Navega el eximio remero cerca de la costa. Sus ojos escrutan
la topografía de cada sitio. Se siente dueño del río pero no por eso deja de
investigar su costa, sus profundidades, sus secretos.
Mira con asombro la extraña cueva que se abre ante sus ojos.
Es como una boca monstruosa y oscura que espera sobre la
barranca. Nada se puede divisar de su interior. Oscuridad total. Guarán enfila
su canoa hacia la abertura. En un primer momento nada puede ver. Lo negro
absoluto. Ahora, habituado comienza a percibir las paredes de la cueva. Se
diría que posee como los murciélagos una visión que proviene de los ecos.
Guarán se guía más por el ruido de sus remos en el agua, aquí poco profunda. El
olor es nauseabundo en esta pocilga. Lo aguanta todo en el afán de conocimiento
el joven Guarán. Pero llega un momento en el que debe regresar. Es mucha ya la
distancia recorrida y a juzgar por los ecos hay aún mucho por delante. Guarán
decide tomar consejo de sus mayores. Su espíritu aventurero no le impide ser
juicioso ente lo desconocido. Regresa Guarán sin inconveniente alguno y al fin,
luego de un largo trecho, logra salir a río abierto nuevamente.
Guarán ha llegado a la aldea. Se encamina hacia la choza del
más anciano de los de su tribu. Se sienta en silencio junto a él. El viejo le
invita una infusión que hierve en el fogón. Beben. “¿Qué has descubierto ahora,
Guarán?”, pregunta el anciano como leyendo los pensamientos del joven. “He
encontrado una cueva cavada en la barranca del río. He entrado en ella y parece
no tener fin. Pero por lo que se huele allí debe estar ocupada por algún animal
enorme. Me gustaría cazarlo”, responde Guarán ansioso. “Mala cosa lo que has
descubierto muchacho, mala cosa...”
Sorprendido por la respuesta el joven cacique espera la
continuación. Un largo silencio queda suspendido en el aire como levitando
hasta posarse en el suelo suavemente. Entonces el anciano vuelve a hablar:
“Muchos, en mis tiempos, buscaron esa cueva y no pudieron encontrarla. Muchos
guerreros fuertes y nobles esperaron al monstruo de aquella caverna inaccesible
por años junto a la orilla de río, mas el monstruo siempre les encontraba
desprevenidos. En esa caverna habita el jaguaru, de eso no tengo dudas. Te
ayudó la bajante pero el mérito es tuyo. Ahora ya sabemos dónde está pero ¿qué
podemos hacer? Nunca podremos sorprenderlo. Eso es ley...”
“Pero, ¿qué clase de animal es el jaguaru?, preguntó Guarán.
“Eso no sabría decírtelo pero es enorme y espantoso. Nadie que lo haya visto
cara a cara ha vivido para contarlo. Dicen que se parece a un gigantesco
lagarto. Dicen que tiene cabeza de tigre. Dicen que agita su cola con una
fuerza jamás vista, arrancando árboles de cuajo con un solo golpe, dicen que se
alimenta del bofe de las mujeres jóvenes... dicen tantas cosas del jaguaru”.
Guarán recuerda haber escuchado alguna historia acerca del
jaguaru cuando muy niño y un escalofrío corre por su espalda. ¿Por qué no
siguió avanzando? Hubiese sorprendido al monstruo y lo hubiese matado, salvando
a todo su pueblo de la terrible amenaza.
Pasaron los días y las semanas.
Guarán anduvo merodeando el lugar donde descubriera la cueva
pero ya no pudo encontrarla. “Que existe estoy seguro, yo no soñé esa cueva”
afirmaba para sus adentros el cacique. Había mantenido el secreto pero no
evitaba el sitio del río donde suponía que se encontraba la cueva.
Varias lunas han pasado desde aquel misterioso hallazgo.
Guarán siente que algo está por suceder. él mismo en
persona, junto a los guerreros más fuertes de la tribu, marcha hacia aquel
lugar. No divisan nada especial. Sólo la costa del río y calma. Mucha calma.
Cada garza en su lugar. Los pájaros en absoluta tranquilidad. Ni un pez salta
fuera del agua. La calma tan acentuada resulta sospechosa pero nada puede decir
el joven cacique. Ni un indicio ante los ojos de los guerreros.
Es el atardecer. Están de vuelta en la aldea.
Cada uno se ocupa de sus tareas hasta que, entrada la noche,
la aldea se concentra en el sueño. Jukyete, la esposa de Guarán siente que el
joven no está bien. Lo ve dormir agitado. Una transpiración fría recorre su
cuerpo. De pronto se levanta sobresaltado, se pone de pie y mira a su
alrededor. Sólo la noche y el silencio. A lo lejos se escucha el lamento del
urutau. Guarán desea fervientemente que su mirada penetre en la oscuridad.
Jukyete desea fervientemente que su esposo pueda reposar en paz. Le frota
ungüentos que ella misma ha preparado hasta que al fin el guerrero duerme
tranquilo. Ahora es ella, la mujer, quien siente dentro de su cuerpo aquella
ansiedad enorme que despertó a su marido. Se queda de rodillas junto a su
esposo. Quisiera correr alrededor de la aldea, tal es la fiebre que le ha
quedado encerrada en el cuerpo. El suave ondular de la brisa es para ella como
un huracán sobre su piel. Trabajan los sistemas de su cuerpo de una manera
exagerada.
Jukyete observa el descenso de las llamas en las hogueras.
Observa el sueño de su esposo y de los guerreros en sus hamacas. Su cuerpo
alerta siente ahora el sacudón del follaje en dirección al río. Debe ser el
viento, piensa la mujer. Debe ser el viento...
Jukyete, vencida por el cansancio, cae acurrucada junto a su
Guarán.
Más allá del temblor de los nidos, más allá del crugido de
las ramas quebradas, más allá de los pasos que hacen retemblar el monte, la
tribu duerme. Una sombra de barro. Una cabeza de barro. Un cuerpo de barro. Un
monstruo de barro es el que asoma sus fauces abiertas en medio del silencio de
la noche. Nada se mueve. La fetidez del monstruo todo lo invade, todo lo cubre,
todo lo aletarga. Yérguese el fenómeno y muestra un pecho blanco y al parecer
vulnerable. Adelanta su cabeza protegiéndose y atacando, todo a un mismo
tiempo. En un abrir y cerrar de ojos la boca del monstruo rodea a Jukyete y la
aprisiona. El terror desvanece a la joven que no tiene tiempo ni siquiera de gritar.
El monstruo da un salto felino, agita con furia su larga cola y desaparece tal
como ha venido. Los guerreros siguen en el sueño. Unos ancianos ven pasar la
sombra espantados pero sus piernas no responden y no pueden avisar nada a
nadie.
En lo alto del cielo se prepara una tormenta.
Riñen las nubes chocando unas contra otras. Saltan las
chispas del duelo y caen quebradas y verticales sobre el río. La tribu
despierta con el primer ramalazo de la tormenta. Guarán busca con el brazo a su
mujer pero no la encuentra. Se pone de pie y grita su nombre. Interroga a cada
uno de sus hombres. Nadie ha visto nada. Al fin aparece un viejecito que dice
haber visto la silueta del monstruo llevándose a una mujer. Guarán la ha
perdido para siempre. Su grito es desgarrado. Guarán, enloquecido promete
venganza.
Desde aquel día prepara a sus guerreros el joven cacique.
Prometió venganza y así lo hará. Somete a los mejores a un duro entrenamiento.
Día y noche están alertas. Han cavado una fosa para atrapar al maldito. Navegan
el río buscando la maldita cueva pero no pueden hallarla. Saben que en algún
momento, la bestia tendrá que salir. Esperan.
Guarán escucha en la noche nublada el retumbar del follaje y
sonríe. Ha llegado el tiempo de la venganza. Despierta a los pocos guerreros
que duermen y cada uno se coloca en su sitio. La bestia se acerca. Está cebada.
Viene por más. Como si percibiera la trampa, el monstruoso animal se acerca
lentamente, como tanteando el terreno. Los viejos se encierran en sus chozas.
Los niños duermen. Las mujeres espían por las rendijas. Los hombres, tensos,
esperan la llegada del que resopla sobre sus cabezas. Calcados de su anterior
aparición son los movimientos del monstruo, pone los pies sobre las huellas que
había dejado. Alarga el cuello buscando a la víctima pero esta vez no encuentra
a nadie. Esta vez encuentra un sorpresivo ataque. Lazos y boleadoras enormes le
aprisionan las patas. cae de costado el monstruo, se desploma en la fosa
disimulada con hierbas. Se desploma su enorme peso y nubes de polvo blancuzco
se elevan impidiendo la visión. De entre las nubes de polvo un rugido
espeluznante se eleva quemando el aire. Es Guarán quien clava en las fauces del
monstruo una lanza enorme. La lanza vuelve a aparecer salpicando la hedionda
sangre en la nuca de la bestia. Las flechas caen en lluvia tremenda sobre el
blanco pecho tiñéndolo para siempre de sangre. Con la lanza de Guarán
incrustada en la boca se desplomó el monstruo.
Una imagen en la pared posterior del templo de Yaguarón
inmortaliza la tremenda lucha.
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