jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda de Mbaeveraguasu

El atlante se siente incompleto en su nuevo hogar. Añora la ciudad dorada en la que viviera su juventud. No puede quejarse de su destino pero tampoco le resulta el más alentador.

Un buen día, de plática con Tume Arandu, su cuñado, Paragua confesó sus penas.

Necesitaba ocuparse en algo grande. Quería construir una ciudad que se pareciera a aaquella que sucumbió ante las enardecidas olas del mar. Quería hacer la réplica de Atlántida, su ciudad natal.

Tume Arandu le habla del lugar donde Tupã creó al primer hombre y a la primera mujer, sus padres. El valle entre los cerros, el intenso verde de la vegetación, el cielo azul...

Marchan los hombres hacia la colina de Areguá. Los acompaña el primogénito de Paragua. Arekaja es su nombre y posee facultades extraordinarias para las invenciones. Joven y fuerte, hombre de gran dinamismo, Arekaja es el indicado para iniciar empresas.

Instalados en la colina, los tres hombres observan el majestuoso espectáculo de la naturaleza. El valle luce esplendoroso. Frente a Areguá una hermosa cordillera. “Al pie de aquellos cerros”, dice Paragua y los tres hombres inician la travesía del amplio valle.

Surgentes cristalinos caen desde las faldas de los cerros. Los pájaros se multiplican en aquella tierra virgen. “Aquí”, dice Paragua a su hijo, señalando una roca que marca el sitio donde levantarán la nueva ciudad. “Aquí levantaremos la nueva Atlántida”.

Días más tarde cientos de aldeanos de la tribu de Paragua se incorporan al trabajo frente a la colina de Areguá. Verlos trabajar desde la distancia es una maravilla para los ojos. Arekaja dirige las obras. Las maderas que traen desde el otro lado de los cerros. Las piedras pulidas. Los hornos que cocinan el barro. Máquinas extrañas producto de la invención de Paragua y su hijo que alivianan el trabajo de los hombres. En medio del vergel, la presencia del hombre.

No tardaron mucho tiempo en terminar los trabajos.

La ciudad, nueva y limpia, lucía como una aparición cuando la luz de la mañana rebotaba contra las blancas paredes. Resplandecía la nueva Atlántida, pero Paragua aún no estaba contento con el trabajo. Apreciaba el esfuerzo y la colaboración de su pueblo pero deseaba darle a aquella ciudad luminosidad nocturna. Deseaba que brillara tanto como cuando el sol le daba a pleno.

Paragua ordena ahora, con la ayuda de Arekaja, que se inicie la excavación de un pozo. Señala el lugar, muy cerca de la casa que ha elegido como su residencia. Pocos días después los excavadores han perforado la tierra varios centenares de metros. Ya no se puede ver el fondo de aquel pozo. Ahora brota de las entrañas de la tierra un líquido lechoso, blanco y espeso. con él pintaron los edificio más imponentes del poblado, redoblando su poder resplandeciente. Los aldeanos descubren que el líquido es sabroso y comienzan a ingerirlo. Luego de una cantidad determinada, esa extraña leche de la tierra, produce embriaguez y una somnolencia que los transporta a un estado de deleite maravilloso. La leche de la tierra, además, engorda a quienes la ingieren sin medida, pero les debilita los huesos hasta producirles la muerte. Entonces Arekaja decide continuar con la excavación. Buscan el líquido amarillo que en Atlántida se utilizaba como generador de luz artificial. Buscan afanosamente. La excavación sobrepasa el millar de metros. En ese momento, de las profundidades brota un fuego seco que produce una gran alarma en los excavadores. Arekaja ordena el cierre del pozo y dice a todos: “Ibamos buscando el antro de la luz y nos hemos topado con el infierno, hasta aquí hemos llegado”.

Lejos de caer vencidos, Arekaja y su padre continúan, ahora en soledad, con sus experimentos a fin de obtener alguna forma de luz artificial. Una y mil veces prueban artefactos que no sirven a sus propósitos. Una y mil veces recomienzan la tarea, hasta que un buen día consiguen armar un extraño recipiente que, accionados sus mecanismos, produce una luz intensa. De inmediato se entregan a la fabricación en gran cantidad y los distribuyen por toda la ciudad. Por la noche las luces emergen, ahora, de las ventanas de todos los edificios con inaudita brillantez. Tanto es así que los aldeano llamaron a esa extraña ciudad Mbaeveraguasu, la ciudad resplandeciente.

Han pasado los siglos. Mbaeveraguasu es famosa por sus luces. La vista que de ella se tiene desde la no menos famosa colina de Areguá, es maravillosa. Los viajeros llegan hasta allí pasmados de admiración y sus habitantes han conservado el orgullo con el que trabajaron sus creadores.

Ya no existe sobre la faz de la tierra el viejo patriarca Tume Arandu.

Ya no existe sobre la faz de la tierra el nostálgico atlante conocido aquí con el nombre de Paragua.

Ya no existe sobre la faz de la tierra Arekaja, el dinámico hombre inventor.

Y a no existen sobre las faz de la tierra sus hijos ni sus nietos.

Ahora Mbaeveraguasu es una ciudad sagrada para los guarani.

La llegada del karaiete está cerca. Así lo ha dejado escrito Tupã en el destino de la raza.

Una mañana estival, desde la ciudad sagrada se escuchan tres fuertes explosiones. ¿A qué atribuirlas? ¿Quién puede haber producido semejantes ruidos? Muy pronto los guarani se enterarían de la llegada del karaiete que entró en aquellas tierras a sangre y fuego. Ellos habían hecho detonar sus poderosos cañones y ahora se acercaban a la ciudad resplandeciente.

En tiempos ya lejanos Tume Arandu había implorado a Tupã para que la radiante ciudad guarani, la cuna de la luz y el misterio, el mbaeveraguasu desapareciera bajo las aguas antes de ser profanada por las plantas del enemigo. Tupã acogió favorablemente aquel ruego del patriarca guarani e hizo que las aguas del Tupã Ykua se enturbiaran y comenzaran a bullir día y noche.

Muy pronto la bellísima ciudad y sus habitantes fueron sólo una leyenda luminosa. Desapareció bajo las aguas como la tierra que la había inspirado. Durante mucho tiempo el Tupã Ykua, luego de cubrir la ciudad, continuó arrojando grandes volúmenes de agua. Tanto que éstas amenazaron cubrir toda la superficie de las tierras de Rupave. Fue entonces cuando llegó a aquel lugar un karaiete bondadoso que bendijo las aguas, bautizó aquellos parajes y conjuró el peligro, pero esa es otra historia y por suerte ya ha sido contada en otra ocasión con lujo de detalles.


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