jueves, 14 de diciembre de 2017

La leyenda de Sa Guasu

La selva extendíase lujuriosa en aquel valle.

De tanto en tanto algún viajero desprevenido aventurábase entre los matorrales, las arboledas y la enmarañada trama. Los que lo veían adentrarse en aquellos peligrosos parajes sabían que ese viajero ya no avanzaría. Ya no continuaría su recorrido. Sabían que Sa Guasu no perdonaba y que inevitablemente quien entrara en aquellos dominios perecería.

Nadie lo había visto jamás pero todos conocían su aspecto.

Sa Guasu era un terrible personaje. Enorme en su totalidad Sa Guasu tenía las piernas muy cortas y los brazos larguísimos y terminados en garras afiladísimas. Su rostro con un solo ojo en medio de la frente producía espanto de tan sólo imaginarlo. Poseía una boca enorme con dos filas de afilados dientes desparejos. Su aspecto hirsuto y mugroso lo hacía aún más terrible. Olía a carroña y se alimentaba exclusivamente de carne humana. Cientos de desprevenidos habían sucumbido en sus garras y habían sido destrozados por sus mandíbulas. La historia lo hizo inmortal y así se mantenía. Muchas veces los hombres de los poblados cercanos intentaron destruirlo. Ninguno de ellos regresó jamás.

Nadie conocía la fórmula para acabar con aquel flagelo viviente que no perdonaba a hombres y mujeres. Nadie imaginaba el fin del terrible monstruo. Era un sueño imposible. Pero un día un aventurero cruzó la selva de ida y vuelta sin que nada le pasara. “Habladurías” dijo el viajero. En esa selva no habita ningún monstruo. La gente del pueblo entonces supo que el monstruo había perecido. Al fin podrían vivir en paz. Ya no tendrían que esquivar aquellas sendas maléficas. Ya no había motivos para temer. El miedo se alejó de los aldeanos de la zona.

Yo sé lo que ocurrió con Sa Guasu y es por eso que quiero contarlo.

Una tarde, el monstruo estaba trepado a un árbol muy alto y, cual vigía de un barco contemplaba los senderos aledaños a su reino de terror. Cada vez le costaba más conseguir su alimento, pero al final siempre aparecía algún distraído que se animaba a andar esos caminos y Sa Guasu podía repetir sus banquetes. En el tiempo del que hablo Sa Guasu estaba con hambre.

Desde lo alto, cierta tarde de verano en que el sol levantaba luces como de polvo y desfiguraba las imágenes de todo lo existente, Sa Guasu divisó a una mujer vestida de blanco que se aproximaba al lugar. De inmediato se le hizo agua la boca al antropófago. Descendió del árbol con la rapidez del rayo aferrándose a una y otra rama con sus enormes garras y sus largos brazos parecían hamacas. El terrible monstruo acechó a su presa y cuando estuvo lo suficientemente cerca se lanzó con fuerza para atraparla. Sa Guasu rodó por la tierra. La mujer se había zafado con un movimiento simple y sus blancos vestidos ondulantes en el aire enrarecido flotaron un instante y se desvanecieron. Nada pudo hacer el fenómeno. La mujer siguió su camino cada vez más aprisa. Etérea. Sa Guasu pensó en un espejismo pero lo descartó de inmediato. Esa selva no era un desierto y allí no había ningún espejismo sino la posibilidad cierta de un banquete.

Sa Guasu fue tras su víctima pero esta corría cada vez más a prisa. Tropezaba el monstruo trepando los cuestas tras la grácil mujer que en ningún momento se detenía ni miraba hacia atrás. Parecía seguir un designio sagrado. La vista al frente. Escondido el rostro bajo un manto blanco.

Sa Guasu la siguió con ahínco. Anduvieron así leguas y leguas hasta llegar a una zona de aridez total. La selva había quedado atrás y ahora Sa Guasu supo que se encontraban en una zona inhóspita. Sospechó nuevamente de la existencia real de su víctima pero ya había andado demasiado como para volver sin su presa. El monstruo se impulsó nuevamente con fuerza. Acometió a la mujer pero cuando parecía tenerla al alcance de sus garras se le volvía a escapar.

Desesperado Sa Guasu reconoció el sitio sobre el que andaban. Cerca de allí estaba el famoso Itakua, la grieta abismal de la que nadie volvía. Pero eso era nada para tan temido personaje. Sa Guasu siguió adelante. La mujer también. Una y otra vez se le escapaba. La mujer se acercó finalmente a la grieta y movida por una fatalidad terrible se lanzó al Itakua. El monstruo no se iba a amilanar ante aquello. Lo suyo era sobrenatural y aquello que era mortal para los humanos no lo era en absoluto para él. Sa Guasu se lanzó tras su futura víctima.

El silencio reinó.

Después de la caída de ambos, sólo el viento.

El viento y algún guijarro que caía empujado por éste a las profundidades.

Aquella extraña mujer, se los digo porque lo sé a ciencia cierta, era el fantasma de una de sus víctimas que volvió para vengarse. Ahora aquel valle donde vivió el monstruo atemorizando a las gentes se llama Mbae Sa Guasu, pero ya no hay ningún monstruo antropófago en él. Plantaciones y Chacras cubren lo que ayer fue la morada del terrible homúnculo de un solo ojo.

La leyenda de Manaka

Marcha por la selva la tropa de indómitos. Mbarakaju lidera a los suyos. Guerrero sin par. No hay quien le iguale en resistencia física, en el tiro de las flechas y el manejo del mbaraka. La madre naturaleza ha sido generosa con Mbarakaju.

Las tropas de Mbarakaju pasan por los poblados y en cada lugar pintan el signo de la dominación. No hay quien se le resista. Mbarakaju, como buen tirador es también un eximio cazador. Prueba de ello es su collar donde ya no caben más colmillos de jaguareté. Ha cazado cientos de estos animales en su corta vida.

Mbarakaju en su plenitud.

Ahora persigue a una fiera que ha herido.

Se aparta de los suyos. Avanza por la selva siguiendo el rastro de sangre.

La noche lo sorprende y Mbarakaju opta por descansar. Busca un buen lugar y allí pasa la noche. Mbarakaju tiene el sueño liviano. La menor señal de peligro y el guerrero está alerta.

Al amanecer continúa su marcha, encuentra al tigre que ruge de dolor y acaba con él. Sigue sumando cuentas en su collar. Pareciera que la cosecha de colmillos jamás acabará.

Una lluvia atropellada y densa cae sobre la selva ahora y lava todo rastro de sangre. ¿Cómo regresar junto a los suyos? La capacidad de orientación del joven indio y su intuición no bastan para vencer a la enmarañada vegetación que frente a él se levanta como una muralla.

Mbarakaju comienza a andar.

Vuelve sobre sus pasos. Le parece estar dando vueltas en círculo.

No. No puede ser. Al fin Mbarakaju, exhausto se tiende sobre la hierba en busca del sueño y el descanso reparador. Duerme el guerrero. Duerme y sueña con una joven hermosa. La niña le habla, ahora lo está llamando: “acércate” le dice en su luminoso sueño.

Mbarakaju despierta cuando el sol está declinando. Un rocío claro y fresco cae sobre su cuerpo. Al incorporarse descubre que el rocío tan claro y perfumado cae de un ysapy, el árbol de la dicha. Buen augurio, piensa el guerrero y avanza nuevamente a través de la selva como guiado por un espíritu más poderoso que su voluntad. Mbarakaju escucha lejanos sones de tambor. Apura el paso. Ahora ya puede oir voces. Es evidente que se aproxima a una aldea.

El indio, escondido en la frondosidad de la selva observa la aldea. Todo es movimiento allí. Se preparan para una celebración. Reposan los manjares y las bebidas en gran cantidad. Con avidez mira Mbarakaju todo lo que ante sus ojos se extiende como una aparición. Van y vienen las mujeres apuradas con los preparativos. Se encienden las fogatas. La tarde va dejando paso a la oscuridad. Los hombres preparan sus instrumentos. Comienzan a beber.

Mbarakaju decide integrarse a la fiesta. Avanza hacia la aldea. A su paso las gentes de la tribu detienen sus acciones. Mbarakaju llega junto a los músicos. Extiende la piel del tigre que acaba de matar. Arranca de las manos del músico el mbaraka y sentándose sobre la piel comienza a ejecutar el instrumento y a narrar la historia del principe Chimboi. Su canto, más allá de la forma en que llega hasta el lugar, ocurrente y misterioso, concita la atención de hombres y mujeres.

La canción relata que el príncipe Chimboi, jefe de los karios, altanero y solitario vivía en un blanco palacio, suspirando permanentemente por una mujer bella y virgen. La habilidad de Mbarakaju para el relato cantado le lleva a mezclar el encantador argumento del príncipe con la tribu en la que se halla cantando. Mezcla la realidad y la fantasía y lo hace premeditadamente.  Cuenta en su canción que el príncipe Chimboi cree que va a encontrar a aquella mujer de sus sueños, símbolo de la perfección humana, entre las doncellas de aquella tribu. Las jóvenes de la tribu se miran unas a otras comparándose. ¿Quién de ellas será la elegida de Chimboi? Pero el príncipe es sólo invento de Mbarakaju, ha nacido de su ingenio y allí vive.

Después de terminada su canción Mbarakaju es aceptado en la fiesta. Se celebra la cosecha de la mandioca y las fiestas de la nubilidad. Las familias de las núbiles han adornado a sus vírgenes y cada una de las que pasan en desfile parece más bella que la otra.

Túrbase Mbarakaju cuando ve avanzar en aquel desfile iniciático a la mujer que ha visto en sueños. Se le ilumina el rostro ya encendido por el calor de las fogatas. Los sueños le han anticipado el encuentro. Mbarakaju siente deseos de actuar. Toma nuevamente entre sus manos el mbaraka y dedica una canción a la joven. El desfile se detiene pero parece suspendido sobre las notas y las palabras de la canción. Es un momento tocado por la divinidad. Al finalizar su canto Mbarakaju, tramposamente dijo: “Esta será la esposa de Chimboi”.

Koeti se llamaba la dulce niña. La abuela de la niña, Chiro, recordó entonces las señales del cielo que el día del nacimiento de Koeti habían señalado un camino sembrado de estrellas. Una vida grandiosa y eterna. La anciana creyó ver en las palabras de Mbarakaju parte de aquel designio divino. “Guíanos hasta el palacio de Chimboi”, dijo la vieja al extranjero. Los hermanos de Koeti se opusieron pero a una palabra de la anciana moderaron su enojo y reprimieron sus decisiones. Mbarakaju, Chiro y Koeti partieron al día siguiente hacia el inexistente palacio blanco donde vivía Chimboi. Avanzaron los tres. Mbarakaju con paso firme, la anciana ágil como una joven y la niña extrañamente torpe. Como si no quisiera avanzar. Con recelo y miedo.

Se detuvieron después de mucho andar. Mbarakaju cazó un venado y lo puso al fuego. Koeti dormía en su hamaca. Cuando estuvo lista la carne comieron en silencio los tres. La anciana preguntó: “¿Cuándo llegaremos al palacio de Chimboi?”. “Cuando yo quiera” respondió secamente Mbara-kaju. Inmediatamente la vieja recriminó al guerrero su promesa, tras lo cual Mbarakaju dijo: “¡Yo soy Chimboi, Mbarakaju es sólo mi nombre de guerra”.

La anciana no creía lo que estaba escuchando. Había sido engañada. Tal vez se había apresurado al decidir hacer este viaje con un desconocido.

“Déjame a la niña y vete. No te necesito”, dijo el guerrero a Chiro.

Chiro recupera la calma y unta la frente, las mejillas y el pecho de su nieta con un ungüento verde que extrae de un pequeño recipiente. Mbarakaju observa la despedida de la mujer y se alegra de que no oponga resistencia. La anciana se aleja y cuando Mbarakaju vuelve la vista hacia Koeti comprende el sentido de aquellos ungüentos. La vieja se va pero deja sus hechizos. Mbarakaju quiere gritarle algo pero la voz no le responde. Algo le marea, le impide la mirada. Koetí se vuelve neblinosa ante sus ojos, desaparece. Se transforma. El guerrero siente que su cuerpo pesa como un elefante. No puede moverse de su sitio. Impotente observa la transformación de la niña. Ahora logra acercarse a la joven. Intenta abrazarla pero se sorprende él mismo de estar abrazado al tronco de un árbol. Sorprendido mira al árbol buscando alguna señal que le indique el lugar de Koeti. Nada alrededor. Koeti ha desaparecido. Chiro también. Solo en aquel desolado lugar Mbarakaju se sienta bajo el árbol, la espalda apoyada en el tronco.  Un suave cansancio invade al guerrero. Sus piernas ya no le pesan pero un extraño sopor le invade hasta vencerle.

Mbarakaju despierta.

Es la hora del alba y el sol aparece suavemente.

Mbarakaju se pone de pie y golpea las ramas más bajas con su cabeza. Una lluvia de pétalos  cae a sus pies. El árbol estaba cubierto de flores. El guerrero busca por todos lados algún indicio que le guíe hacia Koeti. Infructuosa es su búsqueda. Vencido, huye de aquel lugar encantado.

Chiro ve que el extranjero se aleja del lugar y vuelve para deshechizar a su joven nieta. La anciana contempla el bello árbol florido y siente un vértigo extraño. La belleza marea sus pupilas cansadas. De pronto, de los árboles vecinos surge un ave pequeña y multicolor. Como una flecha llega hasta las flores y allí, sostenido en vilo por el rápido movimiento de sus alas, introduce su pico en una y otra flor bebiendo el sabroso néctar. Las flores se tiñen de rosas y leves morados al contacto del largo pico que las ultraja. Se diría que se ruborizan y tiñen su blancura de subidos colores. Chiro no se atreve a dar caza a aquel pequeño pájaro que va de flor en flor. Su nieta seguía siendo bellísima, pero ya no era marane. Así lo entendió la mujer y consideró inútil deshechizarla. Así quedó entre nuestros árboles el manaka que con sus bellas flores se sonroja de haber perdido la virginidad con aquel misterioso pájaro del cual se dice que era un príncipe encantado.


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