
la arena abrasadora. El sol seguía poderoso en lo alto, y Wojoro
supo que no volvería nunca a levantarse de allí.
Los demás continuaron el camino. A un lado una enorme piedra
detenía el ímpetu de las arenas e invitaba sentarse a descansar.
Guarapú comprendió, al verla la tentación con que sus
hombres iban a encontrarse, y les dijo:
-Sigamos, sigamos todos hacia adelante. El lago está ya muy
cerca. No miren esa piedra engañosa.
Y el grupo de hombres fue pasando frente a ella con gran
esfuerzo; solamente Epits dijo:
-Voy a sentarme un momento para descalzarme. Sólo un momento,
pues las sandalias se clavan en mis pies ardientes.
Epits se sentó mientras los demás seguían la marcha fatigosa.
El joven se quitó las sandalias y agitó los pies doloridos.
A lo lejos, el grupo de caminantes se iba reduciendo cada vez
más, hasta ser una pequeña mancha oscura.
Epits los miraba alejarse seguro de que pronto los alcanzaría;
para eso iba a comenzar el camino con cierto descanso. Y con
este pensamiento los dejó alejarse un poco más aún. Cuando
al fin decidió ir tras los suyos, sintió que una fuerza enorme,
irresistible, lo pegaba a la piedra. Por un instante creyó que era
una pesadilla, y, concentrando todas sus energías, intentó un salto
hacia la arena tan próxima. Pero todo fue inútil, pues como si
unos invisibles tentáculos lo oprimiesen y sujetasen, se sintió incapaz
de todo movimiento. Entonces Epits gritó:
-¡Guarapú! ¡Itojoro! ¡Vengan, vengan para que me ayuden!
Nadie oyó su angustiosa llamada. Al anochecer, el grupo de
guajiros esperó inútilmente la llegada de su compañero.
Aún siguieron caminando unos pocos días más con la esperanza
de llegar al gran lago donde residía Para, el espíritu de
los mares, cuando la sed primero y el hambre después constituyeron
un tormento nuevo. Y fueron sucumbiendo Wososopo y
Tsitsí y otros muchos que quedaron por el camino. Muy pocos
continuaron la marcha, poquísimos los que llegaron a sentir la
fresca brisa del lago y el rumor de sus aguas. Entre ésos estaban
los hermanos Monkis, a quienes la juventud y el entusiasmo levantaron
el ánimo en los momentos más difíciles. Junto a ellos,
que miraban regocijados las aguas, estaba Guarapú, silencioso,
estático, cargado de pesadumbre por el desastroso final a que
había conducido a su tribu.
-Al fin hemos llegado -dijo con tristeza a los Monkis-. Ahora,
espérenme, yo voy a descansar junto a las aguas.
Y Guarapú se quedó dormido sin poder sospechar que no volvería
a mirar el codiciado lago. Los Monkis corretearon por las
orillas, y al fin se sentaron a descansar. Un sueño profundo los
invadió, tan profundo, que no despertaron de él.
Mientras tanto, la hija menor de Maleiwa, al saber lo que aquel
grupo de guajiros había intentado, sintió una pena profunda.
Pues su amor por aquella franja de tierra arenosa que su padre
le había concedido era tan grande, que no comprendía aquel deseo
de abandonarla. Por' eso; fue á la morada del padre y se
quejó de sus descendientes.
-Han querido abandonar mi tierra -le dijo-, porque era reseca,
y. pelada. Fue Guarapú el que intentó. conducirlos más allá
del gran lago.
-¿Lo han atravesado ya? -preguntó Maleiwa.
La hija le señaló a través de las nubes a los que dormían junto
al lago y a los muchos que habían perdido su vida en el ca~
mino.
-jAh, ah! -dijo Maleiwa-. Todos están aún allí. Yo te aseguro,
hija mía, que no abandonarán la tierra que les diste. Desde
este momento todos quedarán convertidos en cerros.
Y desde aquel instante, la tierra arenosa robada al mar, se
llenó de colinas, y cada una de ellas conservó el nombre del
guajiro que quiso abandonarla.

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