jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda del Jaguaru

Navega el eximio remero cerca de la costa. Sus ojos escrutan la topografía de cada sitio. Se siente dueño del río pero no por eso deja de investigar su costa, sus profundidades, sus secretos.

Mira con asombro la extraña cueva que se abre ante sus ojos.

Es como una boca monstruosa y oscura que espera sobre la barranca. Nada se puede divisar de su interior. Oscuridad total. Guarán enfila su canoa hacia la abertura. En un primer momento nada puede ver. Lo negro absoluto. Ahora, habituado comienza a percibir las paredes de la cueva. Se diría que posee como los murciélagos una visión que proviene de los ecos. Guarán se guía más por el ruido de sus remos en el agua, aquí poco profunda. El olor es nauseabundo en esta pocilga. Lo aguanta todo en el afán de conocimiento el joven Guarán. Pero llega un momento en el que debe regresar. Es mucha ya la distancia recorrida y a juzgar por los ecos hay aún mucho por delante. Guarán decide tomar consejo de sus mayores. Su espíritu aventurero no le impide ser juicioso ente lo desconocido. Regresa Guarán sin inconveniente alguno y al fin, luego de un largo trecho, logra salir a río abierto nuevamente.

Guarán ha llegado a la aldea. Se encamina hacia la choza del más anciano de los de su tribu. Se sienta en silencio junto a él. El viejo le invita una infusión que hierve en el fogón. Beben. “¿Qué has descubierto ahora, Guarán?”, pregunta el anciano como leyendo los pensamientos del joven. “He encontrado una cueva cavada en la barranca del río. He entrado en ella y parece no tener fin. Pero por lo que se huele allí debe estar ocupada por algún animal enorme. Me gustaría cazarlo”, responde Guarán ansioso. “Mala cosa lo que has descubierto muchacho, mala cosa...”

Sorprendido por la respuesta el joven cacique espera la continuación. Un largo silencio queda suspendido en el aire como levitando hasta posarse en el suelo suavemente. Entonces el anciano vuelve a hablar: “Muchos, en mis tiempos, buscaron esa cueva y no pudieron encontrarla. Muchos guerreros fuertes y nobles esperaron al monstruo de aquella caverna inaccesible por años junto a la orilla de río, mas el monstruo siempre les encontraba desprevenidos. En esa caverna habita el jaguaru, de eso no tengo dudas. Te ayudó la bajante pero el mérito es tuyo. Ahora ya sabemos dónde está pero ¿qué podemos hacer? Nunca podremos sorprenderlo. Eso es ley...”

“Pero, ¿qué clase de animal es el jaguaru?, preguntó Guarán. “Eso no sabría decírtelo pero es enorme y espantoso. Nadie que lo haya visto cara a cara ha vivido para contarlo. Dicen que se parece a un gigantesco lagarto. Dicen que tiene cabeza de tigre. Dicen que agita su cola con una fuerza jamás vista, arrancando árboles de cuajo con un solo golpe, dicen que se alimenta del bofe de las mujeres jóvenes... dicen tantas cosas del jaguaru”.

Guarán recuerda haber escuchado alguna historia acerca del jaguaru cuando muy niño y un escalofrío corre por su espalda. ¿Por qué no siguió avanzando? Hubiese sorprendido al monstruo y lo hubiese matado, salvando a todo su pueblo de la terrible amenaza.

Pasaron los días y las semanas.

Guarán anduvo merodeando el lugar donde descubriera la cueva pero ya no pudo encontrarla. “Que existe estoy seguro, yo no soñé esa cueva” afirmaba para sus adentros el cacique. Había mantenido el secreto pero no evitaba el sitio del río donde suponía que se encontraba la cueva.

Varias lunas han pasado desde aquel misterioso hallazgo.

Guarán siente que algo está por suceder. él mismo en persona, junto a los guerreros más fuertes de la tribu, marcha hacia aquel lugar. No divisan nada especial. Sólo la costa del río y calma. Mucha calma. Cada garza en su lugar. Los pájaros en absoluta tranquilidad. Ni un pez salta fuera del agua. La calma tan acentuada resulta sospechosa pero nada puede decir el joven cacique. Ni un indicio ante los ojos de los guerreros.

Es el atardecer. Están de vuelta en la aldea.

Cada uno se ocupa de sus tareas hasta que, entrada la noche, la aldea se concentra en el sueño. Jukyete, la esposa de Guarán siente que el joven no está bien. Lo ve dormir agitado. Una transpiración fría recorre su cuerpo. De pronto se levanta sobresaltado, se pone de pie y mira a su alrededor. Sólo la noche y el silencio. A lo lejos se escucha el lamento del urutau. Guarán desea fervientemente que su mirada penetre en la oscuridad. Jukyete desea fervientemente que su esposo pueda reposar en paz. Le frota ungüentos que ella misma ha preparado hasta que al fin el guerrero duerme tranquilo. Ahora es ella, la mujer, quien siente dentro de su cuerpo aquella ansiedad enorme que despertó a su marido. Se queda de rodillas junto a su esposo. Quisiera correr alrededor de la aldea, tal es la fiebre que le ha quedado encerrada en el cuerpo. El suave ondular de la brisa es para ella como un huracán sobre su piel. Trabajan los sistemas de su cuerpo de una manera exagerada.

Jukyete observa el descenso de las llamas en las hogueras. Observa el sueño de su esposo y de los guerreros en sus hamacas. Su cuerpo alerta siente ahora el sacudón del follaje en dirección al río. Debe ser el viento, piensa la mujer. Debe ser el viento...

Jukyete, vencida por el cansancio, cae acurrucada junto a su Guarán.

Más allá del temblor de los nidos, más allá del crugido de las ramas quebradas, más allá de los pasos que hacen retemblar el monte, la tribu duerme. Una sombra de barro. Una cabeza de barro. Un cuerpo de barro. Un monstruo de barro es el que asoma sus fauces abiertas en medio del silencio de la noche. Nada se mueve. La fetidez del monstruo todo lo invade, todo lo cubre, todo lo aletarga. Yérguese el fenómeno y muestra un pecho blanco y al parecer vulnerable. Adelanta su cabeza protegiéndose y atacando, todo a un mismo tiempo. En un abrir y cerrar de ojos la boca del monstruo rodea a Jukyete y la aprisiona. El terror desvanece a la joven que no tiene tiempo ni siquiera de gritar. El monstruo da un salto felino, agita con furia su larga cola y desaparece tal como ha venido. Los guerreros siguen en el sueño. Unos ancianos ven pasar la sombra espantados pero sus piernas no responden y no pueden avisar nada a nadie.

En lo alto del cielo se prepara una tormenta.

Riñen las nubes chocando unas contra otras. Saltan las chispas del duelo y caen quebradas y verticales sobre el río. La tribu despierta con el primer ramalazo de la tormenta. Guarán busca con el brazo a su mujer pero no la encuentra. Se pone de pie y grita su nombre. Interroga a cada uno de sus hombres. Nadie ha visto nada. Al fin aparece un viejecito que dice haber visto la silueta del monstruo llevándose a una mujer. Guarán la ha perdido para siempre. Su grito es desgarrado. Guarán, enloquecido promete venganza.

Desde aquel día prepara a sus guerreros el joven cacique. Prometió venganza y así lo hará. Somete a los mejores a un duro entrenamiento. Día y noche están alertas. Han cavado una fosa para atrapar al maldito. Navegan el río buscando la maldita cueva pero no pueden hallarla. Saben que en algún momento, la bestia tendrá que salir. Esperan.

Guarán escucha en la noche nublada el retumbar del follaje y sonríe. Ha llegado el tiempo de la venganza. Despierta a los pocos guerreros que duermen y cada uno se coloca en su sitio. La bestia se acerca. Está cebada. Viene por más. Como si percibiera la trampa, el monstruoso animal se acerca lentamente, como tanteando el terreno. Los viejos se encierran en sus chozas. Los niños duermen. Las mujeres espían por las rendijas. Los hombres, tensos, esperan la llegada del que resopla sobre sus cabezas. Calcados de su anterior aparición son los movimientos del monstruo, pone los pies sobre las huellas que había dejado. Alarga el cuello buscando a la víctima pero esta vez no encuentra a nadie. Esta vez encuentra un sorpresivo ataque. Lazos y boleadoras enormes le aprisionan las patas. cae de costado el monstruo, se desploma en la fosa disimulada con hierbas. Se desploma su enorme peso y nubes de polvo blancuzco se elevan impidiendo la visión. De entre las nubes de polvo un rugido espeluznante se eleva quemando el aire. Es Guarán quien clava en las fauces del monstruo una lanza enorme. La lanza vuelve a aparecer salpicando la hedionda sangre en la nuca de la bestia. Las flechas caen en lluvia tremenda sobre el blanco pecho tiñéndolo para siempre de sangre. Con la lanza de Guarán incrustada en la boca se desplomó el monstruo.

Una imagen en la pared posterior del templo de Yaguarón inmortaliza la tremenda lucha.


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