miércoles, 13 de diciembre de 2017

Nuño el Fuerte

En la época en que el Rey Alfonso VII subió al
trono, el feudalismo asturiano se hallaba en todo su
apogeo. Don Alvar de San Martín era el tipo más
acabado de estos señores, mezcla de reyezuelos
orgullosos y de bandidos. Reinaba despóticamente
en su fortaleza del castillo de San Martín de las
Arenas, que se alzaba sobre una roca gigantesca,
junto a la desembocadura del río Nalón. Su rapaci-
dad y sus violencias tenían atemorizados a los cam-
pesinos del territorio.
Frente a la banda de sus secuaces se habia orga-
nizado otra entre las turbas que le odiaban y querían
libertarse de su tiranía; Ja acaudillaba Nuño el
Fuerte, que, aunque capitán de bandidos, poseía un
noble corazón.

En cierta ocasión ocurrió un incidente que con-
virtió la enemistad de los dos jefes en un odio feroz.
Don Alvar de San Martín se había sentido atraído
por una rica mujer que poseía, además de su her-
mosura, una fortuna considerable. Se llamaba doña
María de Lena y había entregado su corazón hacía
tiempo al noble caballero don Ares de Miranda;
por lo tanto, no acogió con agrado los galanteos del
castellano San Martín. Pero el padre de la doncella,
queriendo evitar que ésta se casase con don Ares,
noble, pero muy pobre, la obligó a contraer matri-
monio con el temido señor. Doña María, al borde
de la desesperación, confesó que este no podía
realizarse porque iba a ser madre. Don Alvar sintió
que su espíritu ardía de cólera y de despecho; pero
no quería renunciar a la espléndida dote que el
matrimonio le podría proporcionar, y la boda se
realizó. La venganza del señor de San Martín fue
feroz. Asesinó al desgraciado don Ares y se dispuso
a matar al niño en cuanto hubiera nacido.
En una noche tormentosa, don Nuño caminaba a
través del bosque. Parecía el único ser humano que
había desafiado la tormenta. Llegó a una solitaria
ermita, se cobijó en el atrio y comenzó a murmurar
una plegaria. Pero antes de que la hubiera termi-
nado, oyó a lo lejos el galope de un caballo. En-
tonces el rudo y hercúleo bandolero, escondiéndose
detrás del atrio, esperó. A los pocos momentos
llegó un jinete llevando una mujer a la grupa. La
desmontó bruscamente y le arrancó de los brazos
un recién nacido, sin hacer caso de sus súplicas ni
de sus lamentos. Era don Alvar, el castellano de
San Martín. Se disponía a atravesar con la espada
a la inocente criatura, cuando don Nuño, arreba-
tado por la indignación, salió de su escondite. Los
dos hombres se reconocieron y se miraron con
odio. El hercúleo don Nuño, dueño de la situación,
amenazó al otro con quitarle la vida si no le entre-
gaba al niño. Don Alvar no tuvo otro remedio que
hacer lo que se le exigía, y partió después al galope,
llevándose a su mujer en la grupa.
Este incidente incrementó la rivalidad entre ca-
balleros y bandidos, y durante quince años duró la
lucha, que ensangrentó y devastó toda la comarca.
El niño salvado tan providencialmente fue el seña-
lado por el destino para poner fin a la confusión y
llevar la paz y el bienestar a los atemorizados hogares.
Don Nuño veló por él con el cariño de un padre.
Se lo entregó a una aldeana de su confianza para
que lo criara, y cuando fue mayor, le enseñó el
manejo de las armas. Don Rodrigo, que así se
llamaba el hijo de la desventurada doña María de
Lena, creció robusto y fuerte y conservó los senti-
mientos honrados que su tutor le había inculcado.
Desconocía a sus padres, aunque sabia que era de
origen hidalgo. Amaba a don Nuño y compartió
con él el gran odio al castellano de San Martin.
Un día, don Rodrigo descubrió una entrada al
castillo perfectamente oculta y disimulada. Hacía
tiempo que no era usada por nadie, pues la galería a
que daba paso estaba cerrada con escombros.
Cuando comunicó su descubrimiento a don Nuño,
viendo éste que había llegado el momento de la
venganza, reveló al joven la historia de su naci-
miento y cómo su madre yacía encerrada en uno de
los más lóbregos calabozos del castillo. Don Ro-
drigo, entonces, juró vengarse y rescatarla; pero
don Nuño le advirtió que si para él estaba reser-
vado el rescate, reclamaba para sí la venganza.
Algún tiempo después, una noche en que don
Alvar y sus secuaces se reunían en una espaciosa
sala del piso bajo para repartirse un botín, fueron
sorprendidos por los bandidos, al frente de los
cuales iba su capitán. Don Nuño se lanzó como un
león contra el castellano de San Martín, atravesán-
dolo con su espada, mientras sus guerrilleros hacían
espantosa carnicería entre los desprevenidos caba-
lleros.
Poco después, don Rodrigo, acompañado de su
tutor, se dirigía al calabozo donde se hallaba su
madre. Avejentada por los sufrimientos físicos y
morales, yacía arrodillada. Los dos hombres pudie-
ron oír cómo pedía la gracia de ver a su hijo una vez
antes de morir. Don Nuño la llamó dulcemente, y,
al reconocerle, ella le preguntó con ansia qué había
sido de su hijo. Entonces entró don Rodrigo y se
arrojó en sus brazos. Don Nuño contempló la es-
cena conmovido, y por primera vez en muchos
años, de sus ojos brotaron lágrimas.
Don Rodrigo heredó el castillo de San Martín y
conservó a su lado como escudero al que había sido
su noble tutor. Licenció éste a sus guerrilleros;
muchos volvieron a tomar el arado y otros mar-
charon a alistarse en las tropas de Alfonso VII.
La paz había vuelto a reinar en los dominios de
los castellanos de San Martín de las Arenas.

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