Corren las primeras épocas de la colonización. Corren como
los primeros caballos que atravesaron la mar océano. Corren como las nubes que
vienen empujadas por los mismos vientos que ensancharon las velas de las
primeras carabelas. Corren como lo han hecho en todos los tiempos, sin
detenerse, avanzando siempre en pos del futuro inalcanzable.
Los bravos indios de esta tierra se enfrentan a los
conquistadores que vienen con su soberbia en busca de Eldorado. Dispuestos a
todo por un pedazo de oro, los hombres de allende el mar se internan en los
bosques de las nuevas tierras y se enfrentan cuerpo a cuerpo con los
aborígenes.
En una de aquellas luchas un guerrero español cae prisionero
del temido cacique Jaguati.
Jaguatí tenía una hija muy hermosa pretendida por varios de
sus mejores guerreros a los cuales ella había rechazado uno a uno.
Cuando el hombre blanco llegó a la aldea fue encerrado en
una jaula.
Allí, avergonzado y temeroso, pasó sus primeros días sin
probar bocado. Pensaba en su dulce amada que había dejado en las ahora lejanas
tierras europeas. Imaginaba que ya no volvería a verla. Sufría por ella. Se
veía sacrificado por aquellos salvajes de los cuales no entendía ni siquiera el
idioma. Lloraba en silencio.
En esos pensamientos estaba cuando sintió la penetrante
mirada de Apykasu, la joven y bella hija de Jaguati. Ella le entregó dulcemente
una vasija con agua fresca y él, sediento, aceptó. Desde entonces fue Apykasu
quien llevó los alimentos destinados al prisionero. Su figura le había
impactado al punto de sentirse totalmente enamorada del extranjero.
Apykasu entonces habló con su padre. Le pidió que le
entregara al prisionero porque se había enamorado de él, que le perdonara la
vida. El cacique se mostró condescendiente con su amada hija. ¿Cómo iba a
negarle un deseo? Además quería que su hija le diera descendientes.
Apykasu inició la seducción del extranjero. Ante las
atenciones de la joven el hombre se mostraba amable pero distante y no daba
muestras de corresponderle. Como si estuviera en otro lado y no en aquella
aldea.
Apykasu le hizo mantas y adornos. Le preparó platos
especiales. Le hizo entender que le amaba y al fin, vencida por la desdicha del
amor no correspondido, Apykasu ordenó que lo enviaran a la hoguera. Fue un
simulacro lamentable ya que el prisionero, aún al borde de las llamas, no se
inmutó. Prefería la muerte a ser infiel a la promesa que le había hecho a su
amada. Prefería morir antes que faltar a su palabra.
Terminada la farsa de la hoguera Apykasu intentó por todos
los medios comunicarse con el apuesto joven hasta que al fin lograron
entenderse. Entonces ella suplicó su amor una y otra vez. Pero él, con absoluta
sinceridad le confesó que no podía amarla, que le agradecía lo que ella había
hecho por su vida pero que era un imposible porque había dado su palabra a otra
mujer.
Apykasu lloró mucho aquel día encerrada en su choza.
Su padre intentó consolarla pero ella insistía en que estaba
enamorada del extranjero.
Una voz amiga que Apykasu no reconoció la sacó de triste
llanto. “Ve a ver a la kuña Paje” murmuró alguien a través de una abertura de
la choza en medio de la noche. Apykasu salió a ver quien le aconsejaba pero
sólo encontró el silencioso sueño de la aldea.
De inmediato, Apykasu se puso en marcha. Al llegar a la casa
de la hechicera, Apykasu encontró que ésta le estaba esperando. “Pensé que ya
no vendrías”, le dijo. “Hace días que estoy esperándote. Cuéntame todo“, dijo
la hechicera acomodándose en su poltrona.
Apykasu le contó sus desdichas y sus penas paso a paso sin
olvidarse de ningún detalle.
“Es muy sencillo lo que debes hacer”, dijo la Kuña Paje.
“¡Quiero saberlo ya!”, respondió la joven inquieta.
“Mañana bien temprano vas a invitar al extranjero a dar un
paseo. Llévalo hasta la falda del primer cerro elevado que veas. Allí
encontrarás un papagayo que te preguntará qué buscas. Dile que quieres
encontrar los frutos del guavira y él te conducirá hasta los árboles donde
podrás tomar la fruta. Dale de comer esos frutos a tu extranjero en forma
abundante. Tienen una propiedad mágica: se olvidará de todo lo que vivió en sus
tierras y entonces quedará a tu voluntad. El resto tendrás que hacerlo tú
misma”.
Sonriente y reconfortada por las palabras de la hechicera,
la joven princesa volvió a su aldea con el espíritu cambiado. A la mañana
siguiente, Jaguati no podía creer el espíritu alegre de su hija. Apykasu se
levantó de buen humor e hizo como la hechicera le indicara. Invitó al
extranjero a dar un paseo. Divisó el cerro. Se dirigió hacia él y encontró al
papagayo parlante que les habló atentamente ante el asombro del extranjero. Más
tarde conducidos por el animal encontraron los jugosos frutos del guavira de
los cuales el extranjero tomó los más grandes deleitándose con ellos.
Está demás decir que el hechizo se hizo realidad. El
extranjero quedó para siempre en la aldea y Jaguatí tuvo una numerosa
descendencia producto del amor de su hija con el hombre blanco.
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