Cuentan que Dios, cierto día, resolvió hacer una fiesta en el cielo.
La noticia se desparramó por montes y valles; los pájaros y los insectos
empezaron a preparar sus galas.
Las aves, hasta los urubúes y las águilas, que son los más pesados, se
pusieron a lustrar y pulir su plumaje negro, y a dar tinte amarillo a sus picos
y garras.
Las mariposas se apresuraron a encargar nuevas alitas, y también las
cigarras pasaron noches enteras tejiendo finísimas alas verdes.
Durante algún tiempo reinó en el
bosque gran animación; pero, a pesar de semejante alegría, uno de los animales
estaba muy triste por no poder ir a la fiesta del cielo.
Era Jabotí: una tortuga de patas cortas, que llevaba siempre la cabeza
rugosa dentro de su oscuro caparazón.
Había oído contar las mil y una maravillas de las reuniones del cielo
y de las exquisitas comidas que servían, ricos dulces y deliciosos vinos que
los ángeles ofrecían a los invitados en preciosas copas de cristal y eso le
quitaba el sueño.
Se pasaba los días pensando en la manera de subir allá, para ver a los
ángeles y bailar sobre mullidas nubes.
Pasito a paso fue a pedir consejo al mono; pero éste le dijo con mucha
sensatez:
—¿No ves que es imposible llegar hasta arriba? Dios, para no hacer
diferencias, invita a todos los animales; pero sólo pueden concurrir los que
tienen alas, porque son parientes de los ángeles. Es mejor que no pienses más
en eso.
Pero Jabotí no se conformaba y fue a consultar al león.
El rey de los animales resultó aún más prudente y sensato que el mono.
Sacudiendo su tupida melena, contestó:
—Lo que quieres resulta imposible, amiga Jabotí. Haz como yo: espera
la vuelta de los pajaritos y confórmate con lo que ellos traigan y cuenten.
Como rey de la selva, exijo que cada cual me consiga un trozo de la mejor
carne. De tal modo, como mucho más que si hubiese ido a la fiesta... y sin
trabajo de volar. Haz como yo y pídele a algún pájaro que te traiga algo.
Como Jabotí no se conformaba, fue a visitar a la zorra. La zorra la
miró de los pies a la cabeza y, burlándose, le dijo:
—¿Por qué no te mezclas con los pájaros que suben? Una vez cincuenta
palomas y ochenta golondrinas llevaron una caja con un regalo para el Niño
Jesús. Yo me escondí en ella y así pude llegar al cielo. ¡Haz como yo, amiga
Jabotí!
Desde ese instante, la tortuga no descansó, ni comió, ni durmió;
quería subir al cielo escondida en una caja.
Preguntó a palomas, a ruiseñores y a toda clase de pájaros; pero
ninguno pensaba llevar regalos para el Niño Jesús.
Sin embargo, Jabotí no perdía las esperanzas.
Una tarde, mientras estaba pensando en la forma de llegar al cielo sin
tener alas, escuchó la conversación de dos urubúes. Discutían la manera de
llevarse una guitarra para tocar en la fiesta.
—Resulta un poco grande —opinaba uno de ellos.
—Sí, y demasiado pesada —decía el otro.
—Me parece que tendremos que meterla en una bolsa y alzarla entre los
dos.
Cuando terminaron de hablar, ya sabía Jabotí lo que tenía que hacer.
Pasito a paso se acercó al árbol donde estaban los urubúes y se
escondió en su caparazón. Allí esperó a que llegara el gran día.
Antes de partir, vino el urubú más joven con una bolsa. Con mucho
trabajo consiguieron meter en ella la guitarra. Después bajaron al campo para
comer.
Jabotí, sin perder un instante, abrió la bolsa, volvió a cerrar
cuidadosamente la abertura y se introdujo en la guitarra.
Luego se quedó muy quietecita esperando a los urubúes.
En cuanto terminaron de comer, los urubúes agarraron el bulto y
levantaron vuelo. La bolsa pesaba mucho; pero, descansados y además satisfechos
de la comilona, siguieron viaje.
Era el primer vuelo de Jabotí y estaba muy mareada, pero no se movía
pese a que los aleteos de los dos pájaros la descomponían más y más.
Los urubúes, acostumbrados a las grandes distancias, se divertían
metiéndose entre las nubes, y también dejando caer la bolsa y tomándola de
golpe. La pobre Jaboti sudaba frío.
Por fin llegaron a la fiesta.
Las puertas del cielo estaban brillantemente iluminadas; pero Jabotí,
metida en la bolsa, nada podía ver.
Escuchaba, sin embargo, el dulce son de los violines tocados por los
ángeles, las clarinadas de los arcángeles y las risas de los convidados.
Se sintió muy alegre cuando pusieron la bolsa en un rincón de la sala.
Esperó un rato y, poco a poco, sin que la vieran salió de su
escondite.
El cuadro que se presentó ante su vista era deslumbrante. En la bóveda
del cielo, resplandeciente y azul, lucían las nubes blancas y rosas; sobre las
mesas tendidas, volaban ángeles grandes y chicos y había manjares exquisitos.
Todo era tan bueno y tan abundante, que a la feliz Jabotí no le
alcanzaban los ojos para mirar ni la boca para comer.
Entre tanto, un coro de ángeles cantaba hermosas canciones.
Jabotí comió, bebió y se hartó de todo sin que nadie reparara en ella.
Solamente notó que un Señor muy bello la miraba con extrañeza; pero
como no le hizo ninguna pregunta, se tranquilizó.
También vio a los urubúes que cantaban y se divertían como locos
tocando la guitarra.
Cuando dieron las doce, los dos urubúes estaban deshechos.
Entonces Jabotí, viendo que preparaban la vuelta, corrió a meterse
dentro de la guitarra, y pidió a un amable angelito que la pusieran en la
bolsa. El ángel sonrió y, sin preguntarle nada, así lo hizo.
Allí se quedó muy quietecita esperando a los urubúes.
Estos, muertos de cansancio, a duras penas arrastraron la bolsa hasta
la puerta del cielo y de allí se largaron.
Bajaban pesadamente, porque el peso de la bolsa esta vez era mayor.
Pesaba tanto, que entraron a desconfiar de que algún animalucho hubiese metido
una piedra para jugarles una mala pasada.
Entonces se detuvieron un instante sobre una nube y desataron el
cordel.
Cuando vieron a Jabotí dentro de la guitarra, se pusieron a chillar
furiosos.
—¿Tiramos a esta sinvergüenza abajo? —preguntó el mayor de los
urubúes.
—¡Claro! —contestó el otro.
Y, sin darle tiempo para explicar nada, abrieron la bolsa y la
arrojaron al vacío.
La infeliz Jaboti vio abrirse un gran pozo negro y empezó a caer
velozmente hacia la tierra. Cuando llegaba al suelo, vio que se iba a estrellar
contra un montón de piedras y, muy asustada, les gritó:
—¡Apártense, que si no, las rompo!
Pero las piedras estaban dormidas y no la oyeron. Jaboti cayó
estruendosamente rompiéndose en mil pedazos y los urubúes, entre risotadas, se
alejaron volando.
Entonces ocurrió algo maravilloso. Apareció el bello Señor; aquel
mismo bello Señor que Jaboti había visto en la fiesta.
Lentamente fue recogiendo los restos del pobre animalito colocándolos
uno junto al otro. Los unió tan bien, que casi no se notaban los remiendos.
Luego sin hablar desapareció tan misteriosamente como había venido
Al sentirse otra vez entera Jaboti corrió hasta la laguna, lo más
rápidamente que pudo, para mirarse.
¡Cuál sería su sorpresa al verse de nuevo como antes!
El viaje no había sido del todo feliz, pero se sentía muy contenta
porque había cumplido con su sueño.
Desde entonces todas las tortugas tienen el caparazón remendado.
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