Entre las cuatro grutas sin salida, la del
viento, caverna agujereada, la de la tempestad, socavón de fuego y tambor de
trueno, la de los despeñaderos de aguas subterráneas, cueva de cristalerías, la
de los ecos, axila de guacamayas azules; entre las cuatro grutas sin salida, el
llueve pies y pies y pies alucinantes de Tamachín y Chitanam, Matachines de
Machitán.
—¡No murió! ¡No murió...! —gritaban los
Matachines yendo de una gruta en otra a perder sus voces—. ¡No murió! ¡No
murió...! —cada vez más recio el llueve pies y pies y pies de su danza
frenética—. ¡Y si murió... —blandían los machetes—, si murió, lo tenemos
jurado, moriremos nosotros, Matachines de Machitán!
Temerarios, lluviosos de amuletos,
enlagrimados de vidrios, lágrimas de colores, cubiertos de tatuajes
embriagadores pintados con sustancias que se sorbían a través de la piel,
llevaban sus cabezas de un lado a otro, de un hombro a otro, negando, negando
que hubiera muerto, negándolo con la oscilación de dos péndulos sincronizados, ¡no!
¡no! ¡no!, mientras arreciaba el llueve pies y pies y pies de su danza suicida.
—¡No murió! ¡No murió...! —las cabezas de
un lado a otro, de un hombro a otro, ya no péndulos, badajos enloquecidos de
campanas tocando rebato, resonantes las tobilleras de cuero de retumbo,
tempestuosos sus brazaletes de metal de trueno, duros para golpear la tierra y
que la tierra oyera—. ¡No murió! ¡No murió! —duros para golpear el cielo y que
el cielo oyera—. ¡No murió! ¡No murió! —la tierra con los talones, lluvia de
pies y pies y pies, y el cielo con sus gritos.
Y si hubiera muerto... —no, no, no...—
lluvia de pies y pies y pies, seguía su danza, si hubiera muerto, lo tenían
jurado, jurado con sangre, Tamachín mataría a Chitanam y Chitanam a Tamachín,
en la plaza de Machitán. Matachines al fin.
Y si no cumplían, si no escampaba el llueve
pies y pies y pies de su danza, el latigueo de sus cabezas que negaban y
negaban que hubiera muerto, si no cumplían, si Tamachín no mataba a Chitanam y
Chitanam a Tamachín, en la plaza de Machitán, la tierra abriría sus fauces y se
los tragaría.
Lluvia de pies y pies y’ pies... seguían
danzando... danzar o morir... pies y pies y pies... las cabezas en vaivén...
pies y pies y pies... en vaivén las ajorcas de gusanos de luz... en vaivén las
quetzalpicaduras que guardaban sus sienes sudorosas... en vaivén la tierra que
cuereaban cada vez más duro... pies y pies y pies... en vaivén el cielo que
golpeaban con sus manos de tempestades empuñadas...
Danzar o morir... pies y pies y pies...
lluvia de pies y pies y pies... danzar o matarse... lo jurado, jurado...
Una estrella-anda-sola se desprendió del
cielo parpadeante y se deshizo en polvito luminoso antes de llegar a los
últimos celajes de la tarde derramada como sangre alrededor de los Matachines
que seguían danzando, negando.
Se salvarían. Levantaron los machetes para
saludar a la desaparecida anda-sola. Podían romper el juramento que los ataba y
dejar el llueve pies y pies y pies con que machacaban la distancia de la vida a
la muerte, en la más rabiosa de las danzas.
Romperlo, no. Esa anda-sola que rayó el
cielo convertida al caer en rápida lagartija que corría a ras del agua, les
anunciaba que podían desatarlo, sin cortarse de la nariz la flor del aire.
¿Desatar su juramento?
Invocaron el favor del viento, pero nadie
contestó, en la gruta agujereada, nadie en la gruta de los tambores de la
tempestad, nadie en los despeñaderos de aguas subterráneas ni en la axila de
las guacamayas azules.
Sólo se oía la lluvia de las gotas caídas
de las hojas, esa lluvia que las nubes depositan en las copas de los árboles,
para que llueva después del aguacero. Y esas gotas hablaban, Debían ir muy
lejos a desatar su juramento. Allá donde van y vienen los que van y vienen sin
saber que van y vienen. Eso que llaman las ciudades. En una de estas ciudades
preguntar por la casa de la Pita-Loca, llena de mujeres y escoger a la que tuviera
el mañana en los ojos el hoy en los labios y el ayer en los oídos.
Dejaron el llueve pies y pies y pies de su
danza suicida, pies más en el aire que en la tierra, tocar la tierra era para
ellos palpar la muerte, y empezó el llueve pies y pies y pies de los caminos.
El tiempo de enfundar sus machetes en la vaina de las cabalidades. Cabal,
machete, solo en tu vaina. Pero, cómo reconocerían la casa de la Pita-Loca. No
era difícil. Por las falomas que ostentaba en puertas y ventanas, marcadas a
fuego con yerro de herrar bestias.
Del llueve pies y pies y pies de su danza
suicida al llueve pies y pies y pies de los caminos. Huían negando que hubiera
muerto. Pero de quién huían si iban juntos. Tamachín con Chitanam, ¿Chitanam
huyendo de Tamachín? Chitanam con Tamachín, ¿Tamachín huyendo de Chitanam?
lluvia de pies y pies y pies a lo largo de noches de alta mortandad de
estrellas, a través de bosques de inmensa mortandad de seres, dejando atrás
soles e inviernos, mortandad de nubes, por momentos esperanzados, abatidos
otros, temerosos siempre de no dar con la casa de la Pita-Loca y menos con esa
mujer de ayer, hoy y mañana, y que aquella demencial carrera... pies y pies y
pies... pies y pies y pies... terminara en la plaza de Machitán, en un duelo a
punta y filo de machete, en que los dos tendrían que matarse, matachines al
fin, a los gritos de ¡Tamachín-chin-chin, matachín! ¡Chitanam-tam-tam,
Machitán! ...
— ¡Luces! ¡Luces... —gritó Chitanam.
Tamachín lo confirmó al asomar entre niebla
de frior caliente a lo alto de un cerro, añadiendo :
—No son luces, son los pies iluminados de
la ciudad... andan, corren, se juntan, se separan...
— Esperaremos el día — propuso Chitanam,
pronto a sentarse, en una piedra.
— No podemos esperar —advirtió Tamachín—,
si murió no; podemos esperar...
—Ganar tiempo...
—Contra la muerte no se puede ganar tiempo,
vamos...
—¡Y ser todos los demás que soy!... —se
quejó Chitanam y sin soltar el paso— : ¡La noche encendida, los dioses
encendidos, podrían cantar, reír, doblar los dedos o lanzarlos como agujas de
brújulas con uñas hacia la casa de la Pita-Loca!
El pinta-pájaros, pinta-nubes,
pinta-cielos, pinta-todo —pedazos de aurora... pedazos de sueño...— les
sorprendió en la ciudad que despertaba sobre cientos, miles, millones de pies y
pies y pies. Tantas gentes van y vienen, vienen y van, sin saber ‘si van o
vienen, que es más lo que se mueve que lo que hay fijo en las ciudades. Pies y
pies y pies, los de todos y los de ellos que por calles y plazas buscaban la
casa de la Pita-Loca.
Y a llegar iban, a la vista las falomas de
sus puertas y ventanas, cuando .les sorprendió el paso de un entierro.
Sin consultarse, casi instintivamente,
agregáronse al conejo y siguieron tras el féretro hasta el cementerio,
silenciosos, compungidos, no sabiendo cómo esconder los machetes, la cabeza de
un lado a otro sobre cóndilos recónditos para negar la muerte.
Al concluir el sepulturero su faena,
caláronse los sombreros y a la calle. Debían llegar lo antes posible a la casa
de la Pita-Loca en busca de aquella que tenía labios untados de presente,
música antigua en los oídos y ebriedad de futuro en las pupilas. Pero de la
puerta del cementerio se regresaron. Otro entierro... y otro... y otro. Esa
mañana se les pasó enterrando gentes. No podían evitarlo, sustraerse a su
naturaleza que les empujaba a seguirlos cortejos fúnebres al paso de los
enlutados deudos, sin ‘ dejar de repetir, la cabeza de un lado a otro : no
murió... no murió...
Qué hacer... Huyeron del cementerio a
través de un barranco. Buscarían llegar a la casa de la Pita-Loca por una calle
poco frecuentada o mal frecuentada, por donde nadie querría que pasara su
muerto.
Pero criando ya tocaban fondo en aquella
inmensa olla de árboles y peñascos, helechos, orquídeas, reptiles, en un recodo
de la vereda que corría al par de un riachuelo por un lodazal de luto,
encontraron un grupo de campesinos que subían con el blanco ataúd de una
doncella. Y allá van los Matachines de regreso, con el corazón que se les salía
contemplando aquel estuche de nieve que encerraba el cuerpo de una virgen. En
el jadeó de la cuesta, silencio de pájaros y hojas se les oía repetir, si casi
lo decían con la respiración... no murió... no murió...
Esperaron que anocheciera. De noche no hay
entierros. Inexplicable. Un cigarrillo tras otro. Inexplicable. Estupidez
municipal. Llevar uno su muerto chocando contra la luz del día cuando sería más
íntimo cruzar la ciudad a medianoche, entre las luces de las calles en
procesión de cirios o de antorchas, el silencio majestuoso de las plazas y el
recogimiento de las casas cerradas.
La casa de la Pita-Loca, desván de mujeres
que se ofrecían en los espejos, apenas formas de humo de tabaco, fantasmas de
carne y pelo color de yema de huevo por las luces amarillentas, uñas de escama
de pescado y cejas postizas, anzuelos que al no pescar goteaban llanto, estaba
llena de borrachos que hacían combinaciones enigmáticas de apetitos y
caprichos, hasta encontrar, si no el ideal de su tipo femenino, el que más se
acercaba a su deseo. Todas tenían un pasado vivido y un pasado remoto de
diosas, sirenas, madonas... como hacerle fondo de ojo al mar... lo propio en la
mujer es el mundo pretérito en que vive y que a veces disimula, aventura del
disfraz, con el traje que la vista de presente.
La mujer que buscaban los Matachines en
casa de la Pita-Loca, Tamachín se adelantó a Chitanam, Chitanam a Tamachín y al
fin entraron juntos, arrebatándose la palabra para describirla, decía tener
música antigua en los oídos, pero sólo en los oídos, reír, hablar y besar en
presente, a pesar de ser vieja toda dentadura de marfil, y foguear sus pupilas
hasta limpiarlas de lo cotidiano para ver el mañana.
La Pita-Loca, oropendientes en las orejas,
masapanes de perlas en el pecho, dedos encarcelados en anillos de piedras de
colores, verdes, rojas, amarillas, violetas, negras, azules, tornasoles, les
puso a prueba lanzándoles preguntas que no por inesperadas podían dejar de
responder los Matachines, pues era cerrarse las puertas y no encontrar a la
mujer que buscaban, aquella que tenía el ayer en los oídos, el hoy en los
labios y el futuro en los ojos.
—¿Quién de los dos sabe bailar con zancos?
—preguntó aquélla.
—Los dos —se adelantó Tamachín—, pero no
sobre zancos, sobre las tetas de las diosas...
—¿Saben alguna oración secreta?
—Sabemos, ya lo creo que sabemos oraciones
secretas —contestó Chitanam y tras un breve y calculado silencio alzó la voz—: ¡Dioses...
Dioses... Dioses de ojos con agua, manos gastadas en la siembra, exactos en la
cuenta del tiempo...
—Y andan buscando... —le cortó la
Pita-Loca—, andan buscando a Nalencan...
Ambos callaron y aquélla se dijo, los
atrapé.
—No, señora... —movió la cabeza Tamachín y
Chitanam añadió:
—Desde luego que no. ¿Quién se preocupa por
Nalencan en las ciudades? Nadie. Ni tiene resplandor de relámpago ni ensordece
con el retumbar de los cielos. No así allá en Machitán, donde la tempestad, la
temible Nalencan se desploma apocalíptica entre tronos, truenos y
dominaciones...
—Buscamos — intervino Tamachín — a la mujer
de ayer, hoy y mañana...
La Pita-Loca encogió los dedos, patas de
arañas de colores, araña de brillantes, esmeraldas, rubíes, amatistas,
turquesas, ópalos, topacios, zafiros, cada mano, y frunció las cejas de humo
triste.
—No la hemos enterrado. La tenemos para
dientes que como a ustedes, les gusta la mujer rígida y fría, totalmente fría,
a temperatura de cadáver.
—¿Muerta? —preguntaron al mismo tiempo los
Matachines, sintiendo junto a ellos algo que habían olvidado, la presencia del
machete.
—Congelada. No era linda, pero no era fea.
Los ojos achinados como de cocodrilo, respingona la nariz, el pelo lacio...
—¿Muerta? — repitieron aquéllos su
pregunta.
—Sí, se suicidó, el suicidio es la muerte
natural aquí en la casa. Pero si quieren estar con ella, siempre la tenemos
preparada en su lecho funeral, olor a flores blancas y a ciprés, a jazmín e
incienso... hay hombres que les gusta la carne fría... el amor en el
cementerio... hacer su maña entre cuatro cirios...
—No, no, no murió... —insistían los
Matachines sudando el frior acuoso de la angustia en los huesos.
—Aaaa...cabáramos, los señores son de los
que creen, o lo oyeron decir aquí en la casa... La servidumbre cuenta que la
bella de Machitán, así la llamábamos, se levanta de noche. Los muertos que
sueñan que no están muertos son los que deambulan fuera de sus tumbas. Pues la
bella, sueña que está viva, y anda por aquí, por allá, abriendo y cerrando las
puertas. Lo brutal es que cuando un hombre la posee parece que revive y a pesar
de su rigidez cadavérica, adquiere movimientos de esponja. Pero los estoy
aburriendo con mis tonterías. ¿Quieren estar con ella?... Puede ir uno,
primero, y otro después o si prefieren vayan los dos juntos...
—Debemos sacarla de aquí...
—Imposible. Por ningún dinero. Es
tradición, y mi marido era inglés, un ex pirata, aunque a él no le gustaban los
«ex», que mujer que entra en casa de la Pita-Loca, no sale ni muerta, pues aun
muerta sirve para que se den cuerda perversos y degenerados...
—Esa mujer tenía —las palabras caían de los
labios de los Matachines, que no realizaban cabalmente lo sucedido, como alas
de hormigones viejos—, tenía el ayer en los oídos, el presente en la boca y el
futuro en las pupilas...
—Y por eso, por eso se suicidó prontito.
¡Pruébenla, no lo estén pensando tanto! Está bañada y lavada... vayan... vayan
a su alcoba... por encima se les ve que les gusta la carne muerta...
Arteros y veloces, tras cambiar una mirada,
el zig-zag de los machetes y a cercén las dos manos de la Pita-Loca cortadas
como dos panochas de piedras preciosas, sangrando más por los rubíes y granates
que por sus vasos abiertos...
Desatornillados de sus cabales, sueltos,
ciegos, ensangrentados hasta los codos, por momentos gritaban, por momentos
ladraban, ladrar de perros que se vuelven lobos aulladores y por momentos, tras
aullar, se lamentaban con rugido de fieras. Gritar, ladrar, aullar, rugir,
molerse los dientes, comerse la lengua, tragarse la realidad, perdido el
empeño, el sostén, la duda...
—No murió... no murió la bella de
Machitán... —lloraban a carcajadas... sin poderse borrar de los ojos la visión
de aquel cuerpo de tabaco blanco, momificado, que la Pita-Loca perfumaba para
que la gozaran borrachos o sonámbulos...
Una anciana, pelo de pluma blanca, les
detuvo al salir de la ciudad que de noche, dormida, no tenía pies.
—¿El camino buscan? —inquirió.
A lo que los Matachines, machete en mano,
preparados siempre para abrirse paso a filo y muerte, contestaron :
—¡Por la Gran Atup que eso buscamos... el
camino de regreso... tenemos que machetearnos hoy mismo... quitarnos la vida en
la plaza de Machitán!
—Para eso son matachines...
—Sí, señora, para servirla...
—¿A mí...? jiji. —su risita olía a trapo
quemado—, la muerte no me sirve... jijiji!
Luego adujo:
—El camino de los Matachines se acabó...
Chitanam, sin darse cuenta que aquello
significaba que para ellos era llegado el fin, bromeó:
—¿Qué debemos asar para que siga?
—Asar nada. Hacer mucho. Hacer que les
crezca el pelo, salvo que tengan a alguien que les dé su cabellera para hacerse
el camino.
Tamachín suspiró:
—¡Tenemos... más bien teníamos, señora,
pero se quedó sin camino antes que nosotros!
—Lo sé, yace dormida en la casa de la
Pita-Loca, sobre una almohada negra de siete leguas de ríos hondos, justo lo
que les falta a ustedes para llegar a Machitán. Sí se volvieran a pedirle
prestados sus cabellos.
—Es imposible —exclamaron, mostrando a la
vieja las manos de la maldita alcahueta con los dedos en túneles de piedras
preciosas hasta las uñas.
—Se le cortan las manos a la riqueza
malhabida —dijo la anciana horrorizada—, peto es inútil, es inútil, le salen
nuevas manos...
—¡Apártate... —enarboló el machete
Tamachín—, cola del cometa que anda donde no se ve, ya respiras poquito como
todos los viejos, pero te juro que vas a respirar más poquito, si la muerte no
nos lleva a miches hasta Machitán!
La anciana desapareció y les fue concedido.
Sobre un galápago formado con dos omóplatos sin colchón, es dura la jineteada
final, llegaron al lugar en que debían cumplir su juramento. Al bajar de tan
frágil como fuerte cabalgadura de huesos, la muerte mostraba sus dientes
descarnados.
—¿De qué te ríes...? —le preguntaron.
Y la respuesta lacónica:
—De ustedes...
No la oyeron, no les importaba. Ataviados
para el duelo : camisas blancas, sus mejores camisas, puños, pecho y cuello
alforzados, pantalones blancos, sus mejores pantalones, manos y caras teñidas
de blanco, cambiaron una mirada de amigos enemigos y lanzaron sus machetes al
aire. Estos cayeron enterrados de punta, uno frente a otro, pulso de matachines,
señalando el lugar que le correspondía a cada uno en el terrible encuentro. A
Tamachín le quedó el sol en la cara, a Chitanam en la espalda.
Tamachín pensó: Chitanam me aventaja, el
sol no lo encandila. Chitanam pensó : Tamachín salió ganando, a la luz del sol
me ve mejor.
Mientras tomaban sus machetes, un perico
pasó volando sobre sus cabezas.
—¡Tamachín... chin... chin... matachín!
—decía festivo y regresaba más gozoso—. ¡Matachín... chin... chin... Tamachín!
Luego se iba, luego volvía:
—¡Chitanam... tam... tam... Machitán! ¡Machitán... tam... tam…
Chitanam!
—¡Por la Gran Atup que esto se acabó! —gritó
Tamachín enfurecido, el machete en alto, yendo tras el perico que seguía en sus
burlas...
—¡Matachinchín, matachín!... ¡Matatamtam,
Machitán! —verde, alegre, jaranero—. ¡Matatamtam, Machitán! ... ¡Matachinchín,
Matachín!
Y volando, volando, tam-tam y chin-chin...
chin-chin y tam-tam..., sacó de la plaza convertida en palenque a los
matachines de Machitán que lo perseguían con sus machetes.
—¡Matachines al fin! ... —dijo alguien, no
el perico. Alguien. Sólo se le miraba el hombro y en el hombro, posado el
perico.
—Atalayandítolos estuve, para que no se
mataran, pero se me pasaron. Sin duda el baile del llueve pies y pies y pies
los hace invisibles, y por eso mandé a traerlos con el perico.
Este, al sentirse aludido, echóse hacia
atrás, abierto de patitas y alivió la tripa soltando un gusanito de estiércol
en el hombro del hombre del hombro.
—¡Y por virtud de ese gusanito —gritó el
perico, esponjándose como una lechuga avergonzada—, salvarán el pellejo
Tamachín y Chitanam, y seguirían bailando el llueve pies y pies y pies en
Machitán!
—Salvarla del todo, no —dijo el hombre del
hombro—, se les dejará la vida por algún tiempo, si no hacen lo que hacen,
derramar sangre.
—¡Matachines al fin! —recalcó el perico.
—Al entendido por señas —alzó la voz
Tamachín, montando en cólera—, cobardía y excremento de perico es igual, y a
ese precio no queremos la vida los matachines de Machitán.
—Si no es eso... —se apresuró decir
Chitanam, no las tenía todas con la muerte, y aun con algo de caquita de perico
prefería la vida...
Si el hombro del hombre no desaparece y el
perico no vuela, los parte en dos el machete de Tamachín.
El filo vindicativo cortó el aire y dio en
el pie de alguien. Un pie sin sangre, negro, peludo y con las uñas de punta. Un
pie cortado, no de un tobillo, sino de un chillido desgarrador. Lo recogió
Chitanam sin detener su paso. Volvían a la plaza de Machitán a reanudar el
desafío, interrumpido por la presencia del perico, volanderas las alas de sus
sombreros blancos como sus ropas, las caras y las manos espolvoreadas de envés
de hoja de encino blanco, extraños personajes de ceniza que llevaban sobre el
pecho, amuletos de muerte y pedrería, las manos cercenadas de la Pita-Loca,.
cada uno una mano, y a flor de labio, en la resaca de su palabrear de
condenados a muerte, la letanía del no murió... no murió... no murió...
martillado para aminorar su culpa o porque en verdad creían que los que no
mueren donde nacen, no son muertos, sino ausentes, doblemente ausentes como
aquella que tuvo el ayer en los oídos, el hoy en los labios y el mañana en los
ojos.
Todo inútil, inmensamente inútil. Qué feroz
desatino rodarse de preguntas sin respuesta, desimantados, incongruentes, tránsfugas,
perjuros, atragantándose con llanto, al cuello el peso muerto de las manos
hinchadas como sapos y reverberantes de oro y gemas de la maldita alcahueta.
—¿Me lo devuelves.., es mi pie... es mío!
—dijo por señas y visajes a Chitanam, un mono por su color bañado en espuma de
hervor de café.
—Si te sirve... —contestó aquél y se lo
devolvió.
¿Qué puedo hacer por los señores? parecía
preguntarles con sus fiestas el saraguate coludo, todo ojos a las reliquias que
colgaban sobre el pechó de los Matachines. Se les adelantaba cojeando, los
miraba y volvía a ver atrás. Cojeando, cojeando, no se puso el pie, rechinaba
los dientes y volvía y volvía la cabeza.
Los alcanzó a pasos despeñados, el gran
Rascaninagua.
—Porque sueño con los ojos abiertos creen
que yo sé cosas —canturreaba—, creen que yo sé cosas, porque sueño con los ojos
abiertos... ¿Y los señores... —enfrentóse a los Matachines—, quiénes son, cómo
se llaman?... ¡Ah! ¡ah!... —se fijó mejor en ellos—, son los Matachines de
Machitán.
El mono sentado en el suelo, empezó a
quererse pegar el pie, antes que el gran Rascaninagua le preguntara por qué
travesura se lo habían cortado. Revolvía saliva, tierra y chillidos.
—¡Telele, dejé de chillar! —amenazó
Rascaninagua con el bastón en que se apoyaba, al saraguate. Luego volviéndose a
los Matachines, en tono autoritario: —Mis amigos, en estos cerros no se debe
derramar sangre...
Se limpió la boca con el envés de la mano.
La palabra sangre mancha los labios de solo pronunciarla e inquirió con sus
ojos perdidos en hojarasca de siglos, la impresión que causaba su mandato de
«no más sangre» en aquellos que vivían sólo para eso, para derramarla.
—Y si no derramamos sangre, de qué hemos de
vivir... —se adelantó a responder, en tono interrogativo, Chitanam—, y lo peor
es que ahora estamos comprometidos, por juramento, yo a derramar la sangre de
Tamachín y Tamachín la mía.
—Pero eso puede evitarse... —sacudió la
cabeza Rascaninagua.
—¡Imposible! —gritaron, aquéllos.
—No hay imposibles en mis cerros...
—Si pudiera evitarse. —apresuró Chitanam,
esperanzado, no las tenía todas con la muerte, y menos a machetazos. .
—¡Con un revuelto de cobardía y caca de
perico... —engallóse Tamachín —, ja, ja, ja... —soltó la risa, para añadir en
seguida: —La bella de Machitán nos espera más allá de la vida y debemos
juntarnos con ella...
—¿Y por qué los dos? — frunció las cejas al
preguntar Rascaninagua.
—Fue el amor lo que la perdió, el amor que
sentía por nosotros dos —explicó Chitanam—, no se decidió por ninguno y cayó en
poder de todos los que no la querían...
—Y... si cumplen el juramento de reunirse
con la bella de Machitán, sin morir del todo, qué les parece —planteó en tono agorero
y familiar Rascaninagua.
El mono, medio dormido, soltaba largos
suspiros. Se había pegado el pie. Los Matachines dudaban de sus ojos. Cómo
creerlo.
Saliva, tierra y chillidos, qué mejor
pegamento.
—Morir sin morir del todo... cumpliríamos
nuestro juramento y seguiríamos vivos... —pensaba sin decirlo Chitanam
—Pero hay una condición —Rascaninagua
adivinó lo que éste pesaba con la sutil balanza de las probabilidades—, una
sola condición. No se derramará más sangre en Machitán. La sangre de los Matachines
será la última.
—Lo que nos mandes haremos con tal dé morir
sin morir —habló Chitanam esperanzado, cada vez más esperanzado—. Cumplir
nuestro juramento y no irnos de la vida...
Tamachín guardó silencio. Telele y
Rascaninagua le resultaban sospechosos. Apretó las quijadas y se mordió el
pensamiento. Los Matachines, ella lo dijo siempre, son valientes para dar la
muerte, pero no para morir. Este zandunguero quiere hacernos creer que moriremos
sólo aparentemente. Así nos da valor para matarnos. Las palpitaciones del
corazón le cosían los labios. Al fin logró hablar:
—De mi parte agradezco, pero ni necesito ni
acepto. Enfrentarme con Chitanam sabiendo que es de mentiras, me repugna. Si
hemos de matarnos, que sea de verdad.
—Nada se pierde con hacer la prueba —murmuró
Chita, que seguía no teniéndolas todas con la muerte.
—¡Todo se pierde... —se oyó la voz de
Tamachín, vozarrón metálico, duro—, todo se pierde escuchando embusteros!
Telele bailaba, saltaba, sin que pudiera
saberse cuál de los dos pies se había pegado con saliva y tierra.
—En fin agregó Tamachín, lo desarmaba el
prodigio de ver al Mono con los dos pies—, oigamos cómo es eso de morir, sin
morir de veras...
—¡Quieto, Telele! —gritó Rascaninagua al
saraguate que no dejaba paz—. ¡No pudiendo ser dios, es bailarín! —explicó
sonriente, antes de endurecer la cara para anunciar a los Matachines, pétreo y
solemne, que les daría dos talismanes, uno a cada uno, para que a su conjuro
pudieran volver a la vida desde el mar de las sustancias.
—El instinto de conservación —prosiguió
Rascaninagua— es el gran perro mudo, fiel cuidador de lo carnal del hombre, de
su cuerpo, de su integridad, desde hacerle presentir los peligros hasta
defenderlo ferozmente; luego viene el nahual o espíritu protector de su ánima,
su doble, el animal que lo sostiene siempre, que no lo abandona nunca, que lo
acompaña más allá de la muerte; y por último la poderosa combustión de las
sustancias de que está hecho lo vital, la vibración más íntima del ser, o sea
el tono.
Hizo una pausa y siguió:
—El señor —se dirigió a Tamachín que
despedía, colérico, negras llamas por los ojos—, el señor es de tono mineral y
le corresponde y le entrego el frágil talismán de talco en forma de espejo de
hojas de sueños superpuestos. Cada una de sus hojas dura nueve siglos,
novecientos años. Cada nueve siglos tendrá Tamachín que cambiar de hoja para seguir
vivo en su profunda sustancia mineral. Trescientos millones de espejos de
talco, contando sólo la primera lámina, arrebatarán su sombra, para mantenerlo
vivo, de la sombra de la noche.
Rascaninagua puso la mano en el hombro de
Chitanam :
—En cambio, el amigo es de tono vegetal y
le entrego el talismán agua verde, sangre de árbol, en este trozo de raíz de
ceiba, para que navegue, después de muerto, en la sangre verde de la tierra, y
vuelva cuando quiera a su forma corporal. Es por virtud de mis talismanes que
los Matachines seguirán vivos en lo más íntimo de sus sustancias, piedra será
Tamachín, árbol será Chitanam.
—¡Vengan los talismanes! —gritaron
esperanzados y exigentes los Matachines.
—Pero, para llegar a ser indestructibles y
salvarse de la nada usando una energía rudimentaria, más fuerte, sin embargo,
que el instinto de conservación y el nahual o animal protector, deben evitar
ser heridos en su forma mineral y vegetal, buscar lo más profundo de las selvas
y los barrancos, para que nadie los toque, no separarse nunca y jurar que su
sangre es la última que se derrama en Machitán.
—¡Por la Gran Atup que así será! —juraron
los Matachines al recibir los talismanes y desaparecer Telele y Rascaninagua, a
quien dieron en pago a su secreto de supervivencia, las manos muertas y
enjoyadas de la Pita-Loca.
La plaza de Machitán negreaba de cabezas
humanas. El desafío de los desafíos. Las torres y el frente de la iglesia, las
ventanas y los techos de las casas, los árboles, todo era una sola cabeza. Los
vecinos principales asomados a sus balcones. En las esquinas, hombres a caballo
con espuelas que sonaban a lluvia dormida. A lo largo de las aceras, piñas de
comerciantes que ofrecían refrescos, comidas, cocos de agua, dulces, frutas y
baratijas.
Silencio expectante, más bien expectorante.
Todos, a pesar del momento que se vivía, tosían, gargajeaban...
Salieron a la plaza los Matachines seguidos
de comparsas abúlicas que llevaban esqueletos de culebras, gallos degollados,
cueros de tigrillos, jaulas de hilos con pajarillos minúsculos, pieles de
oveja, aves hipantes, cascabeles de serpientes, cuchillos de sacrificio con la
forma del Árbol de la Vida, y afilados por la risa de Tohil, afilador de
obsidianas, calaveras pintadas de colores, azules, verdes, amarillas, cornamentas
de venados...
Los Matachines ocuparon los lugares que los
machetes arrojados al aire les señalaron, al caer de punta y clavarse en la
tierra, y sin más esperar se alzó la voz de Chitanam. Pedía que le dieran por
ataúd el árbol hueco que ahora sonaba con cien lenguas de madera. Dormir su
último sueño en un tun. Que un tun fuera su tumba, su tumba retumbante.
Luego habló Tamachín. Pedía que lo
enterraran en una piedra cavada a su tamaño y, sin decir más, empezó su última
danza de pies y pies y pies...
¡Chin-chin-chin... Matachín-chin-chin...!,
pies y pies y pies... lluvia de pies y pies y pies...
¡Tamachín-chin-chin,,...
chin-chín Tamachín…Tamachín-chin... Tamachín!
¡Tam-tam-tam... Chitanam-tam-tam...! —empezó
Chitanam su última danza, su, llueve pies y pies y pies... Antes gritó su
proclama, los machetes al aire como peces de sol : no iban al encuentro de la
muerte, sino de la bella de Machitán... pies y pies y pies... lluvia de pies y
pies y pies...
No se hizo esperar. la proclama de Tamachín
:
¡Un nudo de amor de tres, no se puede
desatar...! En el eco se oía: ...no se puede desandar...!
¡Es lo que pasa, Chitanam, cuando nacen dos
hombres para una mujer!
—¡Es lo que pasa, Tamachín, cuando nacen
dos hombres para una mujer!
Pies y pies y pies... pies y pies y pies...
lluvia de pies y píes y pies... golpe... quite... golpe... quite... chocando
los machetes... plin... plan... golpe de Chitanam... plan... pila... golpe de
Tamachín... plan... plin... plan... quite y golpe de Chitanam... plin..,
plan... plin... golpe y quite de Taniachín... los machetes chocando... pies y
pies y pies... lluvia de pies y pies y pies... plin... plan... golpe de
Machitán... plan... plin.., quite de matachín... golpe... quite... golpe...
quite... sin herirse para prolongar la danza... el llueve pies agónico... pies
y pies y pies... pies y pies y pies... no hay quite sin quite... no hay golpe
sin golpe... plan... plan... al quite... al quite, Chitanam... al golpe,
Tamachín, al golpe, al golpe, al golpe, Chitanam... al quite, al quite, al
quite, Tamachín... pies y pies y pies... pies y pies y pies... piesip... es...
piesip... es... tambaleantes.., heridos de muerte... un puntazo al corazón...
por la tetilla..,
Trapos ensangrentados... nada más sus
camisas... nada más sus pantalones... sus fajas coloradas... su caites... sus
sombreros...
Eso se enterró... sus trapos... no sus
cuerpos... se hicieron invisibles...
Sus trapos ensangrentados y sus machetes,
en un árbol resonante y en una roca de gesto doloroso...
Días, meses, años... Chitanam transformado
en un caobo inmenso y Tamachín convertido en una montaña, se reconocieron:
—¡Tam-tam,
Chitanam!
—¡Chin-chin,
Tamachín!
—¡Tam-tam, harás uso de tu talismán?
—¡Chin-chin, Tamachín hará uso de su
talismán!
—¡Tam-tam, volverás a Machitán?
—¡Chin-chin, volveremos, Matachín!
Un machetazo rasgó el cielo de miel negra.
Heridos caobo y peñasco por el rayo, no pudieron hacer uso de sus talismanes,
volver a set los Matachines de Machitán. Lluvia fermentada Ebriedad de la
tierra. Los ríos borrachos de equis en equis zigzagueantes. Los árboles
bamboleándose borrachos. La ebriedad del mineral es el vegetal. Los minerales
son vegetales borrachos. La borrachera del vegetal es el animal. Los animales
son vegetales alucinados, delirantes...
Rascaninagua, seguido del mono que lucía
sobre su pecho peludo las manos enjoyadas de la Pita-Loca, asomó con el cuerpo
intacto de aquella que en vida tuvo oídos rumorosos de ayeres, labios de brasas
que ardían en presente y ojos de adivinaciones futuras.
La traía en brazos. Pesaba menos que el
humo, menos que el agua, menos que el aire, menos que el sueño.
Un ataúd de caoba. Un peñasco de sangre. El
nudo de las tres vidas.
Porque sueño con los ojos abiertos creen
que yo sé cosas... Astros materiales, se deshojó la noche del destino!
No hay comentarios:
Publicar un comentario