jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda de Karãu

Vista desde la cumbre del cerro Kavaju.

La tarde iba preparándose para el sueño, dejaba tras de sí los multicolores vestidos de fiesta que había llevado durante el día. Como siempre, rumores de aves en retirada completaban la cercanía de la noche. La gran dama de negro preparaba las lentejuelas del universo para pasearse a sus anchas. La luna era en ese momento apenas un hilo de plata, una pulsera finísima tejida con la luz del sol, elevándose desde la otra orilla del río.

Frío.

Agosto reina.

Hoy las rosadas mieses florales de los tajy han estallado, pero bajo el hermoso manto de flores aletean las oscuras sombras del más allá.

Aletean en torno del joven indio que se prepara para la gran ceremonia.

Aletean en torno de la anciana que se prepara para la otra vida.

Aletean en torno de la choza y de los árboles y de las flores y de las estrellas, que rodean la fuerza del joven y la agonía de la anciana.

La anciana clama por el hijo que en ese momento no tiene oídos para su madre.

El joven guerrero escucha ahora tan sólo los latidos de su deseo. Presiente el encuentro amoroso. Lo avizora en los tambores que resuenan en la noche recién nacida, en los ruidos de los animales que se deslizan en busca de sus presas, en el zumbido apenas audible de las flores que se fecundan unas a otras. El joven guerrero no tiene oídos para el clamor de su madre. Y su madre está muriendo.

El médico de la aldea sujeta las manos de la anciana entre las suyas y cierra los ojos para no ver a los enviados del más allá que vienen a llevársela.

Supuesta cueva del Moñái en la ladera del cerro Kavajú,
ubicado en el departamento Cordillera.

El joven guerrero se aferra a su bastón emplumado y parte, dejando atrás la choza donde vive. Aún existe un instante en el que duda y se detiene. Las estrellas lo miran esperanzadas, las flores de los lapachos gritan: ¡vuelve junto a tu madre! El joven guerrero gira su altiva cabeza y mira en dirección de la choza que acaba de abandonar. Su madre clama: vuelve, hijo mío, sólo quiero despedirme. Pero el joven no la ha escuchado. Cegado por la pasión de su juventud, retoma el camino y las estrellas dejan caer lágrimas celestiales.

Ahora los pasos del joven son firmes.

A medida que avanza, la noche se cierra sobre él y los tambores acercan sonidos cada vez más potentes. En la planta de sus pies descalzos, Karãu, el joven guerrero, siente el pulso de la tierra latir al unísono con su pecho. Los perfumes del fuego comienzan a llegar hasta su piel e inician el proceso de enardecer a cada uno de sus músculos. Su mirada se enciende cuando llega al círculo en el que la tribu danza sus sueños.

Orgulloso de sus prendas, orgulloso de su cuerpo, Karãu se hace un lugar en el círculo de fuego, se apoya en su bastón emplumado y con su mirada lanza-relámpagos comienza a buscar entre las jóvenes más bellas a aquella que lo ha estado llamando sin saberlo.

¡Ahí está!

La mirada de aquella mujer ha cruzado, por un instante brevísimo, sus brillos de río con la mirada del vanidoso guerrero. Lo ha enceguecido, lo impulsa a la conquista. Esquiva, la joven desaparece de inmediato en el racimo de hembras teñidas de fuego.

Karãu duda. Ha sido como una aparición que ahora vuelve para hacerse ver tan sólo por un momento. El guerrero sale del círculo y camina con firmeza por el exterior de ese pequeño sol tribal que forman los indios en su fiesta de la Luna Nueva. Camina sigiloso como el jaguarete sobre las ramas de los árboles. Se diría que sus ojos, su piel, sus pasos, todo él ruge cada vez que la aparición juega a incitarlo.

De pronto, lo que parecía una aparición está ante la vista de todos.

¿Ha dado un salto, o simplemente la magia de su belleza extrema la ha puesto allí, junto al fuego? Karãu se detiene y entra en el círculo. Sólo el fuego los separa. Sólo el fuego los une. Cualquier otro se quemaría. Ellos, en cambio, están allí como si estuvieran en su ámbito más natural.

Sus cuerpos hacen el fuego.

¿Quién cazará a quién?

Es la mujer vestida de llamas la que inicia el movimiento, y los tambores, que se habían callado para escuchar el crepitar de esas llamas, inician un tam-tam cada vez más intenso. Karãu se mueve en sentido contrario, no dejará que los papeles se inviertan. Él quiere ser el cazador y va al encuentro de la joven por el lado opuesto. Le da alcance y rodea la pequeña cintura de la joven con su brazo derecho. Ella echa sus brazos al cuello del joven y él la desprende del piso como arrancando una planta exótica de la orilla del río.

Ahora danzan.

Todas las cosas giran a alta velocidad.

Las manos en los tambores. Los pies de Karãu y la joven. Sus cuerpos. El fuego. Las estrellas. La finísima curva de la luna. El círculo de la tribu.

Todas las cosas giran a alta velocidad.

Se desenfrenan.

El alma. Los corazones. La carne. Los pensamientos. La pasión.

Una sombra sola está quieta en medio de la alocada carrera.

Una sombra a espaldas de Karãu.

Tu madre ha muerto dice la sombra, y los tambores callan. Enmudece el aire de la noche y todo lo que giraba abandona su impulso y se deja ir en un último movimiento que ya no atiende al movimiento...

Tu madre ha muerto, repite ahora en medio del silencio la sombra quieta.

No molestes, viejo. Ahora no es momento. Ahora no es tiempo de llorar.

Karãu, teñidas sus palabras por el fragor sensual del momento, no comprende que su madre ha muerto. La tribu en pleno no comprende el desamor de Karãu y, sintiéndose culpables, cada uno de los presentes, esconde su mirada en el piso de tierra. Las llamas retroceden, ceden en la hoguera dejando paso al reinado de las cenizas. La joven, objeto del deseo desenfrenado de Karãu, escapa hacia el bosque. Karãu olvida la fiesta, a su madre muerta, al viejo médico que le ha dado aviso, y corre tras ella.

La persecución ya no es simbólica sino real: el jaguarete persigue a la hermosa gacela.

Karãu huele en el aire el perfume de la joven y entra en el bosque.

Como si fuera una premonición, la estela de flores de tajy  que va dejando tras sus largas zancadas, se deshace y las flores, antes perfumadas, caen marchitas y con un hedor de muerto. Karãu se interna en el monte que cada vez se hace más y más espeso. Cae repetidas veces enredado entre las lianas que ahora proliferan por doquier. Ya no hay flores ni suaves fragancias, todo es oscuridad impenetrable. El suelo que pisa es un barro pegajoso.

Un crujido, el canto de un ave, un movimiento de hojas y Karãu cambia de rumbo.

Ya no sabrá regresar.

El cielo, ahora ausente, lo sabe, pero Karãu ya no puede ver el cielo, sólo un cerrado techo de hojas que le impiden la orientación. Como si fuera un canto de sirenas, cualquier ruido lo atrae. Karãu piensa solamente en la bella joven que ha escapado de sus brazos.

Karãu es ahora otro hombre. El deseo se ha transformado en obsesión primero y en desesperación después. Ha perdido su preciado bastón emplumado. Su cuerpo arañado por la vegetación presenta rastros de sangre. Su rostro se ha hinchado producto de las picaduras de los insectos. Su temple es ahora obstinación.

Toda la noche tras un imposible.

Karãu sale ahora a un claro, ve un cielo bajo y cerrado por nubes oscuras.

Nuevas esperanzas le trae el pantano neblinoso que tiene frente a sí.

Avanza.

Las pestilentes aguas hasta la cintura.

Apariciones entre la niebla.

Ve a la joven que se aleja caminando suavemente sobre el inmundo lodazal.

Ve a la madre muerta que asoma entre las aguas y se hunde nuevamente. Escucha sus gritos: ¡Sálvame, hijo! ¡Sálvame, por favor!

Una y otra vez la bella joven y la madre muerta aparecen y desaparecen ante los azorados ojos de Karãu. Una y otra vez Karãu intenta alcanzar a las mujeres con su voz, pero de su garganta no sale un solo sonido.

El agua ahora le llega al cuello y sin embargo Karãu sigue avanzando.

Ya no hace pie.

Karãu se hunde y vuelve a salir a flote en el pantano.

Ya no es un hombre.

Apenas una masa informe entre el barro.

De pronto un grito lastimero alza su cuerpo flaco y de entre los pajonales un ave negra extiende sus alas y se pierde entre la niebla. Un ave condenada a vagar en los pantanos. El cuerpo del color del barro. El grito del color del arrepentimiento tardío. Un ave triste: el karãu.


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