jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda de la Mandio

Un temblor extraño recorre la espalda de Mandi.

Mandi es una vestal de la tribu de las marahyva. Una tribu de mujeres que rechazaban el contacto con los hombres y que se mantenían sin mancha en el Pindoráma.

Un temblor extraño y nuevo recorre la espalda de Mandi.

Piensa la joven virgen en un hombre. Pensamiento pecaminoso pero inevitable. Piensa la joven en el castigo a las vestales que infringen las leyes de la castidad. Ella, que cuidaba la pitón sagrada, sabía muy bien como trituraba a sus víctimas la enorme serpiente. Había visto alguna vez como engullía a aquellas que habían cometido alguna falta en el campo del amor.

Inevitable, una y otra vez, el extraño escozor se presentaba en el cuerpo de Mandi al mismo tiempo que la imagen de Mborotúva. Sonaba el nombre del guakara cada vez con más fuerza poblando el alma de Mandi.

La joven estaba exenta de las tareas de la caza y la pesca. Esas eran actividades reservadas para el común. Ella era sacerdotisa y se había entregado en cuerpo y alma al culto de la luna. Sabía que su temblor y el nombre del guakara constituían un imposible para su condición.

Las marahyva aceptaban la unión carnal con los hombres una vez al año y tan sólo con la tribu de los guakara. Ellas adormecían a las serpientes que custodiaban las puertas del Pindoráma y recibían a los guerreros. Los hijos engendrados durante aquella noche de libaciones y amor, si nacían varones eran sacrificados o retirados por sus padres. Las hijas mujeres, en cambio, pasaban a integrar la comunidad de las marahyva y las más bellas se convertían en vestales por designio sagrado.

Mandi, entregada a la luna, había contemplado su fría luz y se había extasiado en su belleza reflejada en las aguas de los ríos de fuertes torrentes que rodeaban el Pindoráma. Mandi pensaba en la luna más que en ella misma pero ahora sus pensamientos sagrados, su adoración había menguado producto de aquel extraño escozor que le recorría el cuerpo entero cuando la luz del jefe guakara se encendía en sus recuerdos. Lo había visto una sola vez pero eso bastaba.

Mandi miraba a la luna con otros ojos ahora, casi con indiferencia. En aquel disco plateado se reflejaba no el rostro de la divinidad sino el rostro de Mborotúva.

Ha llegado el día del encuentro con los guakara.

Mandi junto a las demás vestales se retira del lugar custodiada por las ancianas de la tribu. Ellas no participan de la jornada de amor y lascivia en la que se sumergen las cazadoras y los guerreros, pero un algo quemante le indica que debe estar allí.

Reluce el Pindoráma a la luz de la luna. Las melenas de las palmeras refulgen en medio de la noche estrellada. Es una fiesta en la que el cielo borda con habilidosas manos y las lágrimas de rocío un manto cristalino que todo lo embellece. El placer se sienta en el trono por una vez en el año y ordena la orgía fantástica. Los guakara se entregan a las jóvenes marahyva a sabiendas de que es su única oportunidad. Sólo Mborotúva está silencioso en un espacio apartado de la fiesta.

Mborotúva siente en su cuerpo el mismo temblor que Mandi siente encerrada en el templo.

Mborotúva sabe que Mandi vendrá hasta él.

Lo sabe desde aquel día en que cruzaron sus miradas por vez primera.

Ahí está. Mandi ha burlado la vigilancia de las confiadas ancianas y llega junto al cacique que le aguarda con impaciencia. sin mediar palabra el jefe guakara le dice: “Huyamos, en el río tengo preparada una piragua más veloz que el viento, nadie podrá alcanzarnos”. La joven siente que su alma se desgarra. Sabe que no podrá escapar de la serpiente sagrada. Sabe que toda huida sería inútil. Guarda silencio. El jefe guakara, ansioso, camina en círculos a su alrededor admirando la perfecta y única belleza de aquella joven, dispuesta a entregarse, pero rendida al designio que le ha sido impuesto. Al fin ella le contesta. “Jamás podremos escapar, vete”.  Mandi huye hacia el templo nuevamente. Regresa junto a las demás vestales. Las ancianas no han notado su ausencia y tampoco la ven reintegrarse al grupo. Pero Mandi sabe que nadie puede engañar a la serpiente sagrada. Mandi se siente condenada y lo único que enciende la luz en su alma es el rostro del guerrero.

Desde aquel momento de tensión, amor y miedo, Mandi ya no puede descansar en paz.

Cada vez que se acerca a la boa esta se agita con movimientos que Mandi presiente destructores. Empalidece día a día la niña. Languidece. Los ojos vidriosos de la pitón han fijado la imagen de la estela que la piragua de Mborotúva ha dejado en el río y el temblor del cuerpo de la niña. Sensible como ningún otro animal, la serpiente espera el momento. Mandi lo sabe.

Pero el desencanto por el amor perdido puede más que las miradas oblicuas de la boa. El desencanto y la pena terminan por matar a Mandi. Mandi muere tumbada en su hamaca. Nadie sabrá jamás de su amor. Nadie sabrá jamás que la misteriosa desaparición de Mborotúva se debió a la persecución de la serpiente sagrada. Nadie sabrá de aquel extraño temblor que se instaló en el cuerpo de Mandi a partir de un cruce casual de miradas. Nadie sabrá jamás que ella perteneció no a la luna, sino al guerrero al que entregó su alma.

Mandi fue  puesta en una vasija y enterrada junto a sus pertenencias más queridas.


Tiempo después, en aquel lugar creció una planta hasta entonces desconocida. Las marahyva la llamaron Mandi’óga. La planta poseía unas raíces henchidas y fuertes. Más que raíces aquellas daban la impresión de ser frutos subterráneos. Con la desaparición de las marahyva, los guarani heredaron aquella raíz casi sagrada que sirvió de alimentación a todo el pueblo. A aquella raíz los guaraníes la llamaron Mandio. El nombre de la pequeña vestal enamorada se ha eternizado así hasta nuestros días y el amor de aquella niña acude a nuestra mesa renovando esa entrega tan profunda.

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