El nombre de Fray Luis Bolaños está inscripto con letras de
fuego en la historia paraguaya. El franciscano, en su tiempo, ha realizado un
trabajo evangelizador ejemplar. Pero ha perdurado en la memoria del pueblo por
ser instrumento de Dios en la concreción de un milagro cuya obra se ha quedado
para siempre entre nosotros.
Marcha Fray Luis Bolaños al frente de un numeroso grupo de
indígenas apenas convertidos a la fe católica. Hace ya varios días que avanzan
por tierras chamuscadas. El calor se hace cada vez más y más insoportable. Las
reservas de agua se agotan y no hay cómo reponerlas.
Ni un bañado, ni un estero, ni un arroyo, ni unas míseras
gotas de lluvia.
Nada de agua.
Las hierbas son mudos testigos de la sequía y se quiebran
con sonidos tristes al paso de los hombres. La fe se debilita. Desde la
conversión los nuevos católicos sólo han pasado penurias y creen ver en ello
una venganza terrible de sus antiguos dioses.
Fray Bolaños les habla, trata de apaciguarlos, les pide
calma. Siente el franciscano mucha pena por la situación que deben atravesar
estas gentes pero a la vez les demuestra una fe inquebrantable que no podrá ser
doblegada por ninguna sequía por más terrible que fuese.
Les habla de los sacrificios que tuvo que hacer el hijo de
Dios para salvarnos del pecado. Les habla y más que nada él mismo se da fuerzas
para continuar. El camino agobia y ya las fuerzas desfallecen. Es hora de
detenerse y volver a empezar con las palabras para que los recién iniciados
puedan entender que no se trata de un castigo de sus antiguos dioses sino
simplemente de un fenómeno de la naturaleza. Al dar un rodeo para ubicar un
mejor lugar de descanso Fray Bolaños se encuentra con tres de los más
importantes caciques de la zona que vienen a su encuentro.
El más anciano llega junto al fraile y dialogan.
En realidad el cacique intima al fraile. Si no consigue agua
invocando a su Dios será atravesado por las flechas de su tribu. El fraile pide
unos momentos a solas. Recorre el lugar lentamente. Cerca de unos arbustos hay
una piedra grande. El fraile pide ayuda para mover el peñón. Lo retiran de su
lugar y como si hubiesen arrancado la tapa a un interminable recipiente, la
surgente deja escapar un chorro de agua cristalina y fresca en medio de aquel
polvaredal.
Las tribus de aquellos tres caciques también se convirtieron
al catolicismo y Fray Bolaños siguió adelante con más confianza que nunca en su
campaña evangelizadora.
La leyenda de Kurusu Isabel
Cruces que se encuentran en el santuario
que la población levantó para recordar
el sitio de la muerte de Isabel. leyenda
de Kurusu Isabel.
Marcha la diezmada columna rumbo al norte. Pocas esperanzas
habitan los corazones de los soldados. Piensa el Mariscal en su Patria. Quiere
reunir a su gente, juntar fuerzas e iniciar el contraataque. Sus deseos van más
allá de las fuerzas que le restan. Se niega aún a admitir la derrota. Un país
en ruinas va quedando atrás. Marchan en la columna las esforzadas residentas y
entre ellas marcha también Isabel con su pequeña hija en brazos.
Atraviesan los bañados con el agua casi hasta la cintura. Los
insectos se hacen el festín hundiendo sus lancetas en la costra de aquellos
cuerpos cansados.
Descalzos marchan. Ahora sobre un campo sin árboles, llano y
hostil que se extiende sin fin ante los nublados ojos de la tropa. llora la
niña en brazos de Isabel, ahogado el llanto por el sofocante viento norte que
extiende su manto caliente sobre la columna. Nadie escucha los lamentos que se
alzan constantemente. Nadie habla. Es un ejército de muertos rumbo al
purgatorio. Trastabilla Isabel pero aún logra levantarse y proseguir. La joven
madre se va rezagando pero el grupo harapiento no está para atender a los que
se quedan y sigue su marcha.
Quiere gritar Isabel pero el grito se queda pegado en la
sequedad de su garganta. Cada diez metros Isabel cae y vuelve a levantarse. Con
cada caída la maltrecha columna se aleja un poco más. Confía Isabel en darles
alcance cuando caiga la tarde y se arme el campamento. Una pareja de tigres
siguen atentos los endebles pasos de Isabel. Rugen cada tanto los tigres
avisando a la presa indefensa el terrible final que le espera como si fueran
enviados de la más profunda oscuridad.
Detrás de aquellos árboles se ha perdido la columna de
hombres y mujeres. Isabel ya no los ve. Sus fuerzas se agotan. ¿Cuántos días
lleva caminando con su hija en brazos? Una terrible puntada en la espalda la
tira una vez más al suelo. Quien viera ahora el desolador paisaje no vería más
que campo. Isabel yace cerca de un árbol entre el chircal.
Se ha quedado dormida la mujer. Su pequeña hija prendida a su
pecho. Los tigres caminan en círculos cada vez más estrechos a su alrededor.
Sólo los lomos amarillos refulgen con el sol a ras de los yuyales. El inhóspito
lugar les ha entregado un bocado fácil. Rugen ferozmente y el sonido vuela
hasta un lejano grupo de árboles y se cuelga entre las ramas haciendo huir a
las aves. Pasa la bandada en silencio sobre el escenario de la muerte.
Los tigres están a un paso de la mujer dormida. Huelen la
carne que aún late. Escuchan los quejidos de la criatura. Clavan su mirada
amarilla en la mujer y su hija. ¿Acaso los impulsa el instinto de conservación
o están cebados con la carne de los muertos de la guerra? Nadie nunca podrá
responder a este interrogante. Se agazapan los tigres. Arañan el aire con sus
zarpas sucias de lodo. Olisquean el cuerpo de la mujer. Demoran el acto final.
La presa no se defiende.
Templete donde se venera a Isabel.
Está ubicado a 15 km
de Concepción,
capital del departamento del mismo
nombre, y es un sitio
abandonado de
las comunicaciones.
Sueña Isabel en su desmayo y en su sueño se ve entrando a un
palacio. Dos tigres enormes, sujetos con cadenas de oro custodian la puerta.
Ella sube las escaleras del pórtico principal de la mano de una niña. La niña
pregunta por los tigres y la madre le tranquiliza diciéndoles que son sus
protectores. En efecto a su paso los tigres se echan y esperan. Nada hay que
temer dice Isabel en el sueño. En una sala de mosaicos blancos Isabel deja a la
niña jugando con unas hermosas muñecas de porcelana que visten coquetos
atuendos de fiesta. Ella comienza a andar por un pasillo pintado de cielo. Sólo
el piso por donde camina parece real. El resto es cielo. Como si se deslizara
sobre una alfombra cuadriculada y recta. Camina Isabel hacia el extremo más
alejado de aquel pasillo celestial. Camina y termina por perderse en ese cielo
con el que ahora se funde. Isabel siente que vuela.
Una luz fortísima rodea a la mujer y a su hija. Los tigres
retroceden como ante la luz del Poderoso y se echan cerca de ellas.
La niña sigue prendida al pecho de su madre. Se alimenta. Su
madre, desde el estado de inconsistencia la acaricia con su mirada, calma sus
momentos de miedo.
Vigilan los tigres con la luz del día.
Vigilan los tigres bajo las estrellas.
Pasan los días.
La tropa ya está muy lejos.
Ahora, en el horizonte una vaga nube de polvo se levanta
acercándose. Son dos jinetes que avanzan por el desolado campo. Al galope van
pasando cuando divisan algo que se mueve en aquella quietud. ¡Tigres! dicen al
unísono y espolean sus caballos para dar caza a los animales, pero los tigres
no se mueven. De pie sobre los chircales los miran avanzar. Los miran de frente
como quien ve llegar a dos viejos amigos. Sólo cuando están muy cerca los
tigres corren hacia un lado y parecen desaparecer. Los hombres sorprendidos
divisan a la mujer y su hija. Se acercan apeándose de sus caballos. ¡La niña
está viva!
Mientras uno cuida a la criatura, el otro cava una fosa.
¡Por suerte los tigres no le han hecho daño!
Duro trabajan los hombres para dar una digna sepultura a la
mujer que ha alimentado a su hija aún después de muerta. Los hombres le
construyen una pesada cruz con la cual señalan aquel lugar. Al final, sobre el
llanto de la niña, rezan unas breves oraciones y se marchan en busca del
poblado más cercano.
¡Ni rastro de los tigres!
¡Ni rastros de la crueldad de la guerra!
Han pasado los años y las gentes que pasaron por aquel lugar
de la cruz, fueron alimentando la leyenda de la mujer que salvó a su hija
después de muerta. Las voces populares le han tejido infinidad de historias
hasta el punto de perderse aquella verdadera que sólo fue presenciada por la
pareja de tigres. Hoy en día aquel lugar es conocido como Kurusu Isabel. Los
viajeros que llegaron hasta el lugar han ido quitando astillas de aquella cruz
primigenia hasta casi hacerla desaparecer. Astillas que guardan como amuleto de
la buena suerte. Un templete fue alzado por las manos del pueblo y nuevas
cruces fueron puestas en aquel sitio a donde hoy en día acuden los promeseros
en busca de algún milagro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario