jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda del guavira

Corren las primeras épocas de la colonización. Corren como los primeros caballos que atravesaron la mar océano. Corren como las nubes que vienen empujadas por los mismos vientos que ensancharon las velas de las primeras carabelas. Corren como lo han hecho en todos los tiempos, sin detenerse, avanzando siempre en pos del futuro inalcanzable.

Los bravos indios de esta tierra se enfrentan a los conquistadores que vienen con su soberbia en busca de Eldorado. Dispuestos a todo por un pedazo de oro, los hombres de allende el mar se internan en los bosques de las nuevas tierras y se enfrentan cuerpo a cuerpo con los aborígenes.

En una de aquellas luchas un guerrero español cae prisionero del temido cacique Jaguati.

Jaguatí tenía una hija muy hermosa pretendida por varios de sus mejores guerreros a los cuales ella había rechazado uno a uno.

Cuando el hombre blanco llegó a la aldea fue encerrado en una jaula.

Allí, avergonzado y temeroso, pasó sus primeros días sin probar bocado. Pensaba en su dulce amada que había dejado en las ahora lejanas tierras europeas. Imaginaba que ya no volvería a verla. Sufría por ella. Se veía sacrificado por aquellos salvajes de los cuales no entendía ni siquiera el idioma. Lloraba en silencio.

En esos pensamientos estaba cuando sintió la penetrante mirada de Apykasu, la joven y bella hija de Jaguati. Ella le entregó dulcemente una vasija con agua fresca y él, sediento, aceptó. Desde entonces fue Apykasu quien llevó los alimentos destinados al prisionero. Su figura le había impactado al punto de sentirse totalmente enamorada del extranjero.

Apykasu entonces habló con su padre. Le pidió que le entregara al prisionero porque se había enamorado de él, que le perdonara la vida. El cacique se mostró condescendiente con su amada hija. ¿Cómo iba a negarle un deseo? Además quería que su hija le diera descendientes.

Apykasu inició la seducción del extranjero. Ante las atenciones de la joven el hombre se mostraba amable pero distante y no daba muestras de corresponderle. Como si estuviera en otro lado y no en aquella aldea.

Apykasu le hizo mantas y adornos. Le preparó platos especiales. Le hizo entender que le amaba y al fin, vencida por la desdicha del amor no correspondido, Apykasu ordenó que lo enviaran a la hoguera. Fue un simulacro lamentable ya que el prisionero, aún al borde de las llamas, no se inmutó. Prefería la muerte a ser infiel a la promesa que le había hecho a su amada. Prefería morir antes que faltar a su palabra.

Terminada la farsa de la hoguera Apykasu intentó por todos los medios comunicarse con el apuesto joven hasta que al fin lograron entenderse. Entonces ella suplicó su amor una y otra vez. Pero él, con absoluta sinceridad le confesó que no podía amarla, que le agradecía lo que ella había hecho por su vida pero que era un imposible porque había dado su palabra a otra mujer.

Apykasu lloró mucho aquel día encerrada en su choza.

Su padre intentó consolarla pero ella insistía en que estaba enamorada del extranjero.

Una voz amiga que Apykasu no reconoció la sacó de triste llanto. “Ve a ver a la kuña Paje” murmuró alguien a través de una abertura de la choza en medio de la noche. Apykasu salió a ver quien le aconsejaba pero sólo encontró el silencioso sueño de la aldea.

De inmediato, Apykasu se puso en marcha. Al llegar a la casa de la hechicera, Apykasu encontró que ésta le estaba esperando. “Pensé que ya no vendrías”, le dijo. “Hace días que estoy esperándote. Cuéntame todo“, dijo la hechicera acomodándose en su poltrona.

Apykasu le contó sus desdichas y sus penas paso a paso sin olvidarse de ningún detalle.

“Es muy sencillo lo que debes hacer”, dijo la Kuña Paje.

“¡Quiero saberlo ya!”, respondió la joven inquieta.

“Mañana bien temprano vas a invitar al extranjero a dar un paseo. Llévalo hasta la falda del primer cerro elevado que veas. Allí encontrarás un papagayo que te preguntará qué buscas. Dile que quieres encontrar los frutos del guavira y él te conducirá hasta los árboles donde podrás tomar la fruta. Dale de comer esos frutos a tu extranjero en forma abundante. Tienen una propiedad mágica: se olvidará de todo lo que vivió en sus tierras y entonces quedará a tu voluntad. El resto tendrás que hacerlo tú misma”.

Sonriente y reconfortada por las palabras de la hechicera, la joven princesa volvió a su aldea con el espíritu cambiado. A la mañana siguiente, Jaguati no podía creer el espíritu alegre de su hija. Apykasu se levantó de buen humor e hizo como la hechicera le indicara. Invitó al extranjero a dar un paseo. Divisó el cerro. Se dirigió hacia él y encontró al papagayo parlante que les habló atentamente ante el asombro del extranjero. Más tarde conducidos por el animal encontraron los jugosos frutos del guavira de los cuales el extranjero tomó los más grandes deleitándose con ellos.

Está demás decir que el hechizo se hizo realidad. El extranjero quedó para siempre en la aldea y Jaguatí tuvo una numerosa descendencia producto del amor de su hija con el hombre blanco.


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