jueves, 14 de diciembre de 2017

La conquista del fuego

Era en aquellos lejanos días en que los hombres entendían el
lenguaje de los animales, y en que el astuto coyote gris era el
buen amigo del indio.
En una tribu vivía un muchacho joven, de duras piernas ágiles
y mirada penetrante e inquieta.
Vivía en la tribu, pero saltaba en los bosques, subía a los picos
y vadeaba los ríos junto con su inseparable coyote, compañero
en el sueño y en la caza.
Muchas veces se habían detenido a mirar cómo los hombres
atrapaban los peces entre las grietas de las rocas del río, y cómo
las mujeres desenterraban frescas raíces cavando la tierra con
afiladas piedras. Era en los largos y tibios días del verano.
Pero al llegar el invierno, las gentes corrían entre la nieve,
huyendo del frío enemigo, y se hundían desoladas en el fondo oscuro
de las cavernas.
El muchacho miraba con duro gesto pensativo la angustia de
su pueblo, miserable y sin defensa bajo el cielo helado.
-Tú -le dijo al coyote- no sientes los cuchillos del frío, porque
tienes la piel peluda y gorda, pero ellos tiemblan y mueren.
Dime, amigo mío, tú que diriges mis pasos en la caza; dime
qué podría yo hacer para que mi pueblo no sufra tanto.
Nada dijo el coyote, y aquella noche no durmió junto a su
amigo. Y no volvió a su lado hasta pasados muchos días con
sus noches largas.
Habló entonces el coyote:
-Yo sé lo que tienes que hacer, pero es más difícil que todo
cuanto tú has hecho hasta ahora.
-Dímelo. Yo puedo hacer todo lo que no sea imposible.
-Tendrás que ir a la Montaña de Fuego a robar un poco de
aquella lumbre y traerla a tu pueblo.

-Y ¿qué es el fuego?, ¿qué es la lumbre? -preguntó el muchacho.
-El fuego es hermoso como una flor roja, pero no es una flor;
corre por entre la hierba y la devora como una bestia, pero no
es una bestia; es feroz y cruel y, sin embargo, si se le hace una
cama entre piedras y se le entregan ramas de árbol para que
pueda comer, es un hermano bueno que acaricia el aire y a los
hombres y las cosas con grandes y brillantes lenguas calientes.
Si consigues traerlo, tu pueblo podrá tener el calor guardado,
como si guardara un pedazo de sol.
-Sí, yo traeré ese fuego. Ayúdame -dijo el indio.
Fue primero a pedir a los ancianos de la tribu cien mozos fuertes
y de pies ligeros. Y todos se pusieron en marcha, guiados
por el coyote, hacia la Montaña de Fuego.
Al final de la primera jornada dejaron en un sendero al más
débil de los corredores. Allí tendría que descansar y esperar.
Cuando terminó el segundo día de camino, se quedó también otro
mozo a la espera. Y así fueron quedándose, uno por cada día,
durante cien días de camino. El muchacho de duras piernas ágiles
y el coyote se quedaron solos en la última etapa del viaje.
Atravesaron llanos, treparon por los montes y, al fin, llegaron
junto al río grande que corre sobre arenas doradas al pie de la
Montaña de Fuego.
La montaña llegaba hasta las nubes y tenía en la cima como
una gran sombrilla de humo espeso. Por la noche los espíritus del
fuego corrían y danzaban por las laderas como grandes llamas,
y el río grande brillaba como si se hubieran incendiado sus
aguas.
El coyote le dijo al muchacho:
-Espérame aquí. Voy a traerte un pedazo de lumbre de la
montaña. Espera alerta y preparado. Yo llegaré ya rendido y tú
tendrás que seguir corriendo, pues los espíritus del fuego te
perseguirán.
Comenzó a subir el coyote por las laderas de la montaña, escondiéndose
detrás de las piedras, pero los espíritus del fuego lo
descubrieron y, al verlo tan flacucho y sucio, se burlaron de su
aire inofensivo.
Pero al llegar la noche, cuando los espíritus comenzaron sus
juegos y sus danzas en grandes llamas, el coyote se apoderó de
una gran rama ardiendo y huyó con ella, montaña abajo, rá-
pido y recto. Las llamas corrían tras él con ruido de fieras encendidas.
Vio el muchacho descender al coyote en la noche lo mismo
que una estrella que huye en el cielo. Los espíritus del fuego
lo seguían como un río de lumbre. Se acercaba la chispa brillante
.. .
i Se acerca ! . . . j Ya llega ! . . . Allí está. El valiente animal
cae al suelo, anhelante y sin fuerzas. Coge rápido el muchacho la
rama encendida, y corre, ¡ corre ! . . . Los espíritus del fuego hechos
llamas corren fieros tras él, pero el muchacho corre y va
como una saeta hasta llegar al primer corredor que aguarda
con la mano en alto para recibir la antorcha. Y parte con ella,
veloz como una flecha lanzada por el arco. Y pasa así la antorcha
de mano en mano, sin detenerse. Y los espíritus del fuego persiguen
furiosos la llama robada, hasta las montañas de nieve,
que ya no pueden franquear . . .
Siguió la luz en el aire, pasando de mano en mano de los corredores,
y era amarilla y bella en el día, como un trozo de sol,
y era en la noche maravillosamente roja.
Llegó la antorcha al último hombre y de él a la tribu, y allí le
hicieron los hombres un lecho entre piedras en medio de la caverna,
y la alimentaron amorosamente con ramas secas.
Desde entonces las gentes se alegraron al amor de aquella
lumbre, enemiga del frío. Y el noble muchacho indio fue ya por
todos conocido como el valeroso conquistador del fuego.
También el coyote, desde entonces, puede mostrar por siempre
la marca de su acción generosa, pues hasta sus descedientes
ha-n conservado en 6us flancos la piel amarillenta y como tostada,
en recuerdo de su brava hazaña.

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