jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda del Ykua Bolaño

El nombre de Fray Luis Bolaños está inscripto con letras de fuego en la historia paraguaya. El franciscano, en su tiempo, ha realizado un trabajo evangelizador ejemplar. Pero ha perdurado en la memoria del pueblo por ser instrumento de Dios en la concreción de un milagro cuya obra se ha quedado para siempre entre nosotros.

Marcha Fray Luis Bolaños al frente de un numeroso grupo de indígenas apenas convertidos a la fe católica. Hace ya varios días que avanzan por tierras chamuscadas. El calor se hace cada vez más y más insoportable. Las reservas de agua se agotan y no hay cómo reponerlas.

Ni un bañado, ni un estero, ni un arroyo, ni unas míseras gotas de lluvia.

Nada de agua.

Las hierbas son mudos testigos de la sequía y se quiebran con sonidos tristes al paso de los hombres. La fe se debilita. Desde la conversión los nuevos católicos sólo han pasado penurias y creen ver en ello una venganza terrible de sus antiguos dioses.

Fray Bolaños les habla, trata de apaciguarlos, les pide calma. Siente el franciscano mucha pena por la situación que deben atravesar estas gentes pero a la vez les demuestra una fe inquebrantable que no podrá ser doblegada por ninguna sequía por más terrible que fuese.

Les habla de los sacrificios que tuvo que hacer el hijo de Dios para salvarnos del pecado. Les habla y más que nada él mismo se da fuerzas para continuar. El camino agobia y ya las fuerzas desfallecen. Es hora de detenerse y volver a empezar con las palabras para que los recién iniciados puedan entender que no se trata de un castigo de sus antiguos dioses sino simplemente de un fenómeno de la naturaleza. Al dar un rodeo para ubicar un mejor lugar de descanso Fray Bolaños se encuentra con tres de los más importantes caciques de la zona que vienen a su encuentro.

El más anciano llega junto al fraile y dialogan.

En realidad el cacique intima al fraile. Si no consigue agua invocando a su Dios será atravesado por las flechas de su tribu. El fraile pide unos momentos a solas. Recorre el lugar lentamente. Cerca de unos arbustos hay una piedra grande. El fraile pide ayuda para mover el peñón. Lo retiran de su lugar y como si hubiesen arrancado la tapa a un interminable recipiente, la surgente deja escapar un chorro de agua cristalina y fresca en medio de aquel polvaredal.

Las tribus de aquellos tres caciques también se convirtieron al catolicismo y Fray Bolaños siguió adelante con más confianza que nunca en su campaña evangelizadora.

La leyenda de Kurusu Isabel

Cruces que se encuentran en el santuario
que la población levantó para recordar
el sitio de la muerte de Isabel. leyenda
de Kurusu Isabel.

Marcha la diezmada columna rumbo al norte. Pocas esperanzas habitan los corazones de los soldados. Piensa el Mariscal en su Patria. Quiere reunir a su gente, juntar fuerzas e iniciar el contraataque. Sus deseos van más allá de las fuerzas que le restan. Se niega aún a admitir la derrota. Un país en ruinas va quedando atrás. Marchan en la columna las esforzadas residentas y entre ellas marcha también Isabel con su pequeña hija en brazos.

Atraviesan los bañados con el agua casi hasta la cintura. Los insectos se hacen el festín hundiendo sus lancetas en la costra de aquellos cuerpos cansados.

Descalzos marchan. Ahora sobre un campo sin árboles, llano y hostil que se extiende sin fin ante los nublados ojos de la tropa. llora la niña en brazos de Isabel, ahogado el llanto por el sofocante viento norte que extiende su manto caliente sobre la columna. Nadie escucha los lamentos que se alzan constantemente. Nadie habla. Es un ejército de muertos rumbo al purgatorio. Trastabilla Isabel pero aún logra levantarse y proseguir. La joven madre se va rezagando pero el grupo harapiento no está para atender a los que se quedan y sigue su marcha.

Quiere gritar Isabel pero el grito se queda pegado en la sequedad de su garganta. Cada diez metros Isabel cae y vuelve a levantarse. Con cada caída la maltrecha columna se aleja un poco más. Confía Isabel en darles alcance cuando caiga la tarde y se arme el campamento. Una pareja de tigres siguen atentos los endebles pasos de Isabel. Rugen cada tanto los tigres avisando a la presa indefensa el terrible final que le espera como si fueran enviados de la más profunda oscuridad.

Detrás de aquellos árboles se ha perdido la columna de hombres y mujeres. Isabel ya no los ve. Sus fuerzas se agotan. ¿Cuántos días lleva caminando con su hija en brazos? Una terrible puntada en la espalda la tira una vez más al suelo. Quien viera ahora el desolador paisaje no vería más que campo. Isabel yace cerca de un árbol entre el chircal.

Se ha quedado dormida la mujer. Su pequeña hija prendida a su pecho. Los tigres caminan en círculos cada vez más estrechos a su alrededor. Sólo los lomos amarillos refulgen con el sol a ras de los yuyales. El inhóspito lugar les ha entregado un bocado fácil. Rugen ferozmente y el sonido vuela hasta un lejano grupo de árboles y se cuelga entre las ramas haciendo huir a las aves. Pasa la bandada en silencio sobre el escenario de la muerte.

Los tigres están a un paso de la mujer dormida. Huelen la carne que aún late. Escuchan los quejidos de la criatura. Clavan su mirada amarilla en la mujer y su hija. ¿Acaso los impulsa el instinto de conservación o están cebados con la carne de los muertos de la guerra? Nadie nunca podrá responder a este interrogante. Se agazapan los tigres. Arañan el aire con sus zarpas sucias de lodo. Olisquean el cuerpo de la mujer. Demoran el acto final. La presa no se defiende.

Templete donde se venera a Isabel.
 Está ubicado a 15 km de Concepción,
capital del departamento del mismo
 nombre, y es un sitio abandonado de
las comunicaciones.

Sueña Isabel en su desmayo y en su sueño se ve entrando a un palacio. Dos tigres enormes, sujetos con cadenas de oro custodian la puerta. Ella sube las escaleras del pórtico principal de la mano de una niña. La niña pregunta por los tigres y la madre le tranquiliza diciéndoles que son sus protectores. En efecto a su paso los tigres se echan y esperan. Nada hay que temer dice Isabel en el sueño. En una sala de mosaicos blancos Isabel deja a la niña jugando con unas hermosas muñecas de porcelana que visten coquetos atuendos de fiesta. Ella comienza a andar por un pasillo pintado de cielo. Sólo el piso por donde camina parece real. El resto es cielo. Como si se deslizara sobre una alfombra cuadriculada y recta. Camina Isabel hacia el extremo más alejado de aquel pasillo celestial. Camina y termina por perderse en ese cielo con el que ahora se funde. Isabel siente que vuela.

Una luz fortísima rodea a la mujer y a su hija. Los tigres retroceden como ante la luz del Poderoso y se echan cerca de ellas.

La niña sigue prendida al pecho de su madre. Se alimenta. Su madre, desde el estado de inconsistencia la acaricia con su mirada, calma sus momentos de miedo.

Vigilan los tigres con la luz del día.

Vigilan los tigres bajo las estrellas.

Pasan los días.

La tropa ya está muy lejos.

Ahora, en el horizonte una vaga nube de polvo se levanta acercándose. Son dos jinetes que avanzan por el desolado campo. Al galope van pasando cuando divisan algo que se mueve en aquella quietud. ¡Tigres! dicen al unísono y espolean sus caballos para dar caza a los animales, pero los tigres no se mueven. De pie sobre los chircales los miran avanzar. Los miran de frente como quien ve llegar a dos viejos amigos. Sólo cuando están muy cerca los tigres corren hacia un lado y parecen desaparecer. Los hombres sorprendidos divisan a la mujer y su hija. Se acercan apeándose de sus caballos. ¡La niña está viva!

Mientras uno cuida a la criatura, el otro cava una fosa.

¡Por suerte los tigres no le han hecho daño!

Duro trabajan los hombres para dar una digna sepultura a la mujer que ha alimentado a su hija aún después de muerta. Los hombres le construyen una pesada cruz con la cual señalan aquel lugar. Al final, sobre el llanto de la niña, rezan unas breves oraciones y se marchan en busca del poblado más cercano.

¡Ni rastro de los tigres!

¡Ni rastros de la crueldad de la guerra!


Han pasado los años y las gentes que pasaron por aquel lugar de la cruz, fueron alimentando la leyenda de la mujer que salvó a su hija después de muerta. Las voces populares le han tejido infinidad de historias hasta el punto de perderse aquella verdadera que sólo fue presenciada por la pareja de tigres. Hoy en día aquel lugar es conocido como Kurusu Isabel. Los viajeros que llegaron hasta el lugar han ido quitando astillas de aquella cruz primigenia hasta casi hacerla desaparecer. Astillas que guardan como amuleto de la buena suerte. Un templete fue alzado por las manos del pueblo y nuevas cruces fueron puestas en aquel sitio a donde hoy en día acuden los promeseros en busca de algún milagro.

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