Cerca del río, los chiquilines pescan. Tiran sus precarios
anzuelos en cuya punta danzan alguna lombriz y, atentos, esperan el pique.
Muchas veces pasan horas hasta que pueden engañar a algún pez. Las más de las
veces los peces se acercan al anzuelo, miran a la lombriz que se retuerce
todavía bajo el agua, la olisquean y se van quizá riéndose de la ingenua manera
de pescar de esos chiquilines.
Pero ellos son felices.
Estar junto a las aguas del río los hace felices.
De vez en cuando se cansan de esperar y entonces se dan un
chapuzón.
Claro que no se aventuran a acercarse al remanso que desde
el recodo del río los mira con sus negros ojos. Pero en el remanso era donde
más gusto da pescar. Allí se pueden atrapar los mejores peces. El remanso es
para los más osados y sólo uno de aquellos chiquilines se atreve a pescar en
ese lugar. Es que el riesgo de resbalar y caer es grande. Y si se cae allí...
“Se enfurece el Ypóra y te arrastra hasta el fondo del río,
te entierra en el barro te cubre de ramas, te ahoga y ya no te deja regresar.
Ni tu cuerpo van a encontrar si te caés ahí...” le dice uno de los amigos al
más audaz.
Pero el chiquilín no hace caso.
Lo que más le gusta es tentar al remanso.
Se acerca siempre solo y allí tiende la línea con el
anzuelo. Una vez hasta sacó un dorado de allí. Claro que su padre lo felicitó
por la pesca pero también le advirtió que no debía arriesgarse tanto, “Ypóra
puede enojarse contigo si eres tan obstinado”, le dijo.
Todo reto, toda advertencia era de balde.
El chiquilín no tenía oídos para recomendaciones, obedecía
más que nada al llamado de la sangre. Había nacido aventurero y nadie podía
impedirlo. Eso pensaba su padre. Aunque no dejara de llamarle la atención y de
poner cuidado en él toda vez que podía.
Un día iba del brazo de su madre a una fiesta en el pueblo.
Parecía muy contento de acompañarle, pero lo cierto es que al primer descuido,
el chiquilín desapareció. ¿Dónde estará? No desesperó la madre, conociendo el
temperamento de su hijo, mas al pasar las horas y no verlo regresar comenzó a
asustarse. ¿Dónde se habrá ido? se preguntaba la madre ahora desesperada. Al
fin decidió buscarlo a orillas de río.
Cuando la madre llegó el chico ya no estaba en la orilla,
había caído al agua, el remanso lo había arrastrado pero él había logrado
asirse a un tronco y giraba y giraba en el remanso. La madre al verlo dio un
grito de espanto y sin pensar que podía ayudarlo mejor de otra manera, se
arrojó al agua para salvarlo. “¡No, madre!”, gritó el chiquilín que conocía la
fuerza del remanso. Pero ya era tarde. La madre ya era arrastrada por el
remolino implacable. Los círculos de agua le apretaban el pecho y la
arrastraban hacia el fondo. Aún tuvo tiempo para una mirada última a su amado
hijo que, con lágrimas en los ojos contemplaba lo inevitable.
El agua dulce del río le mojaba el cuerpo.
El agua salada de las lágrimas le mojaba el rostro.
Miró hacia el fondo del río y vio dos ojos verdes que
también le miraban desde el fondo del agua. Una mirada terrible que surgía de
la oscuridad total de las aguas.
“Has sido castigado”, dijo una voz que resonó profunda, “por
tu culpa tu madre ha muerto. Ypóra te condena: desde hoy obligatoriamente
seguirás el curso de los ríos, intrincado como tus deseos. Pescar era tu
alegría, pues pescarás toda tu vida y más aún. Te pondré plumas de colores,
volarás a ras del agua y perseguirás a los peces. Pero los chicos como tú te
perseguirán por siempre. No te será posible cantar, pero cada vez que lo intentes
un graznido seco saldrá de tu garganta para recordarte que tu madre ha muerto
por tu culpa.”
Despareció la mirada luminosa del fondo del río. Y el martín
pescador que ahora estaba posado en el tronco se alejó volando sobre el rumor
de las aguas.
La leyenda del muembe
Espera el hombre dando rodeos sigilosos alrededor del
poblado. El cacique de la aldea ha faltado a su palabra y el joven indio está
al acecho. No quiere enfrentarse al cacique, simplemente llega hasta aquí para
llevar a su amada lejos de las mentiras y el engaño.
Hace ya varias lunas el cacique prometió a Chihy la mano de
su hija, pero faltando a su palabra, ahora la entrega al mejor postor, un
cacique poderoso de las costas del Paraná. Una alianza que la tribu necesitaba
y la princesa es entregada a otro hombre. Eso Chihy no lo permitirá jamás.
Espera Chihy borrar
del rostro de la princesa el amargo llanto.
Ella no sabe de la presencia de su amado tan cerca del lugar
pero mantiene la secreta esperanza de que aquel se haga presente y la rescate.
Como un fantasma el joven enamorado busca el mejor lugar para controlar los
movimientos de la aldea y poder entrar sin ser visto. Dos grandes perros y una
vieja paje custodian la puerta de la choza donde reposa su angustia la
princesa.
Mira con atención Chihy.
Piensa en un plan para rescatar a la princesa.
Piensa en un plan para unirse con su amor.
La noche deja caer sus negros párpados sobre el monte.
Chihy, amparado en esas sombras baja de su escondite. Los
perros están alertas. La vieja paje se ha quedado dormida pero tiene el sueño
liviano. Eso lo ha comprobado ya Chihy durante el día. Ayudado tal vez por los
duendes del amor, Chihy ve al fin libre su camino. Logra entrar a la choza y
despertando suavemente a la pequeña princesa se da a conocer.
“Te he esperado con gran esperanza”, le dice la muchacha.
“Calla. Debemos irnos”, le responde cauto el indio y salen a enfrentarse con
las fauces del monstruo nocturno. Ni una señal de vida. Ladran los perros a lo
lejos, seguramente perseguirán a algún animal que los distrajo. Vuelve a
sentarse en el portal la vieja y se adormila nuevamente.
La pareja de jóvenes enamorados corre ahora tratando de
alejarse lo más rápido posible de aquel lugar. “Tu padre me ha engañado”, dice
él. “A mi también, contesta la joven, nos ha engañado a los dos. No le creía
capaz de hacerme esto”. “Lo único que importa es que ahora estamos juntos”,
dice Chihy. “Para siempre”, responde la princesa.
Sus miradas rozan el infinito.
Sus cuerpos arden de deseo.
Sus corazones se agitan de pasión.
Toda la noche han escapado poniendo el corazón en la fuerza
de sus piernas. Al amanecer fatigados por la huida se detienen frente a un
surgente de cristalinas aguas. Allí calman su sed y se echan a descansar. No cuentan con una persecución inmediata,
pero se quedan dormidos. Despiertan cuando el sol está alto y los saluda con
toda su vehemencia.
“Debemos irnos pronto”, dice Chihy.
Se levantan de la hierba y observan que del otro lado de la
surgente los pájaros huyen en bandada. Alguien viene hacia ellos. Intentan la
fuga por el otro lado pero se dan cuenta de que están rodeados. Ya se escuchan
los gritos de los grupos que les persiguen. Se comunican entre ellos. Llegan
desde todos los puntos. Escapar es imposible. Se escuchan los pasos rápidos que
se acercan hacia ellos. Aún no los pueden ver pero ya huelen a aquellos
sabuesos expertos en la caza.
Chihy abraza a la princesa y la besa ardientemente.
Cuando los cazadores llegan, nada encuentran en el claro.
Tan sólo un hermoso y fuerte yvyrapytã abrazado por una frágil planta de
muembe, prendida a su tallo como una tierna princesa abrazada a su amante.
El amor de Chihy y la princesa, por gracia de Tupã, se ha
tornado eterno.
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