El atlante se siente incompleto en su nuevo hogar. Añora la
ciudad dorada en la que viviera su juventud. No puede quejarse de su destino
pero tampoco le resulta el más alentador.
Un buen día, de plática con Tume Arandu, su cuñado, Paragua
confesó sus penas.
Necesitaba ocuparse en algo grande. Quería construir una
ciudad que se pareciera a aaquella que sucumbió ante las enardecidas olas del
mar. Quería hacer la réplica de Atlántida, su ciudad natal.
Tume Arandu le habla del lugar donde Tupã creó al primer
hombre y a la primera mujer, sus padres. El valle entre los cerros, el intenso
verde de la vegetación, el cielo azul...
Marchan los hombres hacia la colina de Areguá. Los acompaña
el primogénito de Paragua. Arekaja es su nombre y posee facultades
extraordinarias para las invenciones. Joven y fuerte, hombre de gran dinamismo,
Arekaja es el indicado para iniciar empresas.
Instalados en la colina, los tres hombres observan el
majestuoso espectáculo de la naturaleza. El valle luce esplendoroso. Frente a
Areguá una hermosa cordillera. “Al pie de aquellos cerros”, dice Paragua y los
tres hombres inician la travesía del amplio valle.
Surgentes cristalinos caen desde las faldas de los cerros.
Los pájaros se multiplican en aquella tierra virgen. “Aquí”, dice Paragua a su
hijo, señalando una roca que marca el sitio donde levantarán la nueva ciudad.
“Aquí levantaremos la nueva Atlántida”.
Días más tarde cientos de aldeanos de la tribu de Paragua se
incorporan al trabajo frente a la colina de Areguá. Verlos trabajar desde la
distancia es una maravilla para los ojos. Arekaja dirige las obras. Las maderas
que traen desde el otro lado de los cerros. Las piedras pulidas. Los hornos que
cocinan el barro. Máquinas extrañas producto de la invención de Paragua y su
hijo que alivianan el trabajo de los hombres. En medio del vergel, la presencia
del hombre.
No tardaron mucho tiempo en terminar los trabajos.
La ciudad, nueva y limpia, lucía como una aparición cuando
la luz de la mañana rebotaba contra las blancas paredes. Resplandecía la nueva
Atlántida, pero Paragua aún no estaba contento con el trabajo. Apreciaba el
esfuerzo y la colaboración de su pueblo pero deseaba darle a aquella ciudad
luminosidad nocturna. Deseaba que brillara tanto como cuando el sol le daba a
pleno.
Paragua ordena ahora, con la ayuda de Arekaja, que se inicie
la excavación de un pozo. Señala el lugar, muy cerca de la casa que ha elegido
como su residencia. Pocos días después los excavadores han perforado la tierra
varios centenares de metros. Ya no se puede ver el fondo de aquel pozo. Ahora
brota de las entrañas de la tierra un líquido lechoso, blanco y espeso. con él
pintaron los edificio más imponentes del poblado, redoblando su poder resplandeciente.
Los aldeanos descubren que el líquido es sabroso y comienzan a ingerirlo. Luego
de una cantidad determinada, esa extraña leche de la tierra, produce embriaguez
y una somnolencia que los transporta a un estado de deleite maravilloso. La
leche de la tierra, además, engorda a quienes la ingieren sin medida, pero les
debilita los huesos hasta producirles la muerte. Entonces Arekaja decide
continuar con la excavación. Buscan el líquido amarillo que en Atlántida se
utilizaba como generador de luz artificial. Buscan afanosamente. La excavación
sobrepasa el millar de metros. En ese momento, de las profundidades brota un
fuego seco que produce una gran alarma en los excavadores. Arekaja ordena el
cierre del pozo y dice a todos: “Ibamos buscando el antro de la luz y nos hemos
topado con el infierno, hasta aquí hemos llegado”.
Lejos de caer vencidos, Arekaja y su padre continúan, ahora
en soledad, con sus experimentos a fin de obtener alguna forma de luz
artificial. Una y mil veces prueban artefactos que no sirven a sus propósitos.
Una y mil veces recomienzan la tarea, hasta que un buen día consiguen armar un
extraño recipiente que, accionados sus mecanismos, produce una luz intensa. De
inmediato se entregan a la fabricación en gran cantidad y los distribuyen por
toda la ciudad. Por la noche las luces emergen, ahora, de las ventanas de todos
los edificios con inaudita brillantez. Tanto es así que los aldeano llamaron a
esa extraña ciudad Mbaeveraguasu, la ciudad resplandeciente.
Han pasado los siglos. Mbaeveraguasu es famosa por sus
luces. La vista que de ella se tiene desde la no menos famosa colina de Areguá,
es maravillosa. Los viajeros llegan hasta allí pasmados de admiración y sus
habitantes han conservado el orgullo con el que trabajaron sus creadores.
Ya no existe sobre la faz de la tierra el viejo patriarca
Tume Arandu.
Ya no existe sobre la faz de la tierra el nostálgico atlante
conocido aquí con el nombre de Paragua.
Ya no existe sobre la faz de la tierra Arekaja, el dinámico
hombre inventor.
Y a no existen sobre las faz de la tierra sus hijos ni sus
nietos.
Ahora Mbaeveraguasu es una ciudad sagrada para los guarani.
La llegada del karaiete está cerca. Así lo ha dejado escrito
Tupã en el destino de la raza.
Una mañana estival, desde la ciudad sagrada se escuchan tres
fuertes explosiones. ¿A qué atribuirlas? ¿Quién puede haber producido
semejantes ruidos? Muy pronto los guarani se enterarían de la llegada del
karaiete que entró en aquellas tierras a sangre y fuego. Ellos habían hecho
detonar sus poderosos cañones y ahora se acercaban a la ciudad resplandeciente.
En tiempos ya lejanos Tume Arandu había implorado a Tupã
para que la radiante ciudad guarani, la cuna de la luz y el misterio, el
mbaeveraguasu desapareciera bajo las aguas antes de ser profanada por las
plantas del enemigo. Tupã acogió favorablemente aquel ruego del patriarca
guarani e hizo que las aguas del Tupã Ykua se enturbiaran y comenzaran a bullir
día y noche.
Muy pronto la bellísima ciudad y sus habitantes fueron sólo
una leyenda luminosa. Desapareció bajo las aguas como la tierra que la había
inspirado. Durante mucho tiempo el Tupã Ykua, luego de cubrir la ciudad,
continuó arrojando grandes volúmenes de agua. Tanto que éstas amenazaron cubrir
toda la superficie de las tierras de Rupave. Fue entonces cuando llegó a aquel
lugar un karaiete bondadoso que bendijo las aguas, bautizó aquellos parajes y
conjuró el peligro, pero esa es otra historia y por suerte ya ha sido contada
en otra ocasión con lujo de detalles.
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