Sentada sobre el borde rocoso del arroyo una bella joven
juega metiendo sus pies en el agua. Las gotas que levanta vuelven al cauce más
brillantes que antes, como tocadas por una varita mágica. Un ave de blanco
plumaje bebe a orillas del arroyo. La muchacha observa al ave.
El tiempo parece inexistente a esta hora de la tarde. Nadie
más se ve en las inmediaciones. El pájaro bebiendo a sorbos pequeños, picotea
el agua. Ka’a juega con el agua. Los pies de la niña y el agua del arroyo son
lo único móvil. No hay una gota de viento. Las plantas parecen expectantes.
Del otro lado del arroyo una enmarañada vegetación de verdes
fulgurantes. De este lado, las piedras y una amplia extensión de doradas
arenas. La tierra parece detenerse a observar la imagen de la chica en el
arroyo. De la espesura surge de pronto una pequeña caravana. Va encabezada por
un hombre joven, alto y altivo.
Ka’a nota a la caravana porque un momento antes de aparecer,
el ave levanta vuelo asustada dejando en el aire un graznido que ahora flota
sobre la cabeza de quienes van cruzando el arroyo sobre las piedras. El hombre
que encabeza la caravana llama la atención de Ka’a. Es alto y fuerte. Su mirada
está clavada en algo con fijeza, pero Ka’a no sabe precisar dónde. Su mirada
resulta irresistible para la joven que con los pies en el agua observa a los
forasteros. Ninguno de ellos parece percatarse de la presencia en la costa.
Pasan muy cerca de donde está Ka’a pero nadie dirige un saludo ni una mirada.
Los largos pasos del hombre se adentran en un estrecho sendero y se pierden en
un recodo.
Más tarde, Ka’a vuelve a la aldea y cuando cae la noche
procura descansar. La fiera mirada del forastero que ha visto durante la tarde
le inquieta. Ha perdido su habitual tranquilidad. Hay una vibración extraña en
la joven. Nunca se ha sentido de esa forma. Da vueltas en su hamaca sin poder
conciliar el sueño durante horas. Cuando la noche ya está muy avanzada el sueño
la vence y cae en una especie de sopor. En sueños los negros ojos del forastero
le calan el corazón.
El sol alarga su luminoso cuerpo cuando Ka’a despierta.
Despierta posiblemente al escuchar una voz desconocida. Su padre conversa con
alguien. Ka’a se queda quieta en su hamaca. Su padre conversa con el hombre de
la caravana. Y el hombre al que ahora puede ver de cerca está relatando los
objetivos que lo han traído hasta las tierras de Ka’a.
“Como avare mbya tengo la misión de recorrer estas tierras
en busca de una gran ofrenda para el templo de Mbaeveraguasu. Es bien conocida
la riqueza en metales preciosos que se da en estas tierras y los mbya queremos
recorrerla sin chocar con nadie”.
“Délo por hecho”, contestó secamente el padre de Ka’a.
Ka’a no pudo evitar la fascinación que la mirada de aquel
joven sacerdote despertaba en ella y estuvo viéndolo a través del tejido de la
hamaca en la que, ya despierta procuraba ni siquiera respirar para que nadie
advirtiera su presencia. En aquella incómoda posición, Ka’a recordó todo lo que
de los mbya había escuchado en el pasado. Decían que se creían insuperables y
que ningún mbya, mucho menos los avare, se casaban con gentes de otras tribus.
Tan elevado era el amor propio de los mbya. Ka’a se dijo para sí misma que eso
a ella no debía importarle, puesto que intentaría conquistar a aquel que estuvo
mirándola y entró en sus sueños toda la noche.
El avare se despidió del cacique diciéndole que durante
aquel día andaría observando los alrededores sin alejarse mucho. Ka’a que era
toda oídos se levantó ni bien el sacerdote se hubo retirado del lugar y anduvo
recorriendo los alrededores de la aldea con la esperanza de encontrarse con
aquel que había venido a visitarla en sueños.
Anduvo así durante varias jornadas y muchas fueron las veces
en que los jóvenes cruzaron sus miradas. Ka’a sentía el ardor del avare. Lo
notaba en las cosas imperceptibles y misteriosas que sólo se dan a conocer
cuando el amor despierta. Varias veces se cruzaron en el bosque y en los
arroyos, el avare y los suyos buscaban piedras preciosas. Ka’a buscaba al
sacerdote.
Una tarde sombría Ka’a se enteró de que el avare volvería a
su pueblo. El dolor atravesó el corazón de la joven. Ante la posibilidad cierta
de perderlo para siempre, Ka’a salió en busca del avare a quien pensaba
manifestar su amor.
Ka’a marcha decidida. Dispuesta a usar todas las armas de la
seducción para despertar la pasión que intuye escondida en el alma del
sacerdote mbya. Una extraña fuerza gobierna cada paso de la muchacha que avanza
hacia el arroyo como si supiera que allí va a encontrarse con el avare.
Ka’a está frente al hombre.
Todo indica que será correspondida. El mbya siente que su
sangre hierve. Se reprime. Lucha contra sus propios sentimientos. Lucha contra
la pasión que le inunda el cuerpo.
El ascetismo contra la pasión.
Despiadada es la lucha en el interior del hombre que, por un
lado está enceguecido de amor por la joven y por el otro tiene una misión que
cumplir para la cual ha sido adiestrado durante largo tiempo. Ka’a baja hasta
la arena y danza para el avare. Su cuerpo se mueve con gracia despertando cada
vez con más intensidad el deseo del avare.
Ahora Ka’a se desliza a través de las piedras. Se acerca al
hombre. Le confiesa su amor. Lo abraza. Hay un momento que se hace eterno
cuando las palabras de Ka’a se enredan en los vestidos del sacerdote. Es en ese
instante eterno cuando el ascetismo aprovecha la distracción y aniquila a la
pasión. El joven sacerdote toma el hacha de piedra que lleva consigo y sin
pensarlo ni una sola vez la azota sobre la cabeza de Ka’a que se desploma sin
un solo quejido. La sangre de la joven mancha la piedra. El mbya sin siquiera
mirarla guarda su arma y se marcha dando la espalda a la pasión y al amor para
siempre jamás.
Han pasado los años.
El dolor de la tribu por la muerte de Ka’a ya casi no se
recuerda.
Un viejo sacerdote mbya llega hasta aquella aldea. Viene el
hombre con la espalda doblada por los años. Viene el hombre cargando el peso de
la muerte de la pasión en su alma. Se detiene en aquella piedra junto al
arroyo. Se sienta allí a descansar. Un arbusto de hojas desconocidas para el
sabio sacerdote le brinda su fresca sombra en la tórrida tarde de verano. De
las brillantes hojas del arbusto se desprende un aroma que le lleva a tomar
unas cuantas hojas y masticarlas. El jugo de las hojas penetra en su cuerpo
como un elixir de vida. Ya no hay dudas, el viejo sacerdote ha venido a
encontrarse con su último momento al único sitio donde conoció la vida con
plenitud. Allí donde en sus años de juventud perdiera la posibilidad del amor
de una vez y para siempre. El mbya siente que
viaja hacia el amor. La yerba que ha probado por primera vez no es sino
la encarnación de aquella dulce joven que le confesara su amor. Ahora el avare
viaja su viaje infinito y último para reunirse con su amada. Lleva en su boca
el recio sabor de la yerba mate.
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