jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda de la Virgen de Ka’akupe

Es el bosque sembrado de luces, de sombras, de chillidos y cantos. Es la tarde brillante de oros y verdes azulados. Es el paraíso para el muchacho indio que se ha internado en el monte en busca de maderas apropiadas para el trabajo. El indio ha salido de las misiones con ese objetivo y recorre el monte observando los árboles, la magnificencia del paisaje, las luces, las sombras, los chillidos, los cantos. Los pájaros y los animales han llamado su atención y se ha alejado de las misiones tal vez demasiado. El indio ha recogido algunas maderas que lleva consigo pero, extasiado ha ido de aquí para allá extraviando el camino. Esconde la madera que ha juntado en un sitio que le parece seguro y comienza a buscar el camino de regreso.

José es el nombre cristiano del indio. Se lo han puesto los misioneros al bautizarlo.

José es joven y fuerte. Avanza seguro de sí mismo. Seguro de encontrar el camino de regreso. Pasan las horas y José no puede hallar el camino, tan denso es el bosque, que se ha perdido.

Ya no podría decir con exactitud ni tan siquiera dónde dejó las maderas que ha recogido para las tallas que se proponía encarar.

Ha aprendido el oficio de tallar la madera y todos en las misiones lo consideran un artista. José es feliz allí. Trabaja para sí mismo y para los demás. Aprende cosas nuevas. Honra a Dios y no le falta nada. ¿Qué más podría pedir?

José y el monte, hermoso y escabroso.

De pronto José siente que alguien lo sigue.

Escucha murmullos. José apura el paso. Trata de alejarse de aquellas voces. ¿Lo han escuchado? ¿Lo han visto? José teme que sí y trata de despistar a quien lo sigue.

Ahora corre. Avanza entre las lianas y los arbustos que le lastiman la piel.

José corre. Desconoce el monte en esta zona y cada vez le parece estar internándose en regiones más lejanas y sombrías.

Lo persigue un grupo de guerreros mbya. La tribu que no se ha hecho amiga de los misioneros. La tribu que rechaza la evangelización. Terribles y poderosos son los guerreros mbya.

José presiente que se trata de ellos. Lo han descubierto y lo persiguen como el cazador persigue a su presa. Lo rodean. Dan gritos. Se comunican en una lengua que José no entiende.

La persecución es larga. José está agotado. No sabría cómo seguir. Se detiene en un claro. ¿De dónde vendrán estos guerreros? ¿Estaré rodeado? piensa José. Y se lanza de nuevo hacia la espesura a ciegas. Ha logrado salir nuevamente del círculo que los mbya le tienden.

A punto de desfallecer, José llega junto a un gran árbol. Se detiene apoyándose en su tronco enorme. Se acurruca. Reza ahora José.

Implora. Clama a la Virgen María. Hace su promesa.

Si salgo con vida de esta te prometo Virgencita que he de tallarte una hermosa imagen con la madera de este mismo árbol que ahora me protege, dice para sí mismo José.

Escucha los pasos de los guerreros. Ellos lo huelen. Está seguro de eso. José se esconde en una grieta que el tronco tiene hacia sus grandes raíces.

Ya se escuchan las voces de los guerreros acercándose.

El círculo se hace cada vez más pequeño.

Ahora José puede verlos. Vienen hacia él. Son siete los guerreros. Están armados y son fuertes y jóvenes. Están furiosos de haber descubierto a un intruso en sus tierras. José reza en silencio.

Los mbya pasan junto al árbol, perciben la presencia del extraño pero no lo ven.

Pasan los guerreros junto a José sin verlo y desconfiados continúan su búsqueda yéndose hacia otros lugares del bosque. José respira aliviado y agradece a la Virgen. Los mbya, a juzgar por sus gritos y señales que se escuchan a lo lejos, han perdido el rastro.

Una vez que los mbya se han perdido en la lejanía, José arranca del árbol un buen pedazo de madera y retoma el camino de regreso. Ahora cree reconocer el lugar donde se encuentra y sin problemas retorna a las misiones.

De inmediato José se dispuso a cumplir con la promesa hecha a la Virgen y comenzó a tallar una imagen con aquella madera. Semanas más tarde José tenía lista dos imágenes de la Virgen. Una, destinada a la veneración pública y otra más pequeña para su culto personal. La primera reposa hoy en el altar de la iglesia de Tobatí y la más pequeña es la milagrosa imagen venerada por cientos de miles de personas de todo el mundo en la Basílica de Caacupé.


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