Juan era un muchacho sencillo, simpático pero muy inocente.
Un día su madre lo mandó al pueblo a comprar miel y Juan muy obediente
se encaminó hacia allí.
Cuando volvía a su casa, una nube de moscas rodeó el frasco y golosas
se zambulleron en la miel.
Juan trató de espantarlas.
—Si quieren miel, tienen que comprarla —les dijo.
Pero las moscas no le contestaron y siguieron pegadas al frasco.
Al fin, cansado de luchar con
ellas decidió dejar el frasco a un costado del camino y regresó a su casa.
—¿Dónde está la miel que te mandé comprar? —le preguntó su madre.
—Mamita, las moscas me seguían y no querían dejar la miel por nada del
mundo; entonces la dejé en el camino.
—¡¿Cómo que la dejaste?!
—Sí mamita, no te preocupes, algún día me la pagarán.
—¡¿Algún día?! Ahorita mismo vas a recuperar el dinero que te di.
Juan volvió a donde estaban las moscas y les pidió una y otra vez que
le pagaran la miel, pero ellas estaban muy entretenidas con su banquete.
Entonces, indignado fue al pueblo a denunciarlas.
El juez escuchó con paciencia toda la historia y al ver la ignorancia
del muchacho le dijo:
—No podrás cobrar tu dinero, pero puedes castigarlas si quieres; donde
quieras que veas una, mátala.
Rápidamente Juan fue en busca de ellas y las mató y en donde veía una,
también la mataba.
Un día fue con su madre a la misa y al entrar en la iglesia, vio que
una mosca estaba parada sobre la coronilla del cura que estaba predicando.
Para Juan lo que le había dicho el juez era ley; entonces tomó un palo
del suelo y mató la mosca, pero también mató al cura y a Juan lo metieron
preso.
Cuando fue al juicio a declarar, el muchacho dijo lo que el juez le
había aconsejado: que las matara dondequiera que las encontrara. Él había cumplido,
por consiguiente salió en libertad.
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