jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda de la muerte de Guido Boggiani

Yo que estuve ahí no le veo ningún misterio. La gente se empeña en que las cosas parezcan mágicas. Yo no sé  adonde quieren llegar con esa manía enfermiza. Las cosas existen o no existen. Para qué vamos a andar con vueltas. Con la edad que yo tengo para qué les voy a mentir. He contado esta historia siempre que me lo han pedido pero ya he perdido las esperanzas de que alguien la escriba tal como es. Siempre le agregan cosas que yo no dije.

Mucho años me guardé la historia, pero como siempre hay alguien que insiste al final cedí. Después, cuando me di cuenta que todos la modificaban ya me dio bronca, pero no puedo negarme cuando se trata de contar qué pasó con Guido Boggiani.

Aquella vez yo me encontraba de casualidad como miembro de su expedición. No tenía en mí ese espíritu aventurero innato que tenía el italiano y seguramente, no me acuerdo bien, no había podido oponer fuerzas suficientes a su insistencia. Eso ocurría a menudo. Boggiani tenía un poder de convencimiento extraordinario. Nadie podía detenerlo en sus investigaciones. Era de esos hombres inquietos por naturaleza, me entiende. Si él en Italia lo tenía todo, relaciones con gente influyente, destaque como pintor, músico y poeta, una mujer hermosa, hijos...

Yo me hubiese quedado donde estaba pero él no, él estaba poseído por una intranquilidad esencial que lo llevaba a iniciar una y otra vez aventuras cada día más difíciles. Y bueno, yo estaba en aquella expedición de la que no volvió. Estaba ahí de pura casualidad.

Nos habíamos adentrado en la selva  y plantamos nuestro campamento en un lugar protegido de los vientos y de difícil acceso. Nos llevábamos bien con los indios con lo que nos topábamos andando por aquellos lugares, pero siempre cabía la posibilidad de una agresión, así que tomábamos recaudo eligiendo sitios que nos dieran cierta ventaja en caso de que tuviéramos que defendernos.

Con nosotros iban dos guías indios y eso nos evitaba sorpresas.

Una de las cosas que más le gustaban a Boggiani era fotografiar a los indios en los que veía los rasgos más puros. Eran reacios los nativos, sentían un temor extraño ante aquella máquina, pero al final siempre terminaban por aceptar los regalos con que Boggiani los sobornaba, sobre todo las mujeres que se derretían ante las telas que se les daba.

Una tarde llegó hasta el campamento, junto a otras nativas, una joven esbelta y muy graciosa. Inmediatamente, Boggiani puso sus ojos de científico en ella y tras muchas vueltas pudo convencerla de que pose para él. Boggiani la dibujó pacientemente durante poco más de dos horas. Cuando el trabajo estuvo terminado, la india que no tendría más de 16 o 17 años, salió corriendo con sus telas y Boggiani sonrió satisfecho por el trabajo que había realizado.

No fue esa la última vez en que aquella muchacha nos visitara en el campamento. Venía casi todos los días, a tal punto que uno de los guía ya suspiraba por ella. Es que era realmente bonita. Pero ella venía a ver a Boggiani, eso se notaba. Mas el interés que Boggiani dispensaba a los indígenas era meramente científico y en cuanto a su relacionamiento humano con ellos, se podría decir que los quería como quería a todos los seres que con él se relacionaban.

Boggiani andaba por aquellos días melancólico y pensativo. Bueno, ése era su carácter habitual, sólo cuando estaba en medio de un trabajo se mostraba con interés y cuando lo terminaba con éxito era el momento en que se le podía ver feliz, ustedes saben.

La cuestión es que la joven venía y venía al campamento, pero Boggiani no parecía darse cuenta de nada extraño. Todo el mundo sabía que ella estaba allí por él, menos él mismo.

Una noche, mientras todos parecían dormir y Boggiani fumaba retirado de nuestras hamacas, apareció la joven india, alargó sus brazos con la intención de abrazar al científico pero éste le sujetó las manos. Hablaron largamente. Yo no dominaba el lenguaje de aquella parcialidad por eso poco y nada pude entender. Más percibí por las entonaciones que por las palabras en sí. Pero al final la niña india partió a toda carrera y se perdió en la selva.

Boggiani se acostó y aparentemente durmió con tranquilidad. Yo me mantenía despierto, algo me mantenía despierto y no era simple curiosidad sino presentimiento. No sé, la cuestión es que aquella noche no dormí hasta muy tarde.

Poco tiempo después de que la india partiera, con mucho cuidado de no despertar a nadie, y en la misma dirección, partió el guía indio. Ese que estaba totalmente prendado de la muchacha.

Después el sueño me venció y cuando desperté estaba solo en el campamento. Dí unas vueltas y apareció el otro guía que venía con un manojo de leña. Los demás se habían ido de excursión. Pregunté por su compañero y me dijo que también estaba de excursión pero que por la noche él había encontrado el cadáver de la chica indígena muy cerca de allí. Al verla partir, la siguió –me relató el guía– pero no pudo evitar que se atravesara el corazón con el cuchillo que Guido le había regalado a su padre.

¿Qué había pasado? La joven sintió o creyó que su alma había quedado prisionera de Boggiani desde aquel día en que la dibujó. Ella había visitado aquella noche a Guido para que le devuelva su alma, pero él se negó a devolverle el retrato. Entonces ella le pidió que por favor la tomara por entero para poder regresar junto a su alma. Pero Boggiani también se negó. Como la niña no iba a poder ser nunca más feliz con otro hombre se dio muerte.

Recuerdo el tono sombrío que imprimió a su voz el guía cuando me dijo que los parientes de la joven se vengarían. Ante la advertencia ordené al guía que siguiera las huellas de mi amigo, llevé conmigo apenas el fusil, el agua y un cuchillo. No anduvimos mucho tiempo. En un recodo de una picada yacía tirado de bruces el cuerpo de Guido Boggiani con la cabeza destrozada de un hachazo. Me acerqué a él y toqué sus manos en las que aún se podía sentir la sangre caliente. El guía me sacó de aquel estado de incredulidad al ver al amigo muerto. El insttinto de conservación, ante la advertencia del indio pudo más en aquel momento. Yo abandoné el cuerpo de Guido Boggiani. Si no lo hubiera hecho no estaría contando esta historia.

La leyenda de la fuente del amor

Mana el agua del misterioso ykua Bolaños. Así, fluyente, se la ha visto desde hace casi tres siglos. Ahora es verano. Recorre el Paraguay un año desgraciado: mil novecientos sesenta y nueve. Año de guerra. Año de huida hacia el Aquidabán.

Las aguas milagrosas le dan al sitio desde donde nace el arroyo un aura diferente. Mágica si se quiere. Fresca. Propicia para el amor.

A caballo llega un joven hasta el sitio desierto.

De un salto desciende a tierra antes que el caballo se detenga.

Y al tocar el suelo que verdea de una gramilla tierna, en una demostración de habilidad que sólo él disfruta se quita el sombrero y lanzándolo suavemente le hace describir una pirueta combada tras la cual queda apenas colgado de la punta de una rama seca. Se sienta el hombre al pie de un árbol tarareando una cancioncilla suavemente.

Espera a alguien o simplemente disfruta del paraje.

Nadie que venga hasta el ykua con esa alegría inconfundible puede estar simplemente de paseo. El muchacho parece esperar a su amada. Está ansioso. Un buen tiempo ha pasado y el mozo se ha ido adormilando. El mentón le cae ahora sobre el pecho. ¿Estará dormido?

Una jovencita llega al claro desde el monte. Se acerca a la cruz que memora el milagro. En silencio se arrodilla y reza. Enciende fuego a dos velas. Las rodea con piedras y las deja allí. ¿Habrá hecho alguna promesa?

Ahora la muchacha cruza el pequeño puente de piedras tendido sobre el arroyuelo y se dirige hacia el lugar donde el hombre dormita. Con los encajes de su mantilla roza el rostro del muchacho. De inmediato se despierta y se excusa ante la mujer. “¡Oh, gracias a Dios que estás aquí! Como tardabas un poco me he adormilado, pero lo peor no fue eso, estuve soñando que debía partir sin poder verte. ¡Qué alegría!” La toma entre sus brazos y se funden entregados al amor.

Ella sabe que es el final.

Él parece no saberlo. O es que realmente su inocencia es grande o sabe esconder muy bien sus sentimientos. A punto de marchar con las tropas hacia el Aquidabán aparece optimista con respecto a la guerra. Seguramente no quiere darle un disgusto a su amada.

Las campanas de una iglesia lejana dejan caer sus cansados sonidos sobre las aguas del arroyo. Se diría que aquellos sonidos vienen a morir en el ykua. Los pájaros van llegando desde todos los puntos cardinales para quedarse en los árboles que rodean al arroyo. Con empujoncitos leves, la noche aparta al sol y va ocupando su sitial de reina de las sombras. Antes de aquietarse para el descanso, la vida da muestras de su enorme poder.

“Tengo sed”, dice la joven.

El hombre le entrega la guampa orlada de oro que lleva atada a su cintura y le acompaña hasta la vertiente. La mujer carga el agua y bebe. “Volveré pronto, ya verás. Y entonces estaremos juntos para siempre”, dice el hombre. “Para siempre”, dice ella devolviéndole la guampa de donde bebiera. Queda aún un poco de agua en su interior. El hombre mira el recipiente. La marca de los labios de su amada. Se lleva el objeto hacia la boca. Apoya sus labios en el lugar marcado y bebe el agua que resta en el interior. Un beso sobre otro beso.

Al fin se despiden tiernamente. La mujer desaparece en el monte y el hombre emprende el camino de la guerra sobre su caballo. Ya no tiene dudas. Volverá junto a la mujer que ama. Y esta vez no es inocencia ni lástima. Es una fuerza extraña. Se diría que viene del agua y del fuego. De aquellos cirios que ardían lentamente frente a la cruz y del agua que bebió del mismo vaso con su amada.

El hombre fue uno de los pocos sobrevivientes de la guerra.

Logró burlar a la muerte y a las prisiones enemigas para llegar sano y salvo junto a su amada.

Desde entonces el ykua Bolaños sumó un milagro tras otro pues se inició la creencia de que si dos enamorados beben del mismo vaso agua del ykua ya nada podrá separarlos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario