Vista desde la cumbre del cerro Kavaju.
La tarde iba preparándose para el sueño, dejaba tras de sí
los multicolores vestidos de fiesta que había llevado durante el día. Como
siempre, rumores de aves en retirada completaban la cercanía de la noche. La
gran dama de negro preparaba las lentejuelas del universo para pasearse a sus
anchas. La luna era en ese momento apenas un hilo de plata, una pulsera
finísima tejida con la luz del sol, elevándose desde la otra orilla del río.
Frío.
Agosto reina.
Hoy las rosadas mieses florales de los tajy han estallado,
pero bajo el hermoso manto de flores aletean las oscuras sombras del más allá.
Aletean en torno del joven indio que se prepara para la gran
ceremonia.
Aletean en torno de la anciana que se prepara para la otra
vida.
Aletean en torno de la choza y de los árboles y de las
flores y de las estrellas, que rodean la fuerza del joven y la agonía de la
anciana.
La anciana clama por el hijo que en ese momento no tiene
oídos para su madre.
El joven guerrero escucha ahora tan sólo los latidos de su
deseo. Presiente el encuentro amoroso. Lo avizora en los tambores que resuenan
en la noche recién nacida, en los ruidos de los animales que se deslizan en
busca de sus presas, en el zumbido apenas audible de las flores que se fecundan
unas a otras. El joven guerrero no tiene oídos para el clamor de su madre. Y su
madre está muriendo.
El médico de la aldea sujeta las manos de la anciana entre
las suyas y cierra los ojos para no ver a los enviados del más allá que vienen
a llevársela.
Supuesta cueva del Moñái en la ladera del cerro Kavajú,
ubicado en el departamento Cordillera.
El joven guerrero se aferra a su bastón emplumado y parte,
dejando atrás la choza donde vive. Aún existe un instante en el que duda y se
detiene. Las estrellas lo miran esperanzadas, las flores de los lapachos
gritan: ¡vuelve junto a tu madre! El joven guerrero gira su altiva cabeza y
mira en dirección de la choza que acaba de abandonar. Su madre clama: vuelve,
hijo mío, sólo quiero despedirme. Pero el joven no la ha escuchado. Cegado por
la pasión de su juventud, retoma el camino y las estrellas dejan caer lágrimas
celestiales.
Ahora los pasos del joven son firmes.
A medida que avanza, la noche se cierra sobre él y los
tambores acercan sonidos cada vez más potentes. En la planta de sus pies
descalzos, Karãu, el joven guerrero, siente el pulso de la tierra latir al
unísono con su pecho. Los perfumes del fuego comienzan a llegar hasta su piel e
inician el proceso de enardecer a cada uno de sus músculos. Su mirada se
enciende cuando llega al círculo en el que la tribu danza sus sueños.
Orgulloso de sus prendas, orgulloso de su cuerpo, Karãu se
hace un lugar en el círculo de fuego, se apoya en su bastón emplumado y con su
mirada lanza-relámpagos comienza a buscar entre las jóvenes más bellas a
aquella que lo ha estado llamando sin saberlo.
¡Ahí está!
La mirada de aquella mujer ha cruzado, por un instante
brevísimo, sus brillos de río con la mirada del vanidoso guerrero. Lo ha
enceguecido, lo impulsa a la conquista. Esquiva, la joven desaparece de
inmediato en el racimo de hembras teñidas de fuego.
Karãu duda. Ha sido como una aparición que ahora vuelve para
hacerse ver tan sólo por un momento. El guerrero sale del círculo y camina con
firmeza por el exterior de ese pequeño sol tribal que forman los indios en su
fiesta de la Luna Nueva. Camina sigiloso como el jaguarete sobre las ramas de
los árboles. Se diría que sus ojos, su piel, sus pasos, todo él ruge cada vez
que la aparición juega a incitarlo.
De pronto, lo que parecía una aparición está ante la vista
de todos.
¿Ha dado un salto, o simplemente la magia de su belleza
extrema la ha puesto allí, junto al fuego? Karãu se detiene y entra en el
círculo. Sólo el fuego los separa. Sólo el fuego los une. Cualquier otro se
quemaría. Ellos, en cambio, están allí como si estuvieran en su ámbito más
natural.
Sus cuerpos hacen el fuego.
¿Quién cazará a quién?
Es la mujer vestida de llamas la que inicia el movimiento, y
los tambores, que se habían callado para escuchar el crepitar de esas llamas,
inician un tam-tam cada vez más intenso. Karãu se mueve en sentido contrario,
no dejará que los papeles se inviertan. Él quiere ser el cazador y va al
encuentro de la joven por el lado opuesto. Le da alcance y rodea la pequeña
cintura de la joven con su brazo derecho. Ella echa sus brazos al cuello del
joven y él la desprende del piso como arrancando una planta exótica de la
orilla del río.
Ahora danzan.
Todas las cosas giran a alta velocidad.
Las manos en los tambores. Los pies de Karãu y la joven. Sus
cuerpos. El fuego. Las estrellas. La finísima curva de la luna. El círculo de
la tribu.
Todas las cosas giran a alta velocidad.
Se desenfrenan.
El alma. Los corazones. La carne. Los pensamientos. La
pasión.
Una sombra sola está quieta en medio de la alocada carrera.
Una sombra a espaldas de Karãu.
Tu madre ha muerto dice la sombra, y los tambores callan.
Enmudece el aire de la noche y todo lo que giraba abandona su impulso y se deja
ir en un último movimiento que ya no atiende al movimiento...
Tu madre ha muerto, repite ahora en medio del silencio la
sombra quieta.
No molestes, viejo. Ahora no es momento. Ahora no es tiempo
de llorar.
Karãu, teñidas sus palabras por el fragor sensual del
momento, no comprende que su madre ha muerto. La tribu en pleno no comprende el
desamor de Karãu y, sintiéndose culpables, cada uno de los presentes, esconde su
mirada en el piso de tierra. Las llamas retroceden, ceden en la hoguera dejando
paso al reinado de las cenizas. La joven, objeto del deseo desenfrenado de
Karãu, escapa hacia el bosque. Karãu olvida la fiesta, a su madre muerta, al
viejo médico que le ha dado aviso, y corre tras ella.
La persecución ya no es simbólica sino real: el jaguarete
persigue a la hermosa gacela.
Karãu huele en el aire el perfume de la joven y entra en el
bosque.
Como si fuera una premonición, la estela de flores de
tajy que va dejando tras sus largas
zancadas, se deshace y las flores, antes perfumadas, caen marchitas y con un
hedor de muerto. Karãu se interna en el monte que cada vez se hace más y más
espeso. Cae repetidas veces enredado entre las lianas que ahora proliferan por
doquier. Ya no hay flores ni suaves fragancias, todo es oscuridad impenetrable.
El suelo que pisa es un barro pegajoso.
Un crujido, el canto de un ave, un movimiento de hojas y
Karãu cambia de rumbo.
Ya no sabrá regresar.
El cielo, ahora ausente, lo sabe, pero Karãu ya no puede ver
el cielo, sólo un cerrado techo de hojas que le impiden la orientación. Como si
fuera un canto de sirenas, cualquier ruido lo atrae. Karãu piensa solamente en
la bella joven que ha escapado de sus brazos.
Karãu es ahora otro hombre. El deseo se ha transformado en
obsesión primero y en desesperación después. Ha perdido su preciado bastón
emplumado. Su cuerpo arañado por la vegetación presenta rastros de sangre. Su
rostro se ha hinchado producto de las picaduras de los insectos. Su temple es
ahora obstinación.
Toda la noche tras un imposible.
Karãu sale ahora a un claro, ve un cielo bajo y cerrado por
nubes oscuras.
Nuevas esperanzas le trae el pantano neblinoso que tiene
frente a sí.
Avanza.
Las pestilentes aguas hasta la cintura.
Apariciones entre la niebla.
Ve a la joven que se aleja caminando suavemente sobre el
inmundo lodazal.
Ve a la madre muerta que asoma entre las aguas y se hunde
nuevamente. Escucha sus gritos: ¡Sálvame, hijo! ¡Sálvame, por favor!
Una y otra vez la bella joven y la madre muerta aparecen y
desaparecen ante los azorados ojos de Karãu. Una y otra vez Karãu intenta
alcanzar a las mujeres con su voz, pero de su garganta no sale un solo sonido.
El agua ahora le llega al cuello y sin embargo Karãu sigue
avanzando.
Ya no hace pie.
Karãu se hunde y vuelve a salir a flote en el pantano.
Ya no es un hombre.
Apenas una masa informe entre el barro.
De pronto un grito lastimero alza su cuerpo flaco y de entre
los pajonales un ave negra extiende sus alas y se pierde entre la niebla. Un
ave condenada a vagar en los pantanos. El cuerpo del color del barro. El grito
del color del arrepentimiento tardío. Un ave triste: el karãu.
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