Es la calma hora de la siesta, cuando la sombra aparece
apenas a nuestros pies. Uruti, la hija del mburuvicha de los guarani sale de la
aldea. Guía sus pasos la pasión por un hombre. Un guerrero. Un solitario que ha
desafiado las fuerzas de la naturaleza con el poder de sus ancestros.
Uruti llega junto al tajy florido que está al borde de la
fronda espesa. Allí deberán encontrarse. Allí espera al amado. Allí, inquieta y
ardorosa, Uruti se sienta y se pone de pie una y otra vez a la sombra fresca
del lapacho. Jaguarainga no llega. Algo lo ha retrasado.
Cuando Uruti está a punto de retirarse aparece el guerrero
solitario deseoso de ver a su amada.
La tarde se enciende nuevamente y los nubarrones que
poblaban el alma de Uruti con desencantos desaparecen como si un gigante los
hubiera soplado con fuerza alejándolos para siempre.
Estoy aquí, viéndolos. Uruti la bella princesa guarani y
Jaguarainga, el fuerte guerrero, plebeyo pero orgulloso de ser descendiente de
los primeros habitantes de estas tierras. No sabe él, sepámoslo nosotros, que
su madre ha sido la hermana del gran jefe guarani.
El diálogo meloso de los jóvenes. Las caricias.
él le ha traído como ofrenda una piel de tigre aún caliente
y algunas heridas en los brazos y en el pecho, rasguños de la fiera con la que
ha tenido que luchar a plena luz del día, para llegar junto a su amada.
Orgulloso de su triunfo, el guerrero descansa en el regazo de su amada. Ella
cura sus heridas con hojas de ceibo y palabras de amor.
Los enamorados sienten pasos y voces.
La niña se asusta.
El guerrero le pide calma.
“Es la voz de mi padre, debo irme”, dice la niña.
“Ya es tarde para huidas, enfrentemos la situación”, le
contesta el guerrero.
Ambos se ponen de pie y de esa forma reciben a la comitiva
que se acerca hacia ellos.
Reprende con voz firme el padre a la hija y ésta pretende
poner excusas a la presencia del guerrero junto a ella. Pero Jaguarainga,
altivo y seguro de sí mismo, enfrenta la situación y confiesa su amor por Uruti
al gran jefe guarani.
Indignación es lo que ha logrado con su confesión de amor.
Una indignación que esconde un odio ancestral. La tribu a la que pertenece
Jaguarainga es una tribu esclava de los guarani. Con soberbia, Arakare, el
padre de Uruti, destrata y menosprecia al guerrero. El joven se defiende
recordando al viejo jefe que su tribu ya era dueña de estos lugares cuando la
suya aún no existía como pueblo y le advierte que el alejarse de los consejos
de la naturaleza poniendo por encima la ansiedad de poder le pesará en el
futuro, en un futuro muy cercano.
“Hoy pueden ser dueños de estas tierras y esclavizar a las
tribus ancestrales, hoy tienen el poder, pero si continúan alejándose de la
madre tierra, se volverán esclavos en muy poco tiempo”, dice el joven. El viejo
jefe lo maldice y lo hace echar fuera de su presencia.
La niña vuelve a la aldea con sus padres y sus padres la
envían al templo mayor para que los sacerdotes conjuren el daño de la pasión y
el ardor de su alma. Uruti deberá consagrarse como vestal del templo y alejarse
de todo hombre por siempre jamás.
Se resiste Uruti, mientras las otras vestales del templo la
animan diciéndole que pronto olvidará los sucedido. Que los sacrificios, los
ayunos y la disciplina la convertirán en otra mujer.
Pasa el tiempo y Uruti ha superado las pruebas para ser
consagrada vestal del templo.
Hoy es el día.
Su padre y su madre están presentes en el templo.
Los sacerdotes realizan los ritos iniciales de la ceremonia.
Uruti, vestida de blanco como las demás vestales está lista
para la danza espiritual.
Las melodías de los dioses resuenan en ecos profundos y las
vestales comienzan su danza circular. Cuando la música cesa, las vestales
quedan con la vista clavada en el techo del templo. Hay algo allí que llama la
atención de las vírgenes. Pero antes que nadie pueda darse cuenta ya las
mujeres han bajado la vista. Sólo Uruti, como si escuchara una música del más
allá, inicia una danza extraña a la santidad del templo, extraña a las
vestales, extraña a los sacerdotes. Es una danza de una sensualidad como no se
ha visto. Su cuerpo transformado en las llamas de una gran fogata. Cada
desplazamiento una insinuación. Los movimientos ondulatorios de Uruti cesan de
pronto y cae al piso desmayada.
Los sacerdotes, alarmados por la expresividad lujuriosa de
Uruti, se reúnen y entienden que el espíritu de castidad no ha penetrado en el
alma de la joven. ¿Qué hacer?
La ira despierta en el gran jefe Arakare.
Como es posible que de su simiente haya nacido tan baja
mujer, que se rehúsa a ser casta y pura para la eternidad. Que corre tras un
bastardo. ¿Qué clase de hija ha tenido?
Minutos más tarde los guardias del templo reclaman la
presencia de los sacerdotes en las afueras del lugar. Han sorprendido a un
indio trepado a los techos del templo. Han sorprendido a Jaguarainga espiando
la ceremonia de las vestales. Tratando de impedir la consagración de Uruti. Y
lo ha conseguido. De inmediato Arakare condena al maldito a la muerte y a su
hija a presenciar el castigo.
“Morirá. El verdugo le aplastará la cabeza, cortará su
cuerpo en pedazos que serán devorados por la tribu y sus huesos se tirarán en
un claro del bosque para que su alma no tenga reposo”, esas son las palabras
que usa Arakare para sentenciar a Jaguarainga.
El guerrero intenta defenderse pero nadie atiende sus
reclamos. Invoca el amor por Uruti y eso enardece aún más al gran jefe:
“Llévenlo y átenlo al árbol. Ofrézcanle mujeres, manjares y vino, para que
gozando de los placeres terrenales sufra más a la hora de la muerte”.
Los preparativos para el castigo-sacrificio comienzan de
inmediato. Los guardias traen mujeres, manjares y bebidas al prisionero que
todo lo rechaza. Las vestales y Uruti, mientras tanto, preparan un plan para
liberar al guerrero. Mezclan a las bebidas jugo de adormideras rosadas y
ninfeas azules. Una vez que todos comienzan a beber, pues sin ese paso no hay
ritual, comienzan a caer dormidos como troncos. Es aquí cuando vuelve a
aparecer en escena Uruti. Llega para liberar al prisionero. Desata las cuerdas
que lo mantienen unido al árbol y luego de solazarse en caricias y
declaraciones de amor eterno escapan del lugar llenos de esperanza. Desean
alejarse lo más pronto posible hasta que la ira de Arakare se aplaque. Toman el
rumbo del naciente. Van unidos en el amor. Huyen pero en la huida no hay
rencores. En sus almas no hay espacio para otra cosa más que para el amor.
Días después una nutrida comitiva de trescientos guarani
armados hasta los dientes y encabezados por el jefe de los guerreros de Arakare
y antiguo pretendiente de Uruti atrapan a los fugados y los regresan al templo.
Ahora el castigo es doble. A Jaguarainga se le impone la misma forma de muerte
que fuera sentenciada por el gran jefe y a Uruti, la condena para las vestales
mancilladas, que es tan terrible como aquella: ser devorada por la boa de
templo. Una terrible y gigantesca pitón con poderes de augur. Ruega la madre de
Uruti por su hija, implora ante Arakare por la vida de Uruti pero éste no le
perdonará la afrenta. La suerte está echada.
Un rugido terrible hace temblar todo el templo, ¿se está
cumpliendo la sentencia? ¿de dónde ha venido aquel terrible rugido que aún
desde el eco continúa haciendo temblar las poderosas paredes? ¿Qué es lo que
está pasando allí afuera? Dos guardias horrorizados penetran en el templo y dan
aviso: Juaguarainga ha dado muerte a la serpiente gigante. La ha partido en dos
luego de librarse de sus ataduras. Al ver que la serpiente se enroscaba a los
pies de amada, logró zafar de las ataduras y como un poceso arrebató el hacha
de uno de los guardias y de un sólo golpe partió en dos a la terrible boa. Sus
dos partes aún siguen agitándose y manchando de sangre las paredes del templo.
Jaguarainga continúa disputando con los guardias hasta que
al fin cae rendido.
Arakare perdona la vida de Uruti aconsejado por los
sacerdotes y ratifica la condena de Jaguarainga, sacrificio que deberá ser
presenciado por Uruti. La sentencia se cumple sin ritual. El verdugo le aplasta
la cabeza, troza su cuerpo muerto y tira los huesos. Luego del sacrificio
libera a Uruti que corre hacia su padre. Uruti llora, grita y maldice a su
padre que se mantiene impávido ante los reclamos infructuosos de la bella
Uruti.
Uruti se marcha del templo seguida por su madre, Ojampi, que
decide seguir a su hija a donde vaya en lugar de cuidar del anciano y malvado
jefe de los guaraníes. Las señales de desastre para la tribu de Arakare no se
hacen esperar. Los sacerdotes se las hacen saber, pero el viejo jefe ha perdido
la capacidad de entender esas cosas y no hace caso de los avisos. “Los malos
augurios se cumplen sólo con los cobardes y yo soy un hombre valiente”, dice
Arakare. “Nada ni nadie me doblegará”. Los dioses para hacer más penosa su
soledad deciden convertir a la bella Uruti en un pájaro nocturno que llora
todas las noches y descansa durante el día y a su madre en un árbol seco sobre
el cual se posará el urutau.
El viejoArakare ya no puede conciliar el sueño. Su tribu fue
perdiendo sus posesiones y él fue perdiendo el poder. Arakare envejeció
rápidamente y murió solo, escuchando el lamento terrible del urutau durante
todas las noches de su vida y aún después de muerto.
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