Ronda por Casa-Mata la Tatuaba...
El Maestro Almendro tiene la barba rosada,
fue uno de los sacerdotes que los hombres blancos tocaron creyéndoles de oro,
tanta riqueza vestían, y sabe el secreto de las plantas que lo curan todo, el
vocabulario de la obsidiana —piedra que habla— y leer los jeroglíficos de las
constelaciones.
Es el árbol que amaneció un día en el
bosque donde está plantado, sin que ninguno lo sembrara, como si lo hubieran
llevado los fantasmas. El árbol que anda ... El árbol que cuenta los años de
cuatrocientos días por las lunas que ha visto, que ha visto muchas lunas, como
todos los árboles, y que vino ya viejo del Lugar de la Abundancia.
Al llenar la luna del Búho-Pescador (nombre
de uno de los veinte meses del año de cuatrocientos días), el Maestro Almendro
repartió el alma entre los caminos. Cuatro eran los caminos y se marcharon por
opuestas direcciones hacia las cuatro extremidades del cielo. La negra extremidad:
Noche sortílega. La verde extremidad: Tormenta primaveral. La roja extremidad:
Guacamayo o éxtasis de trópico. La blanca extremidad: Promesa de tierras
nuevas. Cuatro eran los caminos.
—¡Caminín! ¡Caminito!... —dijo al Camino
Blanco una paloma blanca, pero el Caminito Blanco no la oyó. Quería que le
dieran el alma del Maestro, que cura de sueños. Las palomas y los niños padecen
de ese mal.
—¡Caminín! ¡Caminito! ... —dijo al Camino
Rojo un corazón rojo; pero el Camino Rojo no lo oyó. Quería distraerlo para que
olvidara el alma del Maestro. Los corazones, como los ladrones, no devuelven
las cosas olvidadas.
—¡Caminín! ¡Caminito!... —dijo al Camino
Verde un emparrado verde, pero el Camino Verde no lo oyó. Quería que con el
alma del Maestro le desquitase algo de su deuda de hojas y de sombra.
¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
El más veloz, el Camino Negro, el camino al
que ninguno hablo en el camino, se detuvo en la ciudad, atravesó la plaza y en
el barrio de los mercaderes, por un ratito de descanso, dio el alma del Maestro
al mercader de joyas sin precio.
Era la hora de los gatos blancos. Iban de
un lado a otro. ¡Admiración de los rosales! Las nubes parecían ropas en los
tendederos del cielo.
Al saber el Maestro lo que el Camino Negro
había hecho, tomó naturaleza humana nuevamente, desnudándose de la forma
vegetal de un riachuelo que nacía bajo la luna ruboroso como una flor de
almendro, y encaminóse a la ciudad.
Llegó al valle después de una jornada, en
el primer dibujo de la tarde, a la hora en que volvían los rebaños, conversando
a los pastores, que contestaban monosilábicamente a sus preguntas, extrañados,
como ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.
En la ciudad se dirigió a Poniente. Hombres
y mujeres rodeaban las pilas públicas. El agua sonaba a besos al ir llenando
los cántaros. Y guiado por las sombras, en el barrio de los mercaderes encontró
la parte de su alma vendida por el Camino Negro al Mercader de Joyas sin
precio. La guardaba en el fondo de una caja de cristal con cerradores de oro.
Sin perder tiempo se acerco al Mercader,
que en un rincón fumaba, a ofrecerle por ella cien arrobas de perlas.
El Mercader sonrió de la locura del
Maestro. ¿Cien arrobas de perlas? ¡No, sus joyas no tenían precio!
El Maestro aumentó la oferta. Los
mercaderes se niegan hasta llenar su tanto. Le daría esmeraldas, grandes como
maíces, de cien en cien almudes, hasta formar un lago de esmeraldas.
El Mercader sonrió de la locura del
Maestro. ¿Un lago de esmeraldas? ¡No, sus joyas no tenían precio!
Le daría amuletos, ojos de namik para
llamar el agua, plumas contra la tempestad, marihuana para su tabaco...
El Mercader se negó.
¡Le daría piedras preciosas para construir,
a medio lago de esmeraldas, un palacio de cuento!
El Mercader se negó. Sus joyas no tenían
precio, y, además ¿a que seguir hablando?, ese pedacito de alma lo quería para
cambiarlo, en un mercado de esclavas, por la esclava más bella.
Y todo fue inútil, inútil que el Maestro
ofreciera y dijera, tanto como lo dijo, su deseo de recobrar el alma. Los
mercaderes no tienen corazón.
Una hebra de humo de tabaco separaba la
realidad del sueño, los gatos negros de los gatos blancos y al Mercader del
extraño comprador, que al salir sacudió sus sandalias en el quicio de la
puerta. El polvo tiene maldición.
Después de un año de cuatrocientos días —sigue
la leyenda— cruzaba los caminos de la cordillera el Mercader. Volvía de países
lejanos, acompañado de la esclava comprada con el alma del Maestro, del pájaro
flor, cuyo pico trocaba en jacintos las gotitas de miel, y de un séquito de
treinta servidores montados.
—¡No sabes —decía el Mercader a la esclava,
arrendando su caballería— cómo vas a vivir en la ciudad! ¡Tu casa será un
palacio y a tus órdenes estarán todos mis criados, yo el último, si así lo
mandas tú!
—Allá —continuaba con la cara a mitad
bañada por el Sol— todo será tuyo. ¡Eres una joya, y yo soy el Mercader de
joyas sin precio! ¡Vales un pedacito de alma que no cambié por un lago de esmeraldas!
... En una hamaca juntos veremos caer el sol y levantarse el día, sin hacer
nada, oyendo los cuentos de una vieja mañosa que sabe mi destino. Mi destino,
dice, está en los dedos de una mano gigante, y sabrá el tuyo, si así lo pides
tú.
La esclava se volvía al paisaje de colores
diluidos en azules que la distancia iba diluyendo a la vez. Los árboles tejían
a los lados del camino una caprichosa decoración de güipil. Las aves daban la
impresión de volar dormidas, sin alas, en la tranquilidad del cielo, y en el
silencio de granito, el jadeo de las bestias, cuesta arriba, cobraba acento
humano.
La esclava iba desnuda. Sobre sus senos,
hasta sus piernas, rodaba su cabellera negra envuelta en un solo manojo, como
una serpiente. El Mercader iba vestido de oro, abrigadas las espaldas con una
Manta de lana de chivo. Palúdico y enamorado, al frío de su enfermedad se unía
el temblor de su corazón. Y los treinta servidores montados llegaban a la
retina como las figuras de un sueño.
Repentinamente, aislados goterones rociaron
el camino percibiéndose muy lejos, en los abajaderos, el grito de los pastores
que recogían los ganados, temerosos de la tempestad. Las cabalgaduras apuraron
el paso para ganar un refugio, pero no tuvieron tiempo: tras los goterones, el
viento azotó las nubes, violentando selvas hasta llegar al valle, que a la
carrera se echaba encima las mantas mojadas de la bruma, y los primeros
relámpagos iluminaron el paisaje, como los fogonazos de un fotógrafo loco que
tomase instantáneas de tormenta.
Entre las caballerías que huían como
asombros, rotas las riendas, ágiles las piernas, grifa la crin al viento y las
orejas vueltas hacia atrás, un tropezón del caballo hizo rodar al Mercader al
pie de un árbol, que, fulminado por el rayo en ese instante, le tomó con las raíces
como una mano que recoge una piedra, y le arrojó al abismo.
En tanto, el Maestro Almendro, que se había
quedado en la ciudad perdido, deambulaba como loco por las calles, asustando a
los niños, recogiendo basuras y dirigiéndose de palabra a los asnos, a los
bueyes y a los perros sin dueño, que para e1 formaban con el hombre la
colección de bestias de mirada triste.
—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
... —preguntaba de puerta en puerta a las gentes, que cerraban sin responderle,
extrañadas, como ante una aparición, de su túnica verde y su barba rosada.
Y pasado mucho tiempo, interrogando a
todos, se detuvo a la puerta del Mercader de Joyas sin precio a preguntar a la
esclava, única sobreviviente de aquella tempestad:
—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?
...
El sol, que iba sacando la cabeza de la
camisa blanca del día, borraba en la puerta, claveteada de oro y plata, la
espalda del Maestro y la cara morena de la que era un pedacito de su alma, joya
que no compró con un lago de esmeraldas.
—¿Cuántas lunas pasaron andando los caminos?..
.
Entre los labios de la esclava se acurrucó
la respuesta y endureció como sus dientes. El Maestro callaba con insistencia
de piedra misteriosa. Llenaba la luna del Búho-Pescador. En silencio se lavaron
la cara con los ojos, al mismo tiempo, como dos amantes que han estado ausentes
y se encuentran de pronto.
La escena fue turbada por ruidos
insolentes. Venían a prenderles en nombre de Dios y el Rey; por brujo a él y
por endemoniada a ella. Entre cruces y espadas bajaron a la cárcel, el Maestro
con la barba rosada y la túnica verde, y la esclava luciendo las carnes que de
tan firmes parecían de oro.
Siete meses después, se les condenó a morir
quemados en la Plaza Mayor. La víspera de la ejecución, el Maestro acercóse a
la esclava y con la uña le tatuó un barquito en el brazo, diciéndole:
—Por virtud de este tatuaje, Tatuana, vas a
huir siempre que te halles en peligro, como vas a huir hoy. Mi voluntad es que
seas libre como mi pensamiento; traza este barquito en el muro, en el suelo, en
el aire, donde quieras, cierra los ojos, entra en él y vete...
¡Vete, pues mi pensamiento es más fuerte
que ídolo de barro amasado con cebollón!
¡Pues mi pensamiento es más dulce que la
miel de las abejas que liban la flor del suquinay!
¡Pues mi pensamiento es el que se torna invisible!
Sin perder un segundo la Tatuana hizo lo
que el Maestro dijo: trazó el barquito, cerró los ojos y entrando en él —el
barquito se puso en movimiento—, escapó de la prisión y de la muerte.
Y a la mañana siguiente, la mañana de la
ejecución, los alguaciles encontraron en la cárcel un árbol seco que tenía
entre las ramas dos o tres florecitas de almendro, rosadas todavía.
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